Los primeros años
por SIMÓN MURILLO MELO • Fotografías del archivo personal de Víctor Gaviria
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Número 147 Diciembre de 2025
En 1979, más de treinta películas se presentaron en el primer Festival de cine de súper 8 de la Cinemateca del Subterráneo. He visto solo una, la que se llevó el primer puesto, un documental sobre niños ciegos de la escuela de invidentes de Campo Valdés dirigido por un poeta de 24 años llamado Víctor Gaviria. Se llama Buscando tréboles.
Víctor estudiaba psicología en la Universidad de Antioquia. Andrés Upegui escribió años después que tenía: “un bigote tupido y negro como el de un persa (…) sus manos eran delicadas y escuálidas como las de una niña tullida”. Había escrito dos libros de poemas que ganaron premios y algo de reconocimiento en la ciudad. Vivía todavía con su familia en Florida Nueva, y tenía una gallada de vecinos, muchos de ellos antiguos compañeros de colegio, como Rubén Darío Lotero, Germán Beuth, Raúl González. A veces, los fines de semana, viajaba a Liborina, el pueblo de su padre, donde escuchaba a su tío Miguel declamar poemas y tocar violín en el balcón, mientras veía a las muchachas pasear.
Upegui conoció a Víctor días antes del Festival. Pilar Posada, prima suya, novia de Víctor, lo llamó porque necesitaba resolver un problema: Buscando tréboles no tenía sonido, ni proyector. “No tengo los medios técnicos para sincronizar la música”, le dijo Víctor. Con su grupo, Upegui le prestó un proyector para mostrar la película y preparó la pista sonora. Cada vez que la iban a presentar, Víctor cargaba una grabadora con el cassette y el proyector e intentaba poner a sonar la música al compás de las miradas vacías.
Víctor tenía 24 años, Upegui 22. Él también era concursante del festival de súper 8. Su película se llama El Hurón y hoy está perdida. Mostraba el día de un muchacho paisa que vaga por calles “semidesiertas” hasta terminar en el zoológico, donde ve a un hurón “encerrado en su jaula, que va y viene desesperadamente de un lado a otro, como un preso que ansía la libertad”. El muchacho regresa a su casa, lee un libro, luego una revista, luego se suicida con un revólver.
El actor del Hurón era Fernando Isaza. La fotografía la hizo otro primo de Andrés, Julián Vélez. Fueron ellos los que le armaron el cassette con el que se completaba Buscando tréboles. Todos se hicieron amigos. Como ganador, Víctor recibió 15.000 pesos y la invitación a ir a la casa de uno de los jurados, el padre Luis Alberto Álvarez.
Sacerdote claretiano, Luis Alberto era un hombre gigantesco, tan alto como gordo. Escribía de cine en El Colombiano y sus columnas eran esperadas con la misma expectativa que un nuevo lanzamiento en El Subterráneo. Su pasión por las imágenes se cimentó cuando hacía sus estudios de teología en Roma. A su regreso a Colombia, Luis Alberto tenía claro de que quería ser crítico de cine, el medio en donde creía ver lo que él llamaba “el esplendor del orden”. El cine nacional era todo menos esplendoroso. A pesar de los millones de espectadores y las muchas salas que había en todo el país, la pequeñísima industria cinematográfica estaba concentrada en Bogotá. Se hacían muy pocas producciones al año en Colombia y el acto mismo de filmar era una rareza: algo para los burgueses que podían conseguir las cámaras y revelar las películas. Camilo Correa había intentado crear en Medellín una productora notable: Procinal, pero terminó llenó de deudas, problemas y las latas de su película estrella, Colombia linda, acabaron en el fondo del río Aburrá.
Luis Alberto sintió que con el festival de súper 8 algo había cambiado. Días después escribiría en El Colombiano: “Siendo el primero de estos eventos es necesario, entonces, relegar a un segundo plano las consideraciones técnicas y estéticas, olvidarse un poco de los balbuceos y dejar de lamentarse por la carencia de obras maestras. La película ganadora, que probablemente despertará pareceres muy contrarios tiene una virtud que todavía es escasa: su realizador, Víctor Gaviria, con muy poco dominio técnico, ha sabido poner sobre su sujeto una mirada tierna y profunda, angustiosa y humana. Sus planos de colores lavados o azulosos han sabido saltar la barrera de esa limitación técnica y han llegado hasta el espectador para transmitirle el compromiso de esa mirada. La misma dureza de lo burdo hace que esa mirada no se convierta en compasión dulzarrona sino en grito de solidaridad. De ahí que esos ocho minutos, tan fáciles de pasar por alto, sean los ocho minutos más reales del cine colombiano en mucho tiempo (¿tal vez de siempre?)”.
En la casa del cura en Villa con San Juan, ambos descubrieron que eran primos lejanos: José María Córdoba, tío político de Víctor, era tío también de Luis Alberto. Él guardaba una caja de películas en súper 8 grabadas por el papá de Víctor, Luis Emilio, con José María y otro hermano. Víctor y Luis Alberto rebuscaron entre los negativos y pasaron esa primera tarde ante la televisión, viendo los sueños de los mayores.
Después de graduarse del Calasanz, Víctor le pidió de regalo a su papá todos los cuentos de Hans Christian Andersen en la edición de dos tomos de Aguilar. Pasaba las tardes en una pieza calurosa de su casa en Colombia, lejos de la bulla de sus hermanos, y leía y escribía, llenando cuadernos a mano con cuentos y poemas.
Entró a estudiar matemáticas en la Nacional, detrás de su hermano Juan. Aparte de las matemáticas, a Juan le interesaban la filosofía francesa, el marxismo, la crítica literaria rusa y las artes marciales. Por su hermano, Víctor retomó la amistad con Jorge Alberto Naranjo, a quien había conocido siendo profesor en Calasanz: un hombre de saco cuello tortuga incluso en los peores calores que hablaba sin parar de Deleuze y Zuleta, de Durero y Artaud. A veces, para Víctor, “parecían en otro país”. El día de la muerte de Gonzalo Arango, Víctor le preguntó a Naranjo si lo había leído: no lo conocía.
Al año siguiente, 1974, Rubén Darío Lotero le dijo que estaban buscando profesor en el Theodoro Hertzl y allá lo llevó. Su primer día, el nuevo rector, Luis Horacio Lora, lo presentó ante los alumnos: “lo conocí en San Ignacio, donde lo expulsaron porque sus escritos habían incomodado a la Compañía de Jesús.” Víctor les mostró a sus estudiantes, apenas dos o tres años menores que él, una reproducción de La Planchadora, de Picasso, obra del período azul de una mujer derrotada por el esfuerzo, doblada de cansancio ante un mantel o sobrecama que parece planchar una y otra vez: una aparición, el fuego fatuo de una vida perdida por el trabajo.
A Fernando Herrera, su estudiante de décimo grado, Víctor le habló de un taller de poesía que Nicanor Parra había organizado en Nueva York. Por alguna razón se enteró de que la poeta Olga Elena Mattei participó y guardaba en su casa algunos libros con las memorias de ese taller. Una tarde de sábado Herrera y Víctor cogieron el bus al Poblado y terminaron en el bosque que albergaba la gran casa de Mattei. Herrera escribió de la visita: “Numerosos cuadros de su marido, el pintor y escultor panameño Justo Arosemena, colgaban de los muros. Flotaba un penetrante aroma de café. Nos recibió un hombre joven, rubio y delicado, que dijo estudiar filosofía y letras. Como ya sabía quiénes éramos y a qué íbamos, nos mostró los cuadernos del taller de poesía de Nicanor Parra, y disculpó a la poeta por no recibirnos pues estaba indispuesta. Transcurrido un tiempo – algo más de una hora – el joven asistente nos hizo pasar a la habitación de Olga Elena. Ella, recostada en su cama, era una mujer de una belleza pasmosa”.
A la salida tomaron una decisión: serían poetas. Fundaron el Taller de Poesía Nicanor Parra. Se les unieron los vecinos de Víctor de Florida Nueva, su hermano Juan, los compañeros de su nuevo pregrado, psicología en la San Buenaventura, como Pilar Posada, y varios estudiantes del Theodoro, como Lía Master, Mónica Farbiarz y Esther Fleisacher. Víctor fue en varios momentos novio de Mónica, Esther y Pilar. Esther quería ser escritora. Mónica hacía danza contemporánea. Pilar era música y poeta desde niña. En la Piloto, en los teatros del centro, Pilar tocaba guitarra y cantaba cálidos arrullos que se quedaban años y décadas en la mente de los que la escuchaban.
Cada viernes se juntaban para leer y comentar los poemas de cada uno. El ambiente del Taller era intenso. “Llegaban los asistentes a leer sus poemas y los criticábamos inmediatamente. No había profesor, ni autoridad, todo el mundo podía hablar de cualquier cosa.” Con ese mismo combo iban al cineclub Medellín y al Mundo Universitario los sábados en el Teatro Ópera. Vieron las primeras películas que llegaban a Colombia de Pasolini, a Andrei Rublev, el hacedor de campanas que piensa en el fin del mundo.
Víctor subía a veces a Liborina, el pueblo de su familia, a hablar con el tío Miguel, quien rara vez había trabajado y pasaba sus días tocando violín, mirando muchachas, leyendo y escribiendo poesía. Era un poeta de lo que más le interesaba a Víctor: el suspiro de los árboles, la titilante luz eléctrica de los bombillos, subir muerto del cansancio una bicicleta con sus hermanos loma arriba, la ducha fría y el brillo de la luna.
Los poemas de Víctor eran prolíficos en besos con vecinas y pistiadas de sardinas, en decepciones familiares y galladas de muchachos que caminan por las mangas de Laureles, Santa Lucía y Florida Nueva, en los odios y maravillas de la infancia. “Escribía poemas hasta en las piedras”. Tenía ojo para los árboles y conocía el nombre de algunos: los cascos de vacas, saúcos, balsos, carboneros y sanjoaquines que crecen en sus versos. Hay una sensación expansiva en ellos, como mirar una montaña desde los potreros de una ciudad que todavía no se terminaba:
“Aún todo lo podemos decir
Día tras día los pulmones se llenan de aire”.
En el Theodoro no duró mucho de profesor y tampoco en la Universidad San Buenaventura. Pilar lo dejó: “‘A Víctor le gustaban mucho las mujeres y yo no soporté que le gustaran mucho las mujeres…pero yo lo adoraba’. Sobre su paso por la Universidad escribiría después: “creo que me distraje más del tiempo necesario,/perdí algunas tardes(…) Me di un año (no estaba preparado)/y luego otro que a decir verdad transcurrió lento”. Le interesaba la lingüística, las ideas de Jakobson de la imagen poética, las formas en que la lengua se enredaba con la palabra, con el sujeto y su medio ambiente.
Después de uno de esos años lentos siguió estudiando psicología pero en la Universidad de Antioquia. Su hermana le trajo una cámara de súper 8 de Chicago. Con frecuencia se le veía por la ciudad universitaria con ella, grabando todo lo que veía. A Guillermo Melo, profesor de comunicación social y periodismo con reputación de buen fotógrafo, se le acercó un día: “Memo, vos que sabes de cine, ¿me vas a enseñar a manejarla?”.
En la de Antioquia el profesor y poeta Elkin Restrepo había comenzado a editar una revista con algunos de sus colegas, como Orlando Mora, futuro jurado del primer festival de súper 8, como Jesús Gaviria, Miguel Escobar y José Manuel Arango. Querían competirle a la poesía capitalina y por eso nombraron a la revista con un vocablo del “gran Barba”, nuestro gran embaucador: acuarimántima.
Meses después, Elkin caminó de la Universidad a la oficina de Avianca en Carabobo, a recoger la correspondencia de la revista. Era una rutina para él y siempre lo hacía a las 5:30 en punto. Alguien lo esperaba: un hombre extraño y tartamudo. “Tengo unos poemas: ¿los puede leer?”. Elkin lo invitó a su oficina. El extraño quería publicar un libro. Se llamaba Helí Ramírez. No hablaba mucho.
Elkín nunca había leído nada igual:
“Tengo en mí un poquito de cosas buenas
y muchas muchas cosas malas en mí tengo(…)
mis parientes antiguos según chismes
eran brujos duendes y matones
y si llegaba un forastero a la casa se escondían
Odio a los hombres y sus máquinas
Confianzas con nadie no me gusta ni siquiera con la
cucha y los hermanos
No creo en las palabras y con los hechos dudo….”.
Helí nació en un corregimiento de Ebéjico. Apenas recordaba esas montañas pero sí la noche “en que llegan por mi papá, que llegan los manes esos con fierros y alumbrando con lámparas… A él lo sacaron a media noche. Un fulano me pone la lámpara en toda la cara… junto a la lámpara el fierro, el tubo”. Tenía 4 años. A los 8 días siguió el abuelo y entonces “la cucha se viene para Medellín y aterrizamos en Belén Rincón”. En su mundo, la vida muerta trepaba la montaña por una retícula de tugurios y callejones. Las colinas escondían cuevas donde las galladas vrujiaban y esperaban a las flacas para invitarlas a un mundo de sangre y dolor.
La suya era la historia de una ciudad que ya era otra: tantos, tantísimos que cargaban muertos y venganzas colonizaban las laderas y faldas del Aburrá. Industrias, plásticos y basuras envenenaban los ríos de todo el valle. Elkin, en uno de los muchos gestos proféticos de su vida, publicó el primer libro de Helí con la editorial de la Universidad, le consiguió trabajo de mensajero en el Seguro Social, y lo invitó a hacer parte del comité editorial de acuarimántima.
Y pronto, en el número 14 de la revista, Víctor se unió también al equipo de acuarimántima. Luz Amalia, la novia de Juan Gaviria, era amiga del director. A través de ella, Víctor le envió algunos de sus poemas. No eran muy buenos, pero iluminaron un brillo juguetón en los ojos de Elkin.
Helí era apenas unos años mayor que Víctor. Bajaba de la clínica del Seguro a la Universidad e invitaba a tinto. “No vas a pagar”, decía con voz cavernosa. Casi nunca hablaba. Permanecía como una piedra, escuchando a José Manuel y a Elkin decidir los temas de la próxima revista.
Víctor también hacía silencio. Escuchaba cómo hablaban los poetas, un grupo de hombres cada vez más diverso. El crítico de cine Luis Fernando Calderón era visitante frecuente y su vecino Rubén Darío Lotero se unió al equipo de la revista. La diversidad de voces en acuarimántima se le parecía a lo que decían los amigos cosmopolitas de su hermano Juan, de lo que escribían los franceses que enseñaba Naranjo. Víctor leía a Helí con obsesión. Ahora, cuando escribía, pensaba en él. Quería que “el lenguaje mismo pegara un salto”, como hacía Helí.
Escribió de Helí en acuarimántima: “La poesía no ha sido para él la forma de ser “otro” tipo de hombre. Para él, al parecer sólo una cosa ha resistido la exigencia de su vida inicial, esa vida intensamente consumada de gallada: esa cosa ha sido la poesía”. Y de su mundo: “aún hoy, esos barrios son para nuestra imaginación manchas borrosas, lugares presentidamente inexistentes. Como la apertura a una calle secreta, a un alma secreta…”.
En 1978 publicó su primer libro de poemas, Alguien en la ciudad también perplejo y ganó un premio con él. En un viaje a Juradó escribió algo de lo que pensaba por esos días: “Lo primero es reconocer que uno no tiene lenguaje. Luego tartamudear. un tartamudeo tonifica más el espíritu, lo golpea más que una frase pulida. Un tartamudeo es lo que viene”. Como Helí, quería aprender a tartamudear.
Al año siguiente tenía otro libro de poemas, La luna y la ducha fría. Se lo dedicó a Noris Rodríguez, su novia de más de seis años, a su hermano Juan y a Germán Beuth, de toda la vida. En acuarimántima se enteró de que José Manuel Arango estaba escribiendo unos poemas sobre niños sordomudos, y eso lo llevó a la Escuela de ciegos y sordos de Campo Valdés donde, con la cámara que le trajo su hermana Marta de Chicago y la compañía de su hermano Juan, grabó lo que sería Buscando tréboles.
Ese fortuito 1979 escribió un poema sobre su edad:
“A los veinticuatro años ya han terminado tantas
cosas
nunca más podrás ser adolescente
aunque montes en bicicleta y te gusten tremendamente
las muchachas
no podrás ser ingenuo sin al mismo tiempo ser maligno.
No podrán gustarte de igual forma los pastos
de fútbol encendidos como un lento fuego
ni los colegios femeninos en el Centro (…)
Nada de esto te gustará igual
sino más hondo
donde no hay ya gusto ni disgusto
sino más hondo donde las cosas brillan con un
fuego interior
o son terriblemente negras
Ahora sólo quiero pasearme de un barrio a otro
Voy a visitar mis siete casas
de mis veinticuatro años
y a cada una le diré
Aún permanezco
Aún continúo aquí
Pero pronto me iré”.
Con los 15.000 pesos que se ganó en el Festival de Súper 8, Víctor refundó Buscando tréboles. A veces en fiestas ponía la película en el proyector de Upegui y le bajaba la velocidad hasta que los niños se movían en cámara lenta. “Eso se veía hermosísimo”. En una de esas funciones conoció a Leonardo Álvarez, antigua sensación de la canción romántica ahora dedicado al cine. Quería producir algo en sobreprecio y Buscando tréboles era perfecta. Él lo conectó con Javier Betancur, Esperanza Paláu e Ivo Romani, italiano con amplia experiencia y fama haciendo televisión, los tres harían de productores.
Con Álvaro Ramírez, quien había fundado el cineclub Mundo Universitario, como su asistente de dirección e Ivo Romani manejando el lujo de una cámara de 35mm, Víctor volvió a Campo Valdés. La nueva versión es muy parecida a la primera: el cura desdoblando un poema de dos metros y medio escrito por los estudiantes, la chucha cogida a ciegas, el mono en los árboles, la búsqueda de los tréboles. Si en la anterior las oscuridades del súper 8 se acoplaban a la del internado, ahora Buscando tréboles es luminosa, clara, tan nítida como una piscina.
A Dora Ramírez la grabó ante un laberinto de cuadros de colores en su casa de Caracas con Sucre. La casa era un cascarón y pronto se la tragaría el ensanche de la Oriental. A Dora la había conocido con los acuarimántimos en los talleres de su suegro en la Piloto y congeniaron inmediatamente. “Hágame una película”, le dijo Dora. La obra resultante, con Calderón, Noris, Luis Alberto Álvarez y Luis Alfonso Paláu de cerca y Lisandro Duque y Dora misma produciendo, se llamaría Sueños sobre el mantel vacío, una galería de arte en ruinas con Gardel de fondo.
Víctor creció en la Floresta, en una casa cerca al parque. “Todos los días eran sábados”. Seis hermanos, dos hermanas. Víctor andaba detrás de sus hermanas cada vez que podía “pendiente de buscarlas, de dormir con ellas, de conversar con ellas, siempre admirado de lo que eran”. Salía a montar bicicleta por el parque y cuando no lo dejaban se la pasaba observando la calle desde adentro de las rejas del antejardín de su casa, soñando con el mundo vedado. “Tras la negra reja del jardín, cuyos hierros rasgan un imprevisto cielo que vuela, yo quisiera también ser el transeúnte que saluda”.
A veces iba al cine del barrio, ya no en La Floresta, sino en su nueva casa en Florida Nueva, a cambiar cómics y ver los matinales de Joselito, Rocío Durcal y los Tres Chiflados. Luis Emilio Gaviria, patriarca de los Gaviria, médico y cineasta aficionado, compraba película en Duperly o en Movifoto para grabar primeras comuniones, cumpleaños, lugares de Liborina, navidades, viajes al Cauca. La familia entera se congregaba a verlas en una sábana blanca.
“Luego, como un castigo” llegó al Calasanz: “el pavoroso y bello afuera”. Tenía pocos amigos y se la pasaba jugando fútbol. En 1962, en los descansos de segundo de primaria solo se hablaba de los misiles que pronto caerían sobre Cuba, sobre nosotros. En su cabeza resonó con terror y promesa esa idea tan extraña: “el fin del mundo”.
En 1965 Víctor pasó del Calasanz a estudiar con los jesuitas: al que había sido el colegio de su papá y ahora era el de sus hermanos. Hacía menos de una década que el San Ignacio se había trasladado de la mansión gótica del centro a un potrero justo al lado del recién fundado Atanasio Girardot. Sobre el potrero, la firma Fajardo Vélez construyó una fortaleza modernista de enormes y oscuros pasillos.
Cada que podía estaba en las canchas. “Yo pensaba sólo en fútbol”. Era hincha del Medellín, como su papá. Su ídolo era Omar Oreste Corbatta: el arlequín. Extremo, antigua estrella de la selección argentina, bicampeón con Boca Juniors, Corbatta llegó a jugar al rojo en el ocaso de su carrera. “Se puso a beber y tuvo su bajón”, pero a veces se le veían destellos de la magia que vivía dentro de él. “Era un circo ver a ese man: tenía un chanfle tan hijueputa que hacía unos goles olímpicos cada rato”.
Con la plata que le sobró del remake de Buscando tréboles, Víctor regresaría a su colegio. “Tengo un guión”, le dijo a Andrés Upegui. Sería su tercera película, la primera con una estructura dramática, la primera con una producción compleja, la primera con actores naturales, y la única vez hasta el día de hoy en que Víctor mostraría algunas imágenes de su vida: La lupa del fin del mundo.
En ella un grupo de ignacianos recorren el desolado colegio mientras esperan el apocalipsis. “Yo creo que va a haber guerra. Mi papá dijo que de esta no se salvaba nadie”, le dice un muchacho a otro. “¿Aquí también?” “En todas partes”. Los adultos solo se entrevén por momentos para mostrar su poder. Las únicas mujeres son apenas sombras lejanas que lavan y lavan los pasillos del San Ignacio en silencio. La película sucede completamente en interiores del colegio o en un bus donde se ve una ciudad de mangas y edificios a medio terminar. En ninguna parte aparecen las inmensas canchas que tanto significaron para él.
El padre Luis Alberto Álvarez fue sonidista. Luis Fernando Calderón y Andrés Upegui, los asistentes de dirección; Calderón y Álvaro Ramírez fueron directores de fotografía, Rubén Darío Lotero, Raúl González y Dora Luz Echeverría, los utileros. Buena parte del equipo eran ignacianos. Su novia Noris Rodríguez hizo continuidad. Pilar Posada la música. Camilo Moreno fue fotofija. El productor, sin crédito, fue Upegui nuevamente: él, Calderón y Víctor consiguieron a los actores de un taller de actuación de la Piloto: a Juan Carlos, Manuel, Freddy, Ricardo, Federico, Nicolás y Nicolás.
Cuando les intentó mostrar por primera vez a los niños cómo actuar, se murieron de la risa. Rodaron en vacaciones, con el colegio vacío. Con frecuencia, Víctor se sentía frustrado con sus actuaciones. En un clásico gaviriano, los hacía repetir la escena una y otra y otra vez “no, espere, hermanito”, hasta que Upegui le decía que no más, que ya son las cinco de la tarde: si el plano no se hace ya, salga como salga, no se hará nunca más. Después de grabar “siempre, siempre”, salían a rumbear a la setenta.
Víctor era temblor en el San Ignacio. Ganaba con frecuencia el premio al mejor compañero y, en 1969, lideró la victoria de 4C sobre los de sexto en el torneo de extraclases. “Por eso es que pensaba solo en fútbol. Estaba ganando unos torneos los hijueputas”, me dijo Víctor más de cincuenta años después. Después escribiría:
“(La cancha:
muchachos sin sexo
que se odian
Fugaces abrazos
de sombras en la hierba)”
A los 11 se refugiaba con Isaza y Pedraza en los recovecos del tercer piso para tomar ron de una botella que Isaza había robado en la casa de una tía. Medio borrachos, los tres soñaban el mundo que amenazaba más allá del colegio y creían ver en esquinas y capillas, demonios y ánimas.
Un jueves después de clases, mamado del fútbol, terminó escabulléndose al auditorio. El cinemátografo zumbaba con Persona de Bergman. Estaba en sesión el cineclub Cine67, organizado por estudiantes, supervisado por jesuitas y probablemente el primer cineclub escolar de la ciudad. Las películas que presentaban no podían ser más vanguardistas: justo lo que El Colombiano prohibía, se le mostraba a los del San Ignacio y a las del Marymount, el Cefa, Bethlemitas, la Presentación. Había que pagar inscripción, pero Víctor entraba de colado. La selección era increíble: el Satiricón de Fellini, Antonioni, Costa-Gavras, Truffaut, Buñuel. Fue ahí que Víctor vio por primera vez Psicosis, a los Pájaros, a las Tribulaciones del estudiante Törless.
A cuarto llegó Alberto Quiroga, quien acababa de perder el año y ya había leído a Cortázar, a Vargas Llosa, a García Márquez. Víctor ni siquiera sabía quiénes eran. Se sentía intimidado por Quiroga, por los intelectuales de Cine67. Tal vez por esa presión le aceptó la invitación que le hizo su hermano Juan, quien ya andaba en la Nacional. Terminó asistiendo con él a grupos de estudio del Capital de Marx con la óptica de Zuleta. Pronto pasaba las tardes en casa de Quiroga leyendo a Freire, soñando la revolución.
Siguió a Quiroga a El Globo, el periódico mensual del colegio, fundado hacía años por un grupo de estudiantes como Luis Horacio Lora y Darío Jaramillo. Ahí conoció a Rubén Darío Lotero, un año por debajo de él. Lotero escribió una reseña de La madre de Gorki y un ensayo sobre la lectura y la escritura en las tesis maoístas. Víctor publicó varios cuentos sobre el Apocalipsis, sobre la evaporación del mundo y la gestación de uno nuevo. Fabiola y Emilio, sus padres, se divorciaron por esos años y Víctor se fue a vivir con su mamá y sus hermanos a un edificio “de juguete” en la calle Colombia, cerca al Calasanz.
Al final del año un profesor se ausentó de clases. Los ignacianos aprovecharon y voltearon a todo el salón: los pupitres, las sillas, el calendario. Quiroga colgó la caneca de un clavo y metió al cristo, volteado también, dentro. A su regreso el maestro estaba lívido. Los líderes de la revuelta, Víctor y Quiroga, fueron llevados a donde el rector: estaban expulsados.
Pero volvieron. En El Globo escribieron un texto “El cristo en la caneca”, que le daba un marco teórico al impulso del momento. Víctor era un deportista estrella, buen estudiante y cada mes izaba bandera. Arrepentidos, les permitieron seguir a quinto, donde llegó hasta la final de Coros y Conjuntos con una canción protesta, “existencial y política”, con Germán Beuth en la guitarra y un jesuita tocando el piano. Víctor escribió una obra de teatro revolucionaria, pérdida hasta en la memoria. Cansados de la quinta columna, los curas lo volvieron a sacar, esta vez de verdad. Víctor volvió al Calasanz. A la historiadora Susana Turbay le dijo que “Ya se habían olvidado de mí, pero yo no de ellos. […] No sabía si estaba en el pasado, o en el presente. Se me juntaron esos dos tiempos. Para mí los sitios del colegio tenían un significado sagrado, como lo tienen todos los sitios para uno cuando es pequeño, en la infancia. Si yo tengo algo de poeta, fue de ese momento”.
Nada de esto aparece en La lupa del fin del mundo. En vez de victorias en las canchas, hay muchachos temerosos que no salen de los pasillos: “Mira a López todavía estudiando”, comenta un niño de otro que no levanta la mirada de un libro. En una escena, dos conversan tras rejas de metal, pues uno de ellos fue encerrado por el padre Arteaga en el baño: “Hoy pusieron muchas tareas”, le dice el que está libre al prisionero.
La lupa es la historia de su hermano Luis Carlos. Tan brillante como competitivo, Luis Carlos pasó su juventud preparándose obsesivamente para quién sabe qué. De los mejores de su curso, Víctor lo veía día tras día “estudiar con una imperturbable desolación”. Era el ejemplo de la casa, el orgullo de su mamá. En un momento quiso ser cura, pero la familia no lo permitió. Antes de llegar a los 20 una mortaja pesada de cansancio empezó a acumularse en él. Entró a estudiar economía, donde su dedicación e inteligencia lo seleccionaron pronto para una beca en Harvard.
Allá no alcanzó a terminar el año. Volvió a la casa de su mamá. Atrapado en sí mismo, rehuyó ambiciones y afectos por un obsesivo presente. A veces salía a coger el bus de San Juan camino a la casa de Luis Horacio Lora, su último amigo. Solo la acera era real, todo lo demás lo superaba. “No me puedo pasar de 10 minutos”, le decía, “¿me entiende? Hoy es sábado y mañana es domingo y la semana entrante tengo unos proyectos. No me puedo pasar de 10 minutos”. Por algunos años conservaría algo de lucidez. Víctor escribió de él que “El corazón educado en el vacío durante años por una galería interminable de maestros y parientes, ahora se ensancha y se enamora del vacío”. Luis Carlos pasaría el resto de su vida en “Una casi noche de ánimo indiferente hacia los demás y estrictas cuentas para consigo”
Las películas de Víctor están llenas de niños invisibles. Niños que buscan tréboles, niños que matan y se matan, niñas que venden rosas, niños que corren por pasillos vacíos, niñas que sueñan un hogar, niños que buscan una batería, niños que quieren volar, niños que esperan el fin del mundo. “Cientos de manos de niños que me saludan/desde la sombra…”.
Toda su vida Víctor estuvo atrapado en contar historias de otros. Cuentos en los que la violencia repta por las vidas de sus personajes antes de doblar sus destinos. La lupa no es solo el comienzo de los tiempos modernos en nuestro cine: es una película sobre la niñez de Víctor, “sobre mi ser oscuro y malogrado”. Al final de La lupa, se escucha una canción compuesta por Víctor y Pilar Posada: “ahora desconfías de lo más cercano y no entiendes las palabras obvias en la mesa/escoges en la calle, la acera que se cuece al sol y caminas por ella persistente(pero dentro de ti hay una luz fría/pero dentro de ti hay una luz fría)”.
Yo, que también corrí por los pasillos del San Ignacio, que estuve en El Globo y que aceché los escondites de la biblioteca, veo momentos de inquietante mimesis con mi propia vida, como si estuviera viendo en la pantalla un espejismo del pasado. Es, otro clásico gaviriano, una historia de fantasmas.
La lupa fue elegida la mejor película del segundo y último festival de cine de súper 8 del Subterráneo. En unos meses, Víctor abandonó la universidad y empezó a pasar las tardes en Villa con San Juan, en casa de Luis Alberto, oyéndolo hablar de cine. Lo último que le dejó la de Antioquia fue conocer a Marcela Jaramillo en la biblioteca. Ambos eran monitores, ella estudiaba antropología y pronto conversaban horas y horas sin parar.
Una tarde de sus 13 años, jugaba fútbol en el parque cuando un grupo de vecinos de su edad llegaron cargando bandejas, joyas y cuchillería de la casa de cada quién. “Víctor vámonos”: se escaparían, irían a probar suerte a la costa. No pudo acompañarlos. Su siguiente película fue sobre ese deseo incompleto de huir. Con algunos de los mismos actores de La lupa y un equipo muy similar, hizo El vagón rojo, sobre un grupo de estudiantes que escapan de clases para ir al desguazadero del Ferrocarril de Antioquia donde sueñan otro lugar, otro mundo.
En casa de Luis Alberto, él y Luis Fernando Calderón le ayudaron a armar otra cinta más, El niño invisible: un par juegan a desaparecer hasta que uno muere extrañamente. El actor principal repite de La lupa y El vagón rojo. La dirección de fotografía, uno de sus primeros trabajos, la hizo Sergio Cabrera. Como Luis Alberto era tan gordo, apenas podía moverse por los escenarios o dirigir a los actores. Es una película tan etérea que se cae a pedazos.
La insatisfacción mutua por El niño invisible llevó a Víctor a decirle al cura que escribieran sobre la situación del cine en Colombia. El texto resultante, Las latas en el fondo del río, hace eco de los rollos perdidos de Camilo Correa. Ante la pregunta: “¿Pero por qué no hacen sus películas en Bogotá? Allá es más fácil todo.” Víctor y Luis Alberto exponen lo horrible del cine colombiano: las impostadas dramatizaciones, las endebles producciones, la falta de sentido artístico. Llaman, en vez, por un cine que observe con honestidad: “El cine colombiano se ha preocupado muy pocas veces por mirar a alguien en particular.” Un cine que deberá surgir, no en Bogotá, donde están los técnicos, los equipos y los profesionales, sino en donde la gente no tiene ni idea, dónde es posible experimentar: “El director de provincia sabe que algún día alguien lo sabrá hacer mejor que él, que la gente aprenderá a no avergonzarse de sí misma”.
Por las noches salía a “unas noches de fiesta extraordinarias” con Marcela Jaramillo y Álvaro Ramírez. Marcela nunca participó directamente en sus películas aunque ya amanecía en la vida de ambos algo que se consolidaría con los años: “era la productora de la vida de Víctor”. A Gonzalo Mejía lo conoció en un evento de jóvenes cineastas en el Museo de la Cera organizado por él. Gonzalo tenía una productora incipiente con Rodrigo Tamayo y varias películas encima. Juntos rodaron un año entero una historia demente de mafiosos, viejos, niños y jóvenes en el parque de la Floresta, la Jirafa en el parque. El actor principal era Ramiro Tejada, pero buena parte del equipo eran actores naturales, con los que los directores sufrieron bastante. “Rodábamos como un hijueputa”, me dijo Víctor. “Y todo el mundo tuvo que ver”. A veces, con su personalidad obsesiva y ritmos de trabajo enloquecidos, productores y colaboradores se desesperaban de trabajar junto a él. La jirafa no logró cuajar. Víctor decidió enterrar la película y con los años todas sus imágenes desaparecieron.
El fracaso no lo detuvo. Andrés Upegui se fue a vivir a Bogotá, a trabajar con Focine. En su nuevo puesto, Andrés conoció a otros provincianos que estaban haciendo cine: a Mayolo, a Elsa Vásquez, a un paisa que vivía en Bogotá y que soñaba ser fotógrafo, Rodrigo Lalinde. Cada que Víctor iba a la capital, “mantenía en casa de Andrés”. Fue ahí donde se le apareció un día Jorge Mario Álvarez, un hombre con años de experiencia trabajando en televisión. Él, como todos, había escuchado que un canal regional, Teleantioquia, estaba en el horizonte. Quería fundar una productora para anticiparse, por el arte y el negocio. La hermana de Jorge Mario metió plata y ella los presentó a Hugo Restrepo, Luz Elena Escobar y Héctor Tabares: los tres tenían plata, los tres estaban metidos con los mágicos. Luis Fernando Calderón fue a Panamá a comprar las cámaras a descuento y nombraron su productora Tiempos Modernos.
Una oleada de producciones siguió. Víctor dirigió el documental Poetas de Medellín, en la que Elkin Restrepo escribe estrofas en su oficina de la universidad, bohemios declaman en bares y el niño poeta Luis Eduardo Rendón juega Mario en la NES.
Nacida del fiasco de La Jirafa en el parque y de la mediación de Upegui en Focine, hizo Habitantes de la noche. Los “problemas técnicos” de los que Luis Alberto hablaba en el primer festival del Subterráneo tenían que ser cosa del pasado. Con Upegui, Calderón y Jorge Mario detrás de él, Víctor contó una historia de una gallada de muchachos que van a rescatar a un amigo en el sanatorio mental. Elsa Vásquez, del grupo de Cali, fue la montajista. La fotografía la hizo Enrique Forero, quien había trabajado con Andrés Caicedo en Angelita y Miguel Ángel, con la asistencia de Rodrigo Lalinde. Pero el primer plano, un túnel de luz al lado de un tenebroso hospital, es obra enteramente de Lalinde. “Me lo fajé”.
Basado en un cuento de Juan Diego Mejía, Víctor construyó La Vieja Guardia, una historia sobre jubilados del desaparecido Ferrocarril de Antioquia. Los actores fueron los mismos cuchos de La Jirafa en el parque y Gonzalo Mejía nuevamente el codirector. Lalinde fue por primera vez en su carrera el encargado de la fotografía. En ese momento todo se hacía con Kodak, pero Lalinde usó Fuji, porque tenían películas diseñadas para filmar en el trópico. Quería, en la medida de lo posible, hacerlo todo con luz natural y resaltar las sombras de los interiores y los abruptos contrastes del sol en Cisneros. Le encantaba trabajar con Víctor: “mi ideología era la irreverencia. Y Víctor era un nadie, estaba aprendiendo a hacer cine, estábamos aprendiendo los dos. Nos alimentamos mutuamente”. A Luis Alberto le encantó La vieja guardia. Escribe de Víctor que: “creemos que su aprendizaje básico ha terminado y que ya no es sólo un talento prometedor sino un realizador en forma”.
Teleantioquia se inauguró con una película suya, Que pase el aserrador, la historia de un hombre encantador que embauca a unos colonos franceses en una hacienda del Nus. Para esa película llegó a Tiempos Modernos Juan Guillermo Arredondo, El Chiqui, camaján, documentalista, y pronto el mejor amigo de Víctor. Con Teleantioquia emitiendo, la producción de no ficción de Tiempos Modernos se dispararía: el Tropical Circus, Juan Guillermo Rúa, Urabá hoy y una serie de documentales sobre campesinos e indígenas lideradas por Jorge Mario Álvarez y el Chiqui. Víctor contribuyó al principio con tres cortos sobre Carlos Vieco, Saturnino Ramírez y Fernando Botero.
Ese mismo año, Focine sacó una convocatoria para mediometrajes para televisión. Dos guiones de Tiempos Modernos ganaron: Los músicos, de Víctor, sobre un dúo de guitarras vagando por el Cauca, y una historia de muchachos de Laureles y sus novias de Andrés Upegui, Lugares comunes.
Uno de los actores de los músicos, el escritor Óscar Hernández, le dijo que tenía que conocer una historia: era sobre su nieto. Víctor se reunió con él en el parque de Itagüí y lo entrevistó durante 4 horas: de casi 100 que había en su gallada, solo quedaban 3. Los cassettes con la conversación se apilaban en su habitación y un día lo despertaron: se habían derrumbado como una pirámide de arena.
El mundo de su infancia ya no era. Había acabado de cumplir treinta años. La ciudad de Helí, los zardinos y flacas de sus barrios, eran ahora Medellín. Las montañas estaban cubiertas de tugurios, el río estaba muerto y cada esquina amenazaba. La guerra venía.
Quería hacer algo sobre los barrios de la montaña, sobre vidas que no eran suyas pero que casi podían serlo, sobre las palabras menores de vidas cortadas pronto. Un salvaje mierdero, pero uno en el que los muchachos hacían lo mismo que él: arte en medio del apocalipsis.
En las oficinas de Santa Gema de Tiempos Modernos se realizó una convocatoria para adolescentes de toda la ciudad para el casting de una serie llamada Décimo grado. Ahí conoció a Ramón Correa, quien escribía poemas y canciones de su vida en Villa Guadalupe. Décimo grado nunca se rodó en Medellín, sino en Bogotá. Ramón creyó que esos manes de Tiempos Modernos eran pura caspa. Hasta que a los meses, alguien lo estaba llamando. Era Víctor: “Nos ganamos un concurso de guión en Focine. Vamos a hacer una película titulada Rodrigo D”.
1. ¿Conoce usted a Ricardo Duque, Juan Carlos Restrepo, Nicolás Arteaga, Manuel, Freddy y Nicolás, los actores de La lupa del fin del mundo y algunas de las primeras producciones de Víctor Gaviria?
2. ¿Ha visto usted o tiene noticia de la existencia de alguna copia de La jirafa en el parque o El Hurón?
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