El Chino en el club Maracaibo. Fotografía de Juan Fernando Ospina.
Pablo Escobar es un aparecido, un fantasma que asoma donde menos se piensa.
En recuerdos inesperados y cuartos oscuros. El Chino fue el fotógrafo personal del capo y guarda un detrás de cámaras que logra detener una época de la ciudad.
Revelaciones y partidas de la mafia entre blancas y negras.
Las jugadas del Maracaibo
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Por ALFONSO BUITRAGO LONDOÑO
Fotografías de El Chino
Mis encuentros repetidos con el Chino sucedían vía mensajes de WhatsApp y visitas al Club Maracaibo, ahora ubicado en el Pasaje La Bastilla, un centro de la ciudad. El lugar todavía conserva algo de la fama que conquistó su fundador, Arcadio Zuluaga, un santuariano que se vestía de traje de paño, de pocas palabras y disciplina religiosa. A principios de los años sesenta del siglo pasado, Arcadio montó un negocio para jugar billar en la calle Maracaibo, en el segundo piso de un local ubicado entre Junín y Palacé, y lo llamó “club” para darle categoría y seleccionar a la clientela.
Durante esos primeros años, el fervor por ese juego enigmático devino en ludopatía para algunos y en sueños de gloria para otros, que día y noche competían por convertirse en las mentes más brillantes de la región. El lugar se llenaba de universitarios, comerciantes, empresarios, quienes forjaban sus pequeñas leyendas personales sentados por horas frente a los tableros, rodeados de curiosos, chismosos y patos que “prendían la radio” con comentarios y chistes sobre las habilidades y las intimidades de los jugadores, conocidas en las noches cuando el aguardiente les quitaba la lucidez. Competían con las fichas y la lengua. Los que perdían en el juego se nivelaban más tarde exponiendo las miserias de sus contrincantes. No hay historia de ajedrecista asiduo al Maracaibo, sea aficionado o profesional, que se limite a su técnica y sus partidas. El ajedrez expone la mente y descubre las entrañas. En los tableros apenas se jugaban los primeros tiempos de unos combates que podían dejar algunas cicatrices o vidas destrozadas. Avaros, bohemios y estafadores; mediocres, vagos y despilfarradores; sibaritas, suertudos y desgraciados; engreídos, malgeniados y verdaderos hijos de puta compartían por igual con abstemios, pródigos e intelectuales; emprendedores, trabajadores y humildes; afables, ilusos y buenos de espíritu, en síntesis, todo un enjambre de temperamentos y personalidades que confluían en aquella arcadia encomendada a la diosa Caissa.
Entre bromas y provocaciones surgían peleas y enemistades a muerte. Arcadio imponía orden y vetos cuando los jaques verbales amenazaban el prestigio que el mismo ajedrez le daba al lugar. Organizaba torneos anuales y las paredes del local se fueron convirtiendo en una galería fotográfica de las figuras descollantes. En 1968 ya aparecían en los cuadros enmarcados maestros como Carlos Cuartas, Emilio Caro, Tirso Castrillón, todos con la mirada fija en las fichas, vestidos de saco y corbata. El pintor Federico Vargas, ya fallecido, inmortalizó al óleo los rostros de Wilhelm Steinitz, Emanuel Lasker, Paul Morphy, José Raúl Capablanca y Alexander Alekhine, legendarios del juego y siempre presentes en las listas de los mejores jugadores de la historia, entreverados con un reloj con rostro de demonio y reyes y caballos negros y blancos con formas fantasmagóricas. Y le dedicó una pintura en solitario a Bobby Fischer, el mítico campeón norteamericano, sentado frente a un tablero servido para iniciar una partida. Fischer está ladeado y con la mirada sobre las fichas blancas sin mover y quien mira el cuadro tiene la sensación de ser el adversario. Esa pintura —que hoy está a la entrada del nuevo local— encabezaba una de las paredes del espacio que en el Maracaibo pasó a conocerse como Salón Fischer.
En esos primeros años de los setenta, de la mano de Israel Santamaría, comenzó la partida del Chino con el ajedrez. Leía las columnas de Emilio Caro en El Colombiano y siguió con interés deportivo y político las movidas de Fischer y Spassky, que amenazaban con sacudir la rigidez de los bloques de la Guerra Fría y habían despertado un entusiasmo inédito por el juego en medio mundo. Luego de ver al maestro Gildardo García convertirse en campeón nacional por primera vez en 1977 —de quien se haría amigo y despediría de esta vida en enero de 2021 a causa del covid—, ese ambiente del Maracaibo lo acogió como a un peón más; era un lugar en el que podía jugar, al mismo tiempo, del lado de las blancas y de las negras, con la luminosidad de la amistad y la oscuridad de las mezquindades, donde podía probar su agilidad mental y batirse en duelo sin necesidad de ser comprendido.
Partida entre Georgy Agzamov y Gildardo García con el concurso del maestro Tamaz Georgadze.
Se hizo un lugar entre un grupo de amigos que se enemistaban en el tablero, pero volvían a unirse en torno a la bohemia y a cierto desprecio por las malas partidas que les había jugado la vida. Eran los que alargaban la hora de cierre del estricto de Arcadio y después seguían bebiendo en bares del Centro y desafiaban las madrugadas de una ciudad que todavía se acostaba muy temprano. En el Cañaveral, un bar restaurante en los bajos del edificio Álvarez Santamaría, conocido como el Portacomidas, en la Plazuela Nutibara; luego se iban para el Chihuan, en la Avenida Primero de Mayo, hasta las cuatro de la mañana; de ahí cogían para el Jay Alai, en Maturín con Palacé, hasta el amanecer; y terminaban en El Académico, al frente de la Clínica Medellín en Maracaibo, en un tercer piso, donde remataban jugando billar y ajedrez cagados de la borrachera.
En sus mensajes de texto, el Chino me escribía: “Éramos unos bárbaros; me iba para la casa por ahí a las ocho de la mañana a dormir y cuando regresaba al Maracaibo, al atardecer, muchos de esos degenerados seguían bebiendo y jugando totalmente borrachos y amanecidos. Éramos una tenebrosa horda de recagadas de entre diez y veinte ajedrecistas y billaristas… No perdonábamos ni siquiera los domingos; la rumba era permanente y sin pausa”.
Aunque nunca fue un jugador destacado, el Chino se sentía cómodo como testigo y animador del tablero social y cultural del Maracaibo, entre tintos, billares y aguardientes, rodeado de gente inteligente y rara de todas las clases sociales. Le gustaba trenzarse en combates lúdicos para escapar a los de la vida diaria, podía pasar inadvertido y, al mismo tiempo, arriesgar con distintas posiciones: saltar en L de mesa en mesa, apreciando las partidas, fotografiando y trabando amistad con las leyendas antioqueñas, o convertirse en un embriagado alfil a quien tenían que echar del local antes de que hiciera saltar por los aires las fichas o intentara destronar a botellazos cualquiera que se atreviera a desafiarlo. El Chino aprendió a ver el mundo con ojos de ajedrecista y a moverse entre ataques, trampas y emboscadas sin perder su lugar.
A finales de los setenta su carrera en la universidad ya se había truncado, su militancia en el M-19 lo llevó a ser parte de una célula guerrillera, lo que le había traído problemas con las autoridades. Mientras tanto ejercía un oficio de fotógrafo de eventos sociales que no consideraba acorde con su capacidad intelectual. Pero pronto se reencontraría con su antiguo compañero del Liceo Antioqueño, que en esos años se había enriquecido hasta un límite que nadie sospechaba y estaba a punto de proclamarse capo de una organización criminal denominada Cartel de Medellín.
En las historias nostálgicas que rememoran la época dorada del Maracaibo hay cierta amnesia que nubla la presencia que tuvo la mafia en los paños y en los tableros a finales de los setenta y comienzos de los años ochenta; una fuerza subterránea que corría como fantasma, de boca en boca, por esa cocina de chismes ajedrecísticos y hacía su aparición en las extraordinarias celebraciones de fin de año, con remate garantizado en el Grill Lucky 77, discoteca de lujos y peligros frecuentada por “mágicos” como los hermanos Octavio y Mario Piedrahíta Tabares, que del barrio Villahermosa y de manejar taxis pasaron a ser accionistas de los equipos de fútbol Deportivo Pereira y Atlético Nacional.
Octavio, “el más osado y peligroso de todos”, como lo retrata Fabio Castillo en Los jinetes de la cocaína, era dueño de fincas, balnearios, estaderos, parqueaderos y locales, abundancia de la que participaban sus hermanos. Mario, Javier, Orlando y Giovany Piedrahíta fueron clientes asiduos de las mesas de billar del Maracaibo, por lo menos desde 1977, cuando ya a Mario le decían el Patrón y andaba con un séquito de ayudantes, el Cabezón, Tyron, Luis Carlos Ramírez, quienes lo acompañaban de fiesta por las discotecas de renombre de la época, como Kevin’s y Acuarius, y remataban en la madrugada en antros de putas y traquetos, como La Manzana de Eva y La Estrella del Sur, a los que llamaban “La vida no vale nada”.
Salón Fischer previo a campeonato de ajedrez.
A Mario no le gustaba tocar los billetes, cuando tenía que recibir alguno sacaba una servilleta para envolverlos y sus amigos de confianza le cargaban una manicartera repleta de fajos. Necesitado de invertir el dinero de la cocaína que los Piedrahíta exportaban por toneladas a Estados Unidos empezó a tentar a Arcadio con la compra del negocio. El viejo santuariano, apegado a las normas, musitaba detrás de la barra que ese dinero “era maldito” e intentaba esquivar la insistencia del mafioso. En 1982, el año en que el poder de Pablo Escobar y del Cartel de Medellín ascendió por los peldaños de la política con su campaña al Congreso, Mario finalmente compró el Maracaibo. Arcadio, sin ganas de vender, pidió una cantidad desbordada, como era usual que se hiciera con los narcos conocidos, que le fue entregada sin chistar. En esos años ochenta, la rebeldía y agitada peligrosidad de los Piedrahíta los llevó a sufrir atentados, secuestros y asesinatos en sus enfrentamientos con Escobar y otros capos del Cartel. Mario sobrevivió arruinado y con las manos vacías. Los ajedrecistas y billaristas que permanecieron fieles al local fueron agregando a sus memorias versiones diferentes de los asesinatos y desgracias de la gente que le cambió la fama al lugar.
Con el dinero de la mafia el viejo Arcadio abrió otro club de ajedrez al que puso Philidor, en honor a François-André Danican Philidor (1726-1795), músico y ajedrecista francés que dominó los tableros de París y Londres en la época de la Revolución Francesa, conocido también por su frase revolucionaria: “Los peones son el alma del juego”. Los clientes del Maracaibo que advirtieron el destino enrevesado que le esperaba al viejo club se fueron para el Philidor. Arcadio vivió hasta mediados de los noventa y el negocio aguantó unos años más hasta ya entrada la primera década del nuevo siglo, cuando cerró sus puertas.
En la era de los Piedrahíta, con Mario al mando detrás del mostrador, y con sus hermanos Javier y Giovany de ayudantes, los billaristas tomaron el control del Maracaibo. Cambio de astucias, habilidades y trucos en el campo de juego donde ahora imponían las reglas los que tenían plata. Los billaristas no eran simples vagos ni viciosos, como suele pensarse, y se tomaban su juego en serio. Sabían de la importancia de la precisión para jugar a tres bandas y, al mismo tiempo, dejar al enemigo en una situación complicada. En el Salón Fischer del tercer piso se continuaron celebrando torneos anuales de ajedrez, mientras en el segundo se repartían carambolas y billetes, y se celebraban las jugadas maestras de los nuevos dueños. El Chino, siempre inquieto, alternaba con amigos en los dos niveles y ya ungido como fotógrafo personal de Pablo Escobar empezó a ser conocido como el “narcofotógrafo”. Un apodo del que nunca renegaría.
A las afueras del Maracaibo, al finalizar las fiestas, había carros fletados para llevar a quien quisiera a Lucky 77. El Chino recuerda, en sus mensajes de texto, que “se hacía un torneo interno de billar, cuyo remate era una fiesta, recuerdo una de ellas en Lucky 77, contó con dos orquestas y el show de los Hermanos Monroy y nos atendieron con aguardiente, ron, whisky y otros licores, lo que quisiéramos, y una cena a medianoche. La fiesta empezó a las 7 p. m. y se prolongó hasta las 9 a. m. del día siguiente. Esa fue la mejor de todas, pero hubo otras también muy buenas. En una de esas fiestas, que se realizó en el Salón Fischer, me sacaron, porque borracho, a la 1 p. m., estrellé un vaso contra la mesa y me vetaron por un buen tiempo. A mí me vetaban a cada momento por recagada. Amanecí más de quince veces en penitenciarías por los recurrentes escándalos que armaba”.
Judith Polgar en la Liga de Ajedrez de Antioquia.
A pesar de las muchas veces que fue expulsado y su presencia vetada, su aura de fotógrafo personal de Escobar hacía que volvieran a recibirlo, una y otra vez. No importaba cuántas veces la cagara, nadie quería perder esa ventana privilegiada a la leyenda que florecía en la Hacienda Nápoles, en los barrios populares de canchas iluminadas y en las celebraciones familiares de los Escobar y de la familia de Victoria Eugenia Henao, la esposa de Pablo. Esas fotos de animales exóticos, mítines políticos, festejos y reuniones en el Magdalena Medio que el Chino cargaba encima lo hacían intocable. Tenía licencia para portarse mal.
Adquirió liderazgo y su carácter se tornó logístico: dirigía un equipo de fútbol patrocinado por el club, tomaba las fotos de las competencias de ajedrez y en 1987 organizó, con el excampeón departamental Javier Gutiérrez Duque y con el historiador Gonzalo Gutiérrez, dos torneos consecutivos, en septiembre y octubre, uno por las bodas de plata del Maracaibo y otro en honor a Carlos López, amigo ajedrecista, antropólogo y profesor de la Universidad de Antioquia quien cayó asesinado días después del ajusticiamiento del médico Héctor Abad Gómez en la arremetida paramilitar contra los militantes de izquierda.
Más tarde, en 1996, el Chino sería el fotógrafo oficial de dos campeonatos mundiales celebrados en Medellín, el XXXV World Junior Chess Championship y el XIII World Girls Chess Championship, organizados por el intelectual Darío Valencia Restrepo, profundo conocedor del juego y de su historia, quien tuvo que viajar a un campeonato en Siófok, Hungría, para convencer a las representaciones europeas de venir a la capital del narcotráfico. Dio discursos, habló con jugadores y dirigentes y ofreció un premio de diez mil dólares para los ganadores en masculino y femenino y finalmente asistieron representantes de 49 países. El campeonato contó con un libro oficial con fotos del Chino y una selección de las principales partidas comentada por Boris de Greiff.
A nuestros encuentros en el nuevo Maracaibo del Pasaje La Bastilla, el Chino solía invitar a algunos de sus amigos cercanos de varias épocas, con la idea de recordar e ir contando en compañía anécdotas de su vida, aguardiente tras aguardiente. Es un local enorme, de dos pisos, en el que cabría un supermercado de tamaño medio, que pertenece a Alberto Baena, conocido como “el zar de los billares”. Se accede por un costado a través de una escalera estrecha que conduce al segundo y tercer piso. Conserva la misma disposición heredada de Arcadio: el piso inferior repleto de mesas de billar y en el superior el Salón Fischer y una docena de mesas de ajedrez. En la parte posterior se alza una chimenea de ladrillo, seguramente de una antigua fábrica, que acentúa el hollín de la nostalgia. En las mesas, de madera robusta, con las tapas pintadas con escaques blancos y verdes, algunas parejas, de pelos mustios, disputan partidas y otros tantos clientes, dispersos en el amplio espacio, beben y manotean. Parece el salón de juegos de un hogar de jubilados.
En una conversación con Édgar Cano, ajedrecista de familia y jubilado de las Empresas Públicas, un hombrecito delgado y macizo, moreno y con cara de obrero, compañero del Chino en el Liceo Antioqueño; con Javier Gutiérrez, abogado y negociante, a quien sus compañeros de mesa tildan de ser el dueño del veinte por ciento de Santa Fe de Antioquia, un hombre de contextura media, de tez blanca, con un maletín de cuero siempre en la mano, también ajedrecista y compañero de las rodadas del Chino; y con Gonzalo Berrío, el ilustre embolador del Maracaibo, sueltan las lenguas y se aclaran las gargantas.
—Mario fungía como el dueño del Maracaibo, iba todos los días; tenía un administrador que era Jairo Meneses —dice el Chino con el primer guaro.
—Los hermanos Giovany y Javier le ayudaban. Mario Piedrahíta le daba la mano a alguien y le digo pues que aprieta más un zancudo, apenas la ponía y se iba para el baño a lavárselas durante veinte minutos —apunta Javier Gutiérrez, quien se apega a su cerveza.
—Y subía las escalas del Maracaibo recogiendo papelitos; tenía un baño privado y un vaso exclusivo para tomar café. Y tenía pelo escaso y se hacía peluquear cada ocho días —dice el Chino.
—Hay manes ridículos —remata Édgar Cano.
—Octavio Piedrahíta nunca iba, era mala gente dentro de la mafia y lo mataron rápido. Un día su hermano Javier se fue a comer chuzo con una de las meseras y estando allá pasaron unos pillos en una moto, lo identificaron y lo mataron. Y Giovany tuvo una discusión con un trabajador en el estadero La Clarita y lo mataron en la barra —dice Javier con seguridad de archivador.
El Chino en compañía de sus amigos ajedrecistas.
—Ve, este Édgar Cano, cuando estudiaba en el Paralelo con Pablo, tenía un club literario y el presidente era Gustavo Gaviria, el primo de Pablo —dice el Chino, quien con cada aguardiente introduce una nueva historia y se empieza a desgonzar lentamente en su silla.
—Yo era el secretario y Pablo era vocal —dice Édgar Cano.
—Este Cano escribió un cuento que se titulaba El zapador y Pablo escribió uno titulado El refugiado… —dice el Chino.
—Lo más bacano era que el de Pablo decía: “Basado en la obra de Stefan Zweig”, ¡ay, Pablito! Era hasta charro ese güevón. A mí me tocó leerlo, lo puedo transcribir, porque lo tengo en mi cabeza. Pablo leía a Stefan Zweig y a Gustavo Aldolfo Bécquer, también escuchaba mucha música, de Roberto Ledesma y Javier Solís, porque ambos estábamos enamorados, él de la Tata y yo de Elsy —dice Édgar Cano.
—La famosa biografía de Maria Antonieta se la leyó cuando estaba en bachillerato y, después, cuando estaba en La Catedral, le compré dos libros por orden de un concuñado que me dijo que le consiguiera, en La Continental, Fouché, el genio tenebroso y Momentos estelares de la humanidad, de Zweig, para leer en la cárcel —dice el Chino abriendo las manos, asumiendo la ironía de ese protagonismo marginal, pero inmenso en los “momentos estelares del genio tenebroso”.
—Pablo leyó conmigo una serie de cuentos de Zweig, Caleidoscopio, y de ahí sacó El refugiado —dice Édgar Cano.
—Tengo fotos de Cano amanecido en Nápoles, cagado de la rasca, como allá uno podía pedir lo que le diera la gana… ¡Estás vivo de milagro! —dice el Chino con otro aguardiente y ganas de dejar ir el recuerdo de paseo.
—¿Por qué estoy vivo? Porque hago la voluntad del Padre. Pablo tres veces me tentó para trabajar con él, pero Dios me decía: “Por ahí no” —dice Édgar Cano.
—Con los Piedrahíta —dice Javier Gutiérrez, con el maletín entre las piernas, en un intento de volver al principio— se empezaron a hacer diversos eventos en el Maracaibo, como traer artistas, cantantes de tangos, las celebraciones de fin de año. Después Lucky 77 se acabó, porque los guardaespaldas entregaban el mafioso en la casa y se iban para la discoteca, seis o siete, malencarados, de un lado y otro. Un día unos empezaron a mirarse feo y uno que estaba borracho y había trabajado para ambos lados trató de calmarlos y le dispararon, cuando los amigos lo fueron a recoger estaba en un charco de sangre. Se prendió la balacera, murieron abogados, enfermeras, gente que no tenía nada que ver, como siete personas, y ahí se acabó Lucky 77. Eso fue como en el 85…
—Oíste, Gonzalo —dice el Chino para poner hablar al embolador—, ¿sí es verdad que le tenías que embolar por debajo las botas a Mario Piedrahíta?
—Una vez me sacó la piedra, me dijo que le limpiara las botas por debajo, con estopa, y le dije que las güevas, que las tenía limpias —dice Gonzalo Berrío mordiéndose la lengua y apenas se le entiende.
—Avemaría, vos que fuiste el lustrabotas de todos esos mafiosos, ¿por qué no tenés plata, Gonzalo? Se me hace que te la bebiste… —dice el Chino y suelta una carcajada, con las piernas extendidas, como si estuviera sentado en una mecedora.
—Él siempre fue muy trabajador, pero debe tener una plata guardada —comenta Javier Gutiérrez para aflojarle la lengua.
—Si todos le daban ligas… —dice el Chino.
—Cuando fue el torneo mundial con Spassky —dice Gonzalo Berrío, que prefiere seguir enredado con su historia—, Luis Holguín me entregaba una jugada del match del siglo, que recibía por teléfono de Boris de Greiff desde Bogotá, y yo tenía que ir al tablero mural para montarla.
—Los Piedrahíta consiguieron un socio y pusieron muy bien el Maracaibo, lo que no sabía el socio es que Mario tenía muchos problemas. Ese local lo remataron —dice Javier Gutiérrez con precisión de notario.
—Y después lo compró Baena, el dueño de ahora, el que administra aquí es el hijo. Mario quedó con todos los problemas de la mafia —dice el Chino, que cada tanto introduce un nuevo nombre y alguna otra historia del retrato de un lugar inabarcable.
—Una hija secuestrada y al final de sus días se mantenía en Billares Universo. Esa prepotencia de lavarse las manos cuando saludaba se le acabó. Uno le decía que si quería jugar una partida de billar y decía que la jugaba si uno pagaba. Y montando en bus —recuerda Javier Gutiérrez.
—Murió hace unos años totalmente pobre —dice el Chino.
—De muerte natural y muy angustiado, porque nunca encontró a la hija —dice Javier Gutiérrez y parece que cerrara un expediente.
La conversación se alarga y se desvía a medida que el Chino se va diluyendo en su silla. En la mesa se renuevan las botellas. El Chino, extasiado, habla duro, se ríe, gesticula e invoca nombres al azar, que llevan a otras historias: la del heredero de un empresario millonario que no se gastaba un peso, la de un tumbador con el que apostaban quinientos pesos y perdían cincuenta mil, la de un campeón nacional de ajedrez que pertenecía al EPL. A partir de ese momento, el Chino comienza su camino a la inconsciencia, que puede terminar en discusiones, peleas y una nueva echada del local.
Al otro día, me escribió en el chat: “Alfonso, no se te olvide que yo también fui fotógrafo de confianza del EPL, y no solo después de la desmovilización, sino de antes; revelaba y copiaba las fotos que ellos tomaban en los campamentos”. El Chino monta el tablero para una nueva partida.
*Fragmento del libro en preparación El Chino, proyecto ganador en la categoría de Periodismo Narrativo de la Convocatoria de Estímulos para el Arte y la Cultura 2018 de la Alcaldía de Medellín.