La envidia
por ISABEL BOTERO • Ilustración de Mónica Betancourt
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Número 147 Diciembre de 2025
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La noche se descuelga sobre la noche: una tela negra, pesada, sin brillo, sin luna, sin estrellas. Un viento glacial, empapado y sombrío sopla desde el páramo sobre la tierra seca, resquebrajada por tantos días sin agua. En esas montañas todos duermen. Hasta los insomnes duermen, cobijados hasta la cabeza, ateridos de frío. Los insectos nocturnos se han congelado, no chillan. La noche se esparce silenciosa por los caminos y los potreros donde los animales descansan; se desliza por los cultivos de papa, de cebolla, de maíz, de cebada. Se derrama entre los eucaliptos, oscurece el agua del embalse y ennegrece las buganvillas. Se cuela en las casas, en todas: las de ladrillo, las de tapia pisada, las de adobe crudo. Y no deja ver nada.
Si la oscuridad total existiera, estaría ahí, en ese cuarto al que ha entrado la noche. El aire está quieto, tibio, encerrado entre cuatro paredes sin pañetar, donde Rosa y Geranio duermen. Se escucha el silbido de sus respiraciones acompasadas. Ella abre los ojos. Poco a poco se acostumbra a la oscuridad, y la forma de las cosas se revela. No hace falta que mire el reloj, lo tiene pegado al cuerpo; desde niña se levanta a esa misma hora, aún de noche, para ordeñar las vacas.
Las vacas. Siempre las vacas. Cada amanecer, las vacas. De lunes a domingo, las vacas. A veces sueña que se resbalan hasta el bebedero y mueren ahogadas, o que las fulmina un rayo en una noche de tormenta. Es esclava de las vacas, y ellas, ahí, tan campantes, mascan y mascan, y la miran con sus ojos negros, redondos, imperturbables. Son una esclavitud, las vacas. Con la sequía el pasto se quema; con las heladas, también. Si no hay pasto, las vacas tienen poco que comer y se enflaquecen. Si llueve, hay que ordeñarlas bajo el agua; si cae granizo, bajo el granizo. Hay que ordeñarlas todos los santos días, llueva, truene o relampaguee, porque si no se les saca la leche les da mastitis; si les da mastitis, no dan leche; si no dan leche, no hay cuajada, ni mantequilla, ni café con leche, ni chocolate con leche, ni plata, porque sumando y sumando cantinas, la lechería les paga un cheque cada mes.
A veces quiere que se mueran, las vacas. Y aun así, las quiere. Las quiere y las envidia. Tienen una vida plácida, de yerba y sal. No necesitan techo ni abrigo, incluso pueden dormir de pie. A veces, las muy condenadas rompen el alambrado y se escapan, entonces le toca salir corriendo detrás de ellas.
Se quita de encima la cobija de lana pesada y sale de la cama sin hacer ruido, para dejar al marido dormir un rato más. Descorre las cortinas en un acto reflejo, porque sabe que sin luna la oscuridad es total. Las ventanas están empañadas por la neblina, las gotas se deslizan por el cristal y dibujan surcos. La humedad lo pudre todo y lo cubre de un moho verde y amarillo.
Rosa se recoge el pelo, hebras de petróleo, se pone las botas, se cuelga la ruana, agarra el balde y sale al ordeño. El viento del páramo arrecia. Camina por la hierba húmeda con la cabeza agachada, siguiendo la débil luz de la linterna. La nariz se le humedece. Las chicharras chillan enloquecidas y las luciérnagas son diminutos puntos de luz que saltan en la oscuridad. Se acerca al potrero. Al sentirla, las vacas comienzan a mugir. Amarra la primera, se sienta a su lado en un balde y con las dos manos aprieta los pezones de forma mecánica, con suavidad, velocidad, ritmo. El chorro caliente cae sonoro en el balde, el olor se eleva: es tibio, blanco. Repite la operación con las seis vacas y llena una cantina que deja en el camino para que la recoja el camión de la lechería, que pasa religiosamente a las seis y media de la mañana, cada bendito día del año menos los domingos.
Regresa a la casa y, con un fósforo, prende la leña del fogón. Calienta el agua para el café y la aguapanela. El chocolate es solo para los domingos, el único día en que sale de la cama cuando afuera ya hay luz. Acerca la mano para medir la temperatura del hierro y cuando siente que está caliente, pone a calentar las arepas y el caldo a hervir.
El ajetreo de ollas y utensilios despierta al marido. Se va directo al baño, se echa una palangana de agua fría encima y luego llega a la cocina. Geranio desayuna sin decir ni mu. Cuando termina, se pone las botas negras de caucho, se cuelga la ruana y se despide de Rosa con un beso en la mejilla. Afuera, la hierba cruje por la helada. Le cuesta encender la moto, pero al final arranca y desaparece, dejando un reguero de olor a gasolina.
Cuando deja de oír la moto de su marido, Rosa va hasta el cuarto de las gemelas y las despierta con caricias. Aunque el pan de leche está un poco tieso, la cuajada está fresca. Se beben rápido la aguapanela para que no se enfríe y llevan los platos a la poceta. Descuelgan los uniformes de las perchas y se visten, aletargadas, con la noche aún pegada a sus cuerpos. Rocío se desenreda el pelo con una peinilla y hace una bola con las hebras. Alba se hace una trenza gruesa y se pone cacao en los labios agrietados. Ya están listas. Se despiden de su mamá y salen. Las espera una hora de camino hasta Chivatota, donde tienen clases de refuerzo en el colegio porque ambas se quedaron habilitando inglés.
Rosa lava la cocina con el agua lluvia que tiene recogida en un tanque, y cuando termina hunde la cara en el agua fría. Se pone la ruana y sube por el atajo que lleva a la cima de la colina que está detrás de su casa. Hoy le toca ayudar a su mamá con las labores. Se las turnan entre ella y sus cuñadas. Después tiene que ir a fumigar la casita del colegio, antes de que llegue la nueva profesora. Cada año mandan a una distinta. La del año anterior era muy tiquismiquis y armaba un alboroto por cualquier cosa: una vez la llamó a medianoche para que le sacara una polilla de la casa.
La trocha es empinada, llena de guijarros sueltos y amor muerto, como le dicen al cardillo por esas tierras. Rosa sube con agilidad, un paso tras otro. Al llegar a la cima, se detiene y respira despacio para regular el bombeo del corazón. Desde la cima se puede ver el valle que se expande en forma de herradura y el pequeño pueblo de Tunza, bautizado así por los muiscas, tributarios del Señor de Iraca. Y delante de todo eso, el embalse, que sube y baja, brilla y se apaga; a veces es liso, otras veces corrugado, como la piel cuando se eriza con el viento. Azul petróleo, verde marino, negro carbón. Por la sequía, Rosa puede ver los pedazos de tierra amarilla que han aparecido y que se inundarán cuando llegue el invierno. Las aguas frías del embalse, de corrientes subterráneas, irrigan varios municipios y de ellas beben sus habitantes. También se han tragado los cuerpos de más de cincuenta personas, incluido su hermano menor.
Rosa avanza por caminos sin nombre, de tierra y piedras, escondidos en los recovecos de las montañas. Por los campos, a lado y lado, hay casas desperdigadas, casi todas de adobe y tapia pisada, donde los lugareños se levantan cada día a lidiar con la naturaleza. Rosa atraviesa los potreros a zancadas. Los conoce desde niña, se sabe cada ondulación, cada protuberancia. La hierba en algunas partes está tan crecida que le llega a las rodillas. Tras una colina, la casa de su hermano Crisantemo aparece. Todas las ventanas están cerradas; deduce que ha pasado otra noche de pesadilla. La morfina ya no le hace ni cosquillas. Antes de que su hermano enfermara, siempre pasaba a tomarse un café con él y aunque no hablaban mucho, se decían todo. No ha muerto, pero ya lo extraña. La enfermedad se lo ha llevado lejos, a una tierra perdida donde ya no puede alcanzarlo.
Sigue de largo y ve la casa de su madre unos trescientos metros más allá: es de ladrillo gris, con ventanas nuevas y una puerta de aluminio reluciente. En la entrada está Jacinta, su mamá, vestida con sudadera, ruana y pantuflas, tirando granos de maíz a las gallinas y polluelos que picotean entre cacareos.
—Buenos días, madrecita.
—Buenos días, sumercé.
Entran, el gato las sigue. La casa es amplia, con pocos muebles: solo una mesa de comedor con seis sillas de plástico y un sofá cama arrinconado. Hay cuatro habitaciones, todas con la puerta cerrada.
—¿Anoche sí pudo dormir?
—Más o menos, ya no tengo lado bueno. Si duermo de un lado, me duele; si duermo del otro, también.
Rosa se quita la ruana, se arremanga la camisa y lava la loza acumulada en la poceta.
—Este chorro ya ni presión tiene —dice Rosa mientras enjuaga una taza.
—Ayer Zaida se encaramó al tanque y me dijo que ya le queda menos de la mitad.
Rosa agarra la escoba y barre. Jacinta enciende un velón donde tiene una estampita de san Isidro, y la casa se va inundando de cuchicheos: Oh, san Isidro Labrador, patrono de los agricultores y protector de las cosechas, recurro a ti en este momento de necesidad. En este tiempo de sequía y falta de lluvia, te ruego que intercedas ante Dios para que nos envíe la bendición del agua.
Rosa trapea, lava unas sábanas percudidas, alimenta la marrana con sobras de verduras recogidas en una olleta abollada y prepara un sudado con muslos de gallina.
La olla pita. Rosa le saca el vapor, el olor se expande. La gata se acerca, maúlla.
—Ahí sí venís, ¡pedigüeña! —le dice, y le tira un pedazo de cuero.
Rosa baja el fuego de la olla, seca el mesón con un trapo y se pone la ruana.
—¿No se queda para almorzar?
—¿Y dejo al Geranio morirse de hambre?
Geranio está podando la acacia morada de la entrada de los Vargas cuando le suenan las tripas. Tiene un reloj suizo en el estómago: son las doce en punto. El sol está en el cenit. Apaga la podadora, la esconde detrás de un tronco y se sube en la moto. Deshace el camino que hizo en la madrugada, hasta que llega a su casa. Encuentra a Rosa en la cocina, en el mismo lugar donde la dejó al salir. Rosa le sirve un plato rebosante de arroz con carne sudada y papas saladas. Se cuentan las novedades que ha traído la mañana.
—Me encontré un ratón muerto en la casita del colegio. Había dejado unas rodajas de tomate con veneno y el desgraciado picó.
—Más bien mordió. ¿Cuándo llega la profe?
—Entre hoy y mañana. ¿Sí revisó los tanques?
—Sí, están casi llenos. Y quité las telarañas de la caseta.
Después de un café endulzado con panela, Geranio regresa a sus labores y Rosa a las suyas. A media tarde las gemelas vuelven del colegio, cansadas y hambrientas. Encuentran la comida en los platos, cubiertos con otros encima para protegerlos del frío y las moscas. Ninguna de las dos tiene ánimos de calentar el fogón y se comen el almuerzo frío.
Comienza a caer la tarde. Rosa regresa al potrero, les da sal a las vacas y, con un mazo, clava las estacas con el alambre un metro más lejos, para dejarles pasto nuevo. Se asoma por el granero, pero ni su comadre ni la niña andan por ahí. Carga dos baldes de agua del bebedero y regresa a la casa, donde sus hijas le ayudan a preparar la cena. Geranio se une a ellas, y juntos completan un pequeño pesebre encumbrado en la montaña.
*Este texto hace parte de La envidia, publicado por Seix Barral.



