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Los helicópteros son fichas clave en medio del asalto a las repúblicas independientes que se han creado en las favelas. Un viernes en la tarde me paro frente a un quiosco de revistas y llama mi atención el titular del diario EXTRA, la versión Q’hubo de O Globo: “Policial é baleado dentro de helicóptero”. El copiloto, Felipe Marques Monteiro, de 45 años, recibió un disparo en la cabeza en un operativo contra ladrones de camionetas de servicios especiales de transporte en Vila Aliança, en la zona oeste de la ciudad. Un mes antes el mismo helicóptero, con Marques Monteiro en el mismo puesto, había aterrizado de emergencia luego de recibir disparos de fusil en otro operativo en Duque de Caxias, un municipio limítrofe con Río.
Coronamos una de la cimas del barrio y ahora todo tiene un aire a campo. Estamos en una especie de mirador con una gran cancha de grama sintética, algunos juegos para niños, postes de luz y un piso de adoquines con decenas de bancas. No hay nadie. De nuevo el Estado ha llegado muy lejos y muy solo. Para completar la escena de desolación, y entregar algo de terror a los recién llegados, vemos dos hombres que parecen salidos de una película cruenta. Nos miran con sus caras fruncidas y sus ojos desconfiados, uno de ellos lleva una pala y el otro parece tener algún mando sobre él. Siguen de largo sin levantar una ceja, estaban en alguna vuelta en esa pequeña meseta en lo alto del Complexo. Estaban enterrando un perro según mi conclusión fantasiosa. Solo eso explica la pala, el luto rabioso, la solemnidad malvada de su semblante.
Unos minutos antes, en las tareas de arqueología, habíamos encontrado la pequeña envoltura de un bareto, um baseado. El papel recuerda un Barrilete y dice Fazenda a brava, algo así como finca valiente. Unos días después compramos, con absoluta tranquilidad, un baseado en la playa del barrio Flamengo, fumamos acompañados de un churrasquinho de corazones de pollo asado en un brasero diminuto que pasean vendedores en la playa. En los barrios vimos más armas que drogas, encontramos la máquina de los narcos pero no su mercancía.
Antes de ese hallazgo inocente en lo alto de la zona centro del Complexo, la más tranquila según nuestros cicerones, el barrio nos había entregado sus advertencias iniciales en vivo y en directo. En la curva de uno de los callejones nos encontramos de frente con dos pelados con los fusiles sobre una especie de mostrador de madera, un aire frío me sube hasta la mitad del pecho y el ojo necio no puede quitar la vista, un pequeño letrero en el mesón dice peixe é escamado, ¿un juego de palabras con la escama o simplemente un mesón con dos funciones? Pasamos todos en silencio, los fusiles han comenzado a rayarnos el ojo, a ser protagonistas en cada caminada por las favelas. Nuestro anfitriones no saludaron a los jóvenes armados ni se alarmaron, solo parecían negar su existencia con una tranquila indiferencia. Supuestamente la mesa tenía encima todo el muestrario de drogas disponibles. Pero los favelados tenían más una postura de vigilantes que de jíbaros y nuestro temor solo quería uma cerveja gelada.
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El primer día, en el Morro da Providencia, en el centro, en la primera favela que se levantó en la ciudad, los fusiles nos habían saludado. Subimos en medio de las carcajadas deslumbrantes de los recién llegados, con una tarde luminosa y la mirada de los gatos desde cada terraza y cada ventana. La casa derruida donde nació Machado de Assis nos daba la bienvenida con los arbustos asomados por sus ventanas. Paradójico que la casa real del escritor esté caída y las casas vecinas muestren grandes murales con su perfil regio. Las postales están todavía en nuestros teléfonos. Pero antes de entrar a la casa de una de nuestras tutoras los fusiles relumbraron, a todo el frente de la casa donde nos invitaron a terminar el primer día vimos dos jóvenes recostados con sus fierros. En ese momento aterrizamos en Río, en la Ciudad de Dios. Entramos a la casa con la seguridad de haber visto algo excepcional, con la adrenalina que bajamos con un poco de café, un pan dulce y una inquietante tranquilidad de los dueños de casa. Terminamos con uma lua vermelha cayendo en el horizonte de nuestro día inaugural.
Pero volvamos al Complexo. Bajando de la cima de ese barrio frío encontramos ideas más claras del aislamiento que viven las favelas, del blindaje que los malandros han dado en sus fortalezas. Ahora los fusiles estaban en las paredes. En el muro de una tienda se lee Som, iluminaçao, mesas y cadeiras, lo mínimo de un bar. El dibujo primitivo muestra a un hombre —ousado, dice su camisa— bailando con una mujer con minifalda. La escena dibujada la completa un joven atormentado, con las manos en la cabeza, y un fusil contra el pecho. Sonido, luces, mesas, sillas y fusiles. Mobiliario para un bar en la favela.