Amores como el nuestro

por LUIS MIGUEL RIVAS • Ilustración de Cachorro

Número 147 Diciembre de 2025

Que don Efrem quisiera matarme porque dije que me gustaba Amores como el nuestro de Jerry Rivera me pareció un poco exagerado. Digo, está bien que uno sea salsero duro y todo, pero tampoco es para eliminar al que le gusta esa “melosería”, esa “porquería”, esa “salsa catre”, como gritó cuando empecé a cantar “Como los unicornios van desapareciendo, amar y ser amados es darse por completo”, luego de que me preguntó qué canciones me gustaban. Ese fue el segundo mayor susto que he pasado en la vida. Pero ni comparado con el primero, que fue un poco antes (porque los males, cuando llegan, vienen siempre juntos):

La noticia de la muerte de Yeni me había alborotado los recuerdos cuando creí que ya la había olvidado. Le mandé aquel salsaludo como una despedida: “Para Yeni, allá en el barrio que sabemos, para decirte que tu amor es un periódico de ayer…”, y después de eso, con el paso de los días, el despecho se me transformó en una nostalgia delgadita, una añoranza de ella sin que fuera ya ella porque sabía que no estaba, un dolorcito sin cuerpo, una pensadera linda con sonrisa y lágrimas a la vez.

Entonces fue cuando me dio por ponerme a oír salsa a toda hora. Había conseguido trabajo como mensajero en la oficina de unos ingenieros del centro y cuando llegaba a la casa prendía el equipo y de una ponía la emisora. El caso es que uno de esos días estoy pegado a la radio y después de La cuna blanca, que le dedicaban los de Guayabal La Raya a Morboloco, ese amigo que se fue sin decirnos adiós, oigo que Jairo Luis, el locutor, dice: “Para Manuel, el Muelas, en algún lugar de Envigado, mi cariño por ti alcanza hasta al otro mundo. De parte de Yeni”. ¿Será que escuché mal? ¿Se me estarán cruzando los cables?, pensé. Y para acabar de ajustar, enseguida Jairo Luis pone “Con la misma frialdad que tú me das, que me hace de ansiedad enloquecer… Pero yo seré un volcán y tú seguirás en hielo”, que era la canción que más le gustaba a Yeni, no sé por qué, porque para escarcha ella. De todas maneras, me tranquilicé pensando que eran pensamientos míos y me puse a pensar en otras cosas.

Fue por la época en que don Efrem se había encambuchado en una caleta por los lados de Santa Elena porque Moncada se amangualó con la policía y con los de la DEA para perseguirlo. El pueblo estaba calmado y en las fincas del patrón ya no se veían las fiestas con orquestas en vivo. Yo me la pasaba del trabajo pa la casa y de la casa pal trabajo y como había dejado el trago paraba de vez en cuando en la tienda de Huber a tomarme un tinto. Una noche, recostado en el mostrador, mientras revolvía el café con la cucharita, oí el hablado de tío jubilado de Jairo Luis saliendo de los bafles, otra vez dizque: “Para Manuel, el Muelas, ni en otro mundo podré olvidarme de tu cariño. De parte de Yeni”. Me quedé mirando el techo, paralizado, como si hubiera caído sin aviso en un capítulo de Dimensión desconocida. Cuando al fin pude reaccionar pensé: Hay tres opciones:

  1. Me está enfermando tanto recuerdo de Yeni mezclado con tanta Latina Stereo.
  2. Hay otra Yeni que está viva y otro Manuel el Muelas que vive en Envigado.
  3. Yeni me sigue chimbiando la vida después de muerta.

No pude llegar a ninguna conclusión y decidí no sintonizar más la emisora para evitar malos entendidos. Pero como igual no quería dejar de pensar bonito en la difunta le pedí a un ventero pirata de por mi trabajo que me recomendara unos cidís de salsa, y ahí fue cuando me pasó dos de Jerry Rivera, uno de Eddie Santiago y otro de Willie González. Por la noche cuando llegué a la casa los puse y me gustaron: me hacían recordar a Yeni de lejos porque siendo salsa no eran la salsa de ella. Y según don Efrem, ni salsa eran.

Al son de “Tú me haces falta por el recuerdo de lo vivido, tú me haces falta desde el momento en que di contigo” y “Qué hay de malo en amar, qué hay de malo en sentir, qué hay de malo en ser joven y vivir”, me fui olvidando de los salsaludos de mi desgracia mientras sentía a una Yeni vaporosa que me acompañaba sin asustarme.

Una tarde que andaba por el barrio El Trianón llevando unas facturas me encuentro con Héctor Portela, que me saluda entre cariñoso y admirado:

—Siempre fue que te volviste salsero, ¿no? Y además tremendo galán, ya te mandan mensajes y todo en Latina —me fue diciendo.

—Cómo así.

—¿Vas a decir que no lo escuchaste? Que para Manuel, el Muelas, que eres inolvidable o no sé qué vaina, de una pelada que no me acuerdo el nombre.

Todo el pánico que había tapado con la cortina de no pararle bolas a las cosas salió de sopetón y me pareció ver a la muerta haciéndome señas detrás de la espalda de Portela. Me despedí de afán y salí volado para la tienda de Huber y pedí un aguardiente doble que me entró como un remedio. Lo mejor de dejar el trago son las recaídas, pensé respirando hondo y pedí otro. Desde ese momento cada vez que me agarraba el terror de estarme enloqueciendo me tomaba unos tragos que me suavizaban el mundo. Voy otra vez para el desbarrancadero, pensaba, y después me decía que pa enloquecerme sin meterle nada a la cabeza al menos me enloquecía calmándome.

Un sábado estaba en la sala de la casa sorbiéndome un ron cuando siento el retumbar de la puerta con tremendos golpazos y una voz escandalosa: “Manolo, Manolo, Manolo”. Salté hasta la ventana, corrí la cortina y vi a la Monja en el umbral frotándose las manos. Me pareció raro que me buscara porque siendo de los duros del patrón era uno el que siempre tenía que buscarlo a él si necesitaba algo. Abrí.

—¿Estás bien? —dijo apenas me vio.

Me extrañó la pregunta, aunque sabía que muy buena presencia no tenía. Moví la cabeza arriba y abajo.

—¿Seguro?

—Sí.

—Usted oye Latina, ¿cierto?

Me volví a extrañar, pero no me dio tiempo de responderle porque de una se fue entrando sin pedir permiso. Sirvió un trago doble de la botella que ya estaba por acabarse. Se lo tomó, me sirvió uno como si fuera la botella de él y me lo extendió.

—¿Usted cree en espantos? —me miró fijo.

Debí haber puesto cara de tremendo terror porque soltó una carcajada y me puso la mano en el hombro.

—Venga, hermano, que vine por usted porque el patrón quiere verlo.

Yo no entendía nada, pero salí con él. Ustedes saben lo que significaba en esa época que el patrón lo mandara a llamar a uno así uno no hubiera hecho nada.

—Estese tranquilo que en el camino le explico.

Me puso una venda en los ojos y me mandó a tirarme en la banca de atrás del carro para que nadie me viera. Arrancamos y en medio del ajonjoleo de las curvas y trochas me fue contando el asunto.

Todo ocurrió por el puro desparche y por la locura que le había agarrado al patrón. Cuando don Efrem mandó a matar a Yeni ya andaba encaletado. En esa covacha se la pasaba dando órdenes por el radioteléfono y, sobre todo, escuchando la emisora. Con tanta oidera de canciones y sin nada más que hacer que estar escondido se puso a pensar y a pensar, y terminó pensando que lo más importante que le había pasado en la vida eran la salsa y Yeni, que eran casi la misma cosa. Escuchaba en Sentimiento Latino a Richie Ray y Bobby Cruz y se acordaba de Yeni a su lado en el concierto del Madison Escuar Garden, ponían canciones de Celia Cruz y Óscar de León y se acordaba de Yeni bailando en el Maiami Arena, sonaba Niche en cualquier programa y se acordaba de la noche que la conoció. Y así se dio cuenta, ya muy tarde y con pena, de la brutalidad que había cometido: “Yo cómo es que no mandé matar más bien a ese noviecito en vez de a ella”, dijo, y se puso a llorar.

Por eso la tarde en que escuchó: “Para Yeni, en el barrio que ya sabemos… De parte de Manuel, el Muelas”, se le descompuso la cabeza y se enfureció de celos retroactivos. De una mandó llamar a la Monja y le dijo que fuera a averiguar en la emisora quién era el tal Manuel para que se lo pasara al papayo. La Monja oyó el nombre y abrió los ojos grandes:

—No, patrón, ese es un pelao sano, conocido mío, fue el que la llevó a la fiesta donde usted la conoció.

Y don Efrem, que cuando cogía impulso pa la maldad ya no había quién lo parara, dijo:

—Bueno, de todas maneras búsqueme al novio verdadero y me lo mata y a ese otro pelao por lo menos le pegamos un susto bien verraco por enamoradizo y güevón.

—Pero patrón, con esta situación no estamos para andar por ahí banderiándonos con amenazas a chichipatos.

—Quién le está pidiendo su opinión, hijueputa —gritó don Efrem, energúmeno, como se ponía cuando le llevaban la contraria.

Al rato se calmó, pensó un rato y dijo:

—Ya ve que hasta razón tenés.

Pero ya se había aventado por el tobogán de sus retorcimientos y no tenía reversa:

—Bueno, no me lo amenace, pero entonces hagámosle algún daño o algo porque eso no se puede quedar así.

La Monja no supo responder y solo dijo que lo mejor era dejar quieto al pelao.

—Yo sí estoy rodeado es de hijueputas nenas —volvió a gritar el patrón y de un momento a otro se le iluminó el rostro—. Llámeme a Mario que ese es el único medio inteligente que hay en este corral de tarúpidos.

La Monja contactó por el radioteléfono a Mario Hurtado, el asesor cultural. Don Efrem le resumió la historia y al final preguntó con voz de niño malicioso:

—¿Cómo le meto un susto bien verraco a alguien sin tener que ir hasta donde está?

Mario carraspeó y se demoró un rato en contestar.

—Bueno, don Efrem… Se me ocurre que si a usted lo que le dieron celos fueron las palabras, asústelo con palabras.

—Usted sabe que yo no soy de amenazar con palabras. Yo lo saco es prendido.

—No, no se trata de amenazarlo. Coja un papel y un lápiz y anote lo que le voy a decir.

La Monja le trajo una hoja de cuaderno escolar y un lapicero Kilométrico, y don Efrem anotó lo que le dictó el asesor: “Para Manuel, el Muelas, en algún lugar de Envigado. Mi cariño por ti alcanza hasta al otro mundo. De parte de Yeni”, “Para Manuel, el Muelas, ni en otro mundo podré olvidarme de tu cariño…”, y otras cosas por el estilo.

—Si el muchacho oye la emisora y escucha estos mensajes se va a pegar un susto peor que si usted lo amenaza de muerte —concluyó Mario.

—Hombre, usted sí es un verraco pa la maldad —dijo don Efrem, y colgó sin despedirse.

Le encargó a uno de sus lavaperros que llevara cada tanto un papelito a la emisora, advirtiendo que era un encargo del patrón. Luego del tercer o cuarto mensaje se le alborotó el ocio pernicioso y le ordenó a la Monja que fuera a ver cómo estaba el pelao y que se lo llevara a la caleta porque para qué pegarle un susto a una persona si uno no la ve asustada. Así fue como de la mano de la Monja me encontré por segunda vez con el patrón en carne y hueso y tuve el segundo susto más grande de mi vida.

Cuando llegamos a la caleta nos estaba esperando sentado en una mecedora de mimbre con el radio al lado, sobre una mesita redonda. Apenas me vio la presencia achicopalada y el terror concentrado en la cara se puso contento, levantó el vaso de whisky como celebrando la coronada de un viaje y me miró con una sonrisa filosa, susquiniada. Mandó que me sirvieran un whisky, que me bogué de un trago, y me preguntó lo que ya tenía recontrasabido: que si yo era amigo de Yeni. Le dije que sí, pero que no la volví a ver desde que se había juntado con él.

—Ah, sí, es que ella desde que nos cuadramos se volvió muy casera.

Me preguntó que dónde la había conocido y todas esas cosas, y cuando fuimos entrando en confianza y la cara mala se le relajó, se puso a hablar de los álbumes que oía con ella y de la emisora y las orquestas, y me preguntó qué canción era la que más me gustaba y como yo estaba entre prendido y asustado empecé a cantar lo primero que se me vino a la cabeza: “Como los unicornios van desapareciendo amar y ser amado es darse por completo…”. Y no fue sino empezar a cantar y la cara de don Efrem encenderse y la nariz arrejuntársele con las cejas en una rabia chiquita y reconcentrada y se puso a gritar que cómo se me ocurría insultarlo en su propia casa y empantanar la memoria de Yeni con esa bazofia, con esa melosería, con esa porquería de música y ahí fue cuando sacó el revólver y me apuntó a la cabeza. Oí la voz de la Monja: “Cálmese, patrón, que vea que el pelao no tiene la culpa de ser tan marrano”. Entonces sonó un disparo. Me vi cayendo en las baldosas con un chorrito de sangre saliéndome de la frente.

Pero no me caí. Lo que siguió fue un zaperoco de ruidos de motores y metales y detonaciones y botas pisando duro y el grito de uno de los trabajadores de don Efrem: “¡Salida, salida!”. El patrón alcanzó a coger un maletín y el guardaespaldas lo guio hasta una puertica camuflada que había en la pared del fondo. La Monja me agarró del brazo y me arrastró detrás de ellos. Salimos a un barranco y después a una bodega donde había una camioneta Bronco llanta balón. Don Efrem se montó adelante y la Monja me embutió con él en la banca de atrás. Arrancamos a toda velocidad por esas carreteras estrechas y curviadas de Santa Elena. El patrón le iba señalando al chofer por dónde ir mientras putiaba a la Monja por no haberse fijado si lo estaban siguiendo mientras venía con ese malparidito que vino a traer la desgracia. En una de esas voltió para mirar a la Monja y cuando me vio se puso rojo como un tomate.

—¡¿Y qué hace este pelafustán aquí?! Tíremelo del carro ahora que está vivo si no quiere que yo lo tire muerto — gritó con la cara brotada.

La Monja abrió la puerta.

—Ahí perdona, hermano —dijo y me empujó.

Caí peloteándome y cuando me empecé a parar para mirarme los raspones vi que la camioneta volvía en reversa. Paró a mi lado y don Efrem sacó la cabeza por la ventanilla con la mano estirada. Hasta aquí llegué, pensé.

—Vea, pa que aprenda a oír música de verdad, triplehijueputa. —tiró un cidí y arrancaron con las llantas chirriando.

Me sacudí el polvo y levanté la cajita, que había quedado al borde de la vía. La carátula tenía el dibujo de una morena deshaciéndose de a poquitos en verde y amarillo y al lado derecho, en letras de colores como de niño de escuela, decía “Picadillo a la criolla”, y más abajo dos palabras más grandes y mejor escritas: “Lebron Brothers”. De lo colorido uno hasta oía la música. Caminé por el borde de la carretera mirando la carátula y sin darme cuenta empezó a sonarme un ritmito en la cabeza y cuando menos pensé ya estaba cantando: “Como los unicornios van desapareciendo, amar y ser amado es darse por completo, un amor como el nuestro no puede morir jamáaaas”.

*Este texto hace parte de la publicación 40 DE VOLUMEN que celebra los 40 años de la emisora de salsa Latina Stereo.