Archivo restaurado
Universo Centro 011
Abril 2010
Por Manel Dalmau
Fotos por el autor
Todo el mundo puede encontrar una definición al uso del centro de Barcelona en cualquier paseo virtual o en las tradicionales guías que trotan por los países del mundo a golpe de fotografías de diseño y comentarios que saben a soborno. Entre estas líneas el lector ni siquiera podrá anotar en su memoria qué destinos puede visitar en algún incierto futuro si alguna vez sus caprichos homéricos llegan a la ciudad de los prodigios.
En mi Barcelona, solo queda el recuerdo de un centro que ya no es, un presente que huele a exilio y un futuro enganchado a una ciudad de moda que empieza a parecer una postal de segunda mano.
Desde la trinchera de cualquier bar del centro se puede desnudar a una Barcelona que ha caído en manos de la especulación. Hay modernidad, cierto, empujada por diseños babilónicos que borran con facilidad la esencia de todas las historias de aquellos pretéritos, tal vez imperfectos, que dejaron huella en la ciudad con el paso de los años. Variedad, también, entregada al gusto del turista con facilidades económicas y de mentes aliñadas para un consumo eficaz (caro). Abierta al mar, efectivamente, aunque el horizonte marino roto antaño por cartagineses, romanos y genoveses, ahora es invadido por cruceros de lujo con ejércitos de jubilados con ganas de joder la penúltima, solterones con ganas de seguir jodiendo y oportunistas del placer con ganas de mantener la jodienda.
Es un centro bicéfalo. Si nos agarramos a la historia de la ciudad, queda lo que hoy se llama el Barrio Gótico. Cerca de la Plaza del Rey se exponen bajo techo los restos de Barcino, villa romana, alrededor de la catedral los turistas serpentean por los callejones medievales recargados de tiendas de anticuarios, algunas librerías con polvos literarios, abundantes restaurantes con trampas y muchos rincones bellamente diseñados que no duran mucho (precios de alquiler desorbitados).
Si buscamos oscuridades canallas nos topamos con el Barrio Chino, o lo que queda de él, rebautizado El Raval. Allí vivían los obreros que entregaban su salud en las fábricas de la Barcelona burguesa e industrial. Allí nació una rosa de fuego dibujada por los anarquistas, allí anclaban los marineros de medio mundo en busca de amores pasajeros y borracheras interminables, donde la clandestinidad era el maquillaje perfecto para esconderse en tabernas con aroma ácido del vino a granel. Hoy, solo hay bares de diseño con clientes infieles, restaurantes que simulan cocina de autor y comercios que niegan su condición de bazar de lujo.
Ambos barrios están separados por un profundo navajazo que ha dejado una herida abierta en forma de calle que nace en la Plaza Catalunya y se desangra al borde del mar. Como dice una canción: “Al final de la Rambla me encontré con la negra flor”, lugar donde los barceloneses que se atreven a visitar la Rambla asisten como invitados silenciosos a las idas y venidas de batallones de turistas japoneses comiendo paella precocinada, pelotones de hinchas de cualquier equipo de fútbol acabando con la sangría o falanges de bárbaros del norte secando de cerveza los supermercados.
Un recuerdo para el BAR “La Granja del Gavà”, el CEL de Septiembre i la ONA mediterránea del amanecer.
El gato triste y negro de Botero que está al final de otra Rambla, la del Raval, simboliza que este lugar oscuro y rebelde pertenecía a los nómadas callejeros, que se la pasaban maullando sus vicios y sus sueños a golpes de ajenjo marsellés, jugo londinense o pastís de Santa Mónica, convertidos en bodegueros bohemios que arañaban las paredes de algunas calles que hoy ya no están, y que han quedado sin herederos que defiendan el sabor añejo del Barrio Chino. Ni siquiera el legendario huelebraguetas Pepe Carvalho (el personaje más popular creado por un hijo del barrio, Manuel Vázquez Montalbán), un detective que vivía en Vallvidrera y que tenía su despacho en la Plaza Real, que comía en la casa de un tal Leopoldo y que resolvía sus casos a golpe de callejear este centro, se asoma por aquí. Quizás este gato esculpido de Botero está plantado en un buen lugar, apenas a veinte metros de la esquina donde fue asesinado Salvador Seguí en 1923, el noi del sucre (el chico del azúcar), un líder anarcosindicalista. Aquí también matan a los atrapasueños o a los cazautopías.
Entregada como una puta cara al turista de medio y alto presupuesto y gustos raros, en el centro de Barcelona quedan pocos barceloneses de tercera o cuarta generación que resistan vivir en él. La consigna de la alcaldía es proteger al turista, que es el que suelta la pasta y mantiene la calidad de servicios de la ciudad y acabar con la santísima paciencia de los vecinos de los barrios del centro, acuchillándolos con impuestos de mierda y convirtiendo sus apartamentos y casas vacías o abandonadas o mal vendidas en lugares de alquiler fácil (y caro) al servicio de los visitantes que se han creído el cuento de la globalización.
Su multiculturalidad es uno de los pocos atractivos que tiene el centro, Bollywood callejero, cuentos chinos, carnicerías árabes, galerías de arte con acento francés, bicicletas de alquiler importadas de Holanda, lavanderías con páginas del Corán enmarcadas en la pared, joyerías fieles al sabbath, centros teatrales con espíritu paisa, barberías con shivas armados con navajas de afeitar y tijeras en sus seis brazos, tabernas irlandesas sin hombres tranquilos, tatuadores que pintan copitos de nieve en las nalgas de los que se emborrachan y se atreven, o mercados populares donde se confirma la presencia de productos exóticos que antes resultaba imposible encontrar.
Bajo distintos cielos que tiene Barcelona, (los hay), el centro te da facilidades para convertirte en un caminante ocasional y perderte en sus laberintos en busca de un minotauro para que te pueda dar un par de cornadas y devolverte a la cruda realidad. Tras intensas jornadas de ramblear y conocer museos, dietas mediterráneas y algunas chorradas para pescar al turista, uno se da cuenta de que se ha metido en un parque temático en forma de ombligo que vive del sueño olímpico del lejano 1992.
Las eternas olas del Mare Nostrum golpean con suave desdén los escalones que mueren al borde de una aceitosa espuma de sal, es el final del camino, protegido bajo una estatua de Cristóbal Colón que señala hacia alguna parte y que aguanta con estoicismo de bronce las constantes cagadas de gaviotas y palomas sin mensaje. Allí, en esos escalones, solía sentarme a fumar un porrito, y mirar a esas palomas comer las migas de pan seco que los desocupados de la ciudad les daban, pero esa era otra canción, o canciones, recitadas bajo la influencia del aprendizaje del eterno adolescente que se lleva dentro, y que con el tiempo, dar la espalda a una ciudad que como una amante, te entrega todo su placer con sus primeros besos y te lanza al vacío con una caricia.
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