Ahí vamos, como la espuma del mar
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Por CAMILO MOLINA
Ilustración de Manuel Celis-Vivas
“He visto que las cosas cuando buscan su curso encuentran su vacío”.
Federico García Lorca
Durante todo el 2020 abordé el sufrimiento de los demás como si se tratara del contenido de una película, algo ajeno, incluso lejano, y lo hice prescindiendo del sentimiento de culpa, sin dolor a la vista y sin las altas emociones de los momentos críticos. Sin embargo, a nivel mundial, la pandemia se ha construido bajo una realidad superior a la imaginación de los mejores y de los peores guionistas, aunque un poco más de la mano de los segundos que de los primeros. Como si estuviera marcando los meses en un calendario, el virus decidió picar en enero y, a partir de ahí, se elevó por ciudades y regiones, países y continentes, hasta convertirse en un inédito zafarrancho de carácter planetario. La curiosidad simpática de una noticia en China evolucionó hasta el penoso conteo de nuestros propios muertos, mis muertos, mi muerta, la que murió el pasado 25 de noviembre; ahora pienso en ella, en Leonila, y me parece que ni siquiera se enteró del asunto, porque en su cuerpo el ataque dañó con la furia de un nocaut.
La covid atacó en mi familia por turnos, como si pensara, con la delicadeza de la compasión, como si hubiera actuado con la palma de la mano sobre mi hombro, mirando desde lo alto, dando un par de golpecitos, avisando con una voz dulce y, al mismo tiempo, siniestra, “no te las voy a mandar todas juntas”, y ahora mismo le agradezco, pero es este un agradecimiento amargo, con la buena voluntad de las desgracias con suerte. La pandemia nos obsequió el tiempo suficiente para que unos pudiéramos cuidar de los otros, así que cuando mis padres cayeron en cama, yo, contagiado en abril de 2020 y aún positivo para anticuerpos, pude cuidarlos sin el miedo a caer de nuevo. En cuestión de horas, el simple achaque del malestar se quedó atrás para darle paso a un agotamiento estridente, a la completa ausencia de energía, al castigo en las coyunturas; de “un poco de dolor de cabeza” a un “ni siquiera me puedo mover”; de “al menos nos pasa la comida”, al “todo me da ganas de vomitar”. ¡Ay!, cuando los podía mover, ¡ay! cuando no podía. En uno y en otro el virus comenzó a evolucionar con un capricho distinto. Mientras mi madre se quejaba de los dolores y la falta de apetito, mi padre comenzaba a protestar por la densidad del aire. Para ella la dieta, para él oxígeno en pipeta; para ella me quedaba una angustia sin incertidumbre; para él, con unos días mejor que otros, quedaban la duda y los nervios.
La mañana del 10 de noviembre de 2020 no quedó otro camino que pedir una ambulancia para mi padre, la lucidez se dispersó, la respiración se convirtió en un esfuerzo mayor y, con las manos cada vez más frías, pasamos de la posibilidad a la urgencia, y así, con el vigor deformado en pasos cortos, tan cortos que se arrastraron, con los ojos empequeñecidos, seguramente porque no tenían ganas de ver, o porque el cuerpo entiende mucho más de lo que podemos percibir, y a su cuerpo le apetecía depositar más ganas en el respirar que en el observar, él se fue de la casa expeliendo calma, por supuesto que es la tranquilidad fingida de los padres hacia los hijos, como si nosotros no conociéramos desde hace tiempo ese teatro del cariño. Detrás, justo detrás se quedó mi madre, medio despierta, medio dormida, de pie, aguantando, pero sin aguantar mucho, porque la derribó un desmayo lento, tan lento que la pude soportar en mis brazos, tan lento que fui capaz de quedarme en el suelo con ella en mi regazo, como si fuera ella la hija y yo el padre, y cuando sus ojos se pusieron en blanco y su lengua se asomó esponjosa a través de sus labios, el patatús comenzó a parecerse a la muerte y, en esa muerte, no apareció en mi un dolor súbito, sino un enigma, la duda que surge de nuestra resistencia para aceptar el final; después de un par de minutos, los ojos volvieron a ocupar el centro de su mar de blanco, la lengua se templó para regresar a su lugar, oculta como debe ser, y fuimos juntos hasta su cama, en la que, por primera vez en 43 años, no estaba su esposo.
Delirium hospitalario
—Ya estoy listo para salir.
—Salir de dónde, son las tres de la mañana.
—Pues ya podés venir por mí.
—No puedo, son las tres de la mañana.
—Pero ya todos se están yendo.
—Dame algunas horas y voy, es que son las tres de la mañana.
En el principio y en el final de cada noche, mi padre llamaba angustiado desde una habitación de hospital pero, por supuesto, su voz no era la de un hombre fuerte ni en el camino de la recuperación; si en su cabeza estaba la idea, en su boca no alcanzaban a formarse el conjunto esperado de palabras, así que lo que llegaba desde un lado del teléfono de este lado debía tejerse para implicar una cordura que no lo subestimara, ni lo tratara como a cualquier loco.
—Agarrá un papel y un lápiz, esto es urgente.
—Ya estoy, decime, decime.
A través de la persiana se percibía una noche débil, así que no hacía falta ver la hora para saber que pronto amanecería. Copié sugerencias absurdas sin pensarlo, con la dejadez moral de un soldado frente a una orden marcial. No vale la pena detallarlo, es irrelevante y sería una falta de respeto pero, de repente, la covid pasó a un segundo plano y ahora una neumonía no parecía tan grave como un desbarajuste mental, ¿lo prefería con sus pulmones limpios o lo prefería cuerdo? Y ese mismo día, confundido y sin parar de hablar, aun respirando con soporte de oxígeno, se presionó el alta médica. En este momento, un mes después, nos entretenemos con su memoria vívida acerca de las fantasías hospitalarias; como el hombre que estuvo a su lado con palpitaciones tan fuertes y ruidosas como el choque de una puerta al cerrarse, él dice que “la puerta se cerraba y se volvía a abrir para cerrarse de nuevo, y de nuevo y otra vez”, pero nunca existió ese hombre de al lado; como las mujeres en batas antiguas que cruzaban por el pasillo, cuando en realidad no tenía ningún ángulo que le permitiera observarlo; como las promesas frecuentes que escuchaba de enfermeros y médicos para salir de allí, cuando en realidad nadie le mencionó el tema ni siquiera una vez. Al día siguiente fue Leonila, ella, mi tía, la que debió ser ingresada, pero en esta ocasión no fue posible recibir la calidez de una llamada absurda durante la madrugada, su voz, no volver a escuchar su voz arrugada y alegre, porque en la Unidad de Cuidados Intensivos impera el silencio de la sedación.
Con esto de los muertos, los enfermos y los recuperados, no es una cuestión de números, no, porque los símbolos son canallas; pero en un mundo escaso de tiempo no queda más remedio que ocultar los detalles y deshumanizar, lanzando cuerpos a un costado como si fueran colchones viejos. El 25 de enero de 2020 el periódico estadounidense The New York Times incluía por primera vez en un titular la palabra “miedo”, en referencia a la covid-19. Meses después, ese miedo ha desaparecido y no ha quedado más que un asombro desproporcionado, junto con un renovado temor, el del acostumbramiento. Cuesta tomarse las cosas en serio con la gente —por supuesto que puedo generalizar, nunca fue tan seguro hacerlo— cuando ni siquiera un millón setecientos mil cadáveres incinerados, son cifra suficiente para hacernos temblar y meternos bajo las cobijas, con el mismo terror infantil de que un monstruo salga del armario para comernos. Una ola, dos olas, tres olas y, ahora mismo, la estadística nos indica que como sociedad, la lucidez no es una fuerza colectiva, sino individual, individual de pocos individuos, entre los que probablemente y con dolor no me puedo incluir.
¿Qué hace la tía?
Con sus cenizas en el asiento junto al mío, comencé un interrogatorio en el cual, no era nadie más, sino yo mismo, quien obtendría las respuestas. Esa manera de hacerse preguntas y de continuar haciendo la vida como si nada pasara, cuando en realidad ha sucedido todo, incluso la muerte; esa manera de continuar conversando con los demás, sonriendo frente a los chistes desafortunados o fuera de lugar, o de firmar un documento para la salida del cuerpo, otro para el ingreso a las llamas potentes de la cremación y uno más del recibido a satisfacción; esa manera de tomar café durante un velorio al que la mayoría prefirió no asistir por el miedo a ese virus pavoroso. Es así cuando se ha superado el estadio de las esperanzas y, de un problema semejante, no queda sino una caja con polvo y alguna que otra astilla de hueso.
Preferimos dejar la caja junto a un altar de la Virgen para que ella pudiera seguir contándole las intimidades que solía contarle en vida. En ese tiempo —me refiero a cuando gozaba de la vida— en las muchas ocasiones en que permanecía en silencio, se le veía con el movimiento constante de labios de quien habla pero no produce ningún sonido. “¿Qué hace la tía?”, le pregunté un par de veces hasta comprender que no estaba bien esa mala educación de interrumpir conversaciones ajenas; ha de tener la Virgen un potente oído que percibe más que nada los pensamientos y sin duda los remordimientos, dicen que es en el dolor de las culpas en lo que más versada es. “¿Qué hace la tía?”, le pregunté por última vez ya siendo cenizas, pero la respuesta fue el mismo silencio, como también mi recriminación por andar irrumpiendo donde no debo.
Si no la llevamos antes al hospital fue porque su rostro continuaba con su color caramelo intacto y sus ojos miraban firmes a pesar de los párpados descolgados por la edad; su voz permanecía sazonada y sonriente, de repente, una mañana despertó ahogada, con la respiración agitada, corta, esforzada; su mandíbula se leía como una línea alrededor de su rostro, desencajada como si tuviera un espasmo; de repente, la mujer que fue al acostarse, desapareció durante la noche, atacada por los síntomas del virus, devorada con la perniciosa velocidad de un veneno; quizás yo no lo recuerde muy bien, pero era como si toda emoción hubiera abandonado sus ojos y ni siquiera mi presencia, que siempre la ponía en el mundo, fue suficiente para atarla de vuelta. Consuelo, su hermana, estaba pasmada a un costado, tan catatónica como la enferma, pero al menos se pasaba las manos por encima de la cabeza, con la fuerza de la angustia, desde la frente hasta la nuca, ese movimiento que deja al cabello de la gente o en el orden correcto o en un berenjenal insano, pero en ese momento teníamos todos el suficiente embelesamiento como para no preocuparnos por la estética.
“Pero no necesito dos ambulancias, solo una, solo una”, le repetía a la mujer del otro lado en el número de emergencias, pero ella aseguraba y volvía a asegurarse y después de cerciorarse, aseguraba de nuevo que no había ambulancias disponibles al interior de la ciudad. Después de gritar, de apretar, de calmarme y de rogar, por fin apareció la ambulancia a una hora del lugar, y eso era lo más rápido posible en ese momento; solo mirar a la tía sofocada y con la mirada vacía, torturaba; sofocada como si recién hubiera escalado doce pisos, vacía como si ya la hubiéramos perdido aunque siguiera respirando, la imagen producía un dolor tan fuerte, como el de un meñique del pie hecho trizas contra una esquina de la cama. La última señal que recuerdo de su voz se trató de un quejido, un dolor porque su cuerpo desmadejado estaba siendo levantado a cuatro brazos por los enfermeros y así, también encapsulada como mi padre una semana atrás, ella, la tía, Leonila, se fue. Una semana después, un paro cardiorespiratorio, que derivó de un problema en su corazón, que derivó de un problema en los pulmones, que derivó de la covid, la fulminó.
La distancia usual con los desastres del mundo desapareció con los eventos de los últimos meses. Nos quedan las cenizas y nos quedan las historias. Ha pasado más de un año completo del inicio de la pandemia, y aquello que parecía una línea se completará como un círculo, porque es probable que estemos frente al comienzo del final. ¿Alguna lección?, ¡Bah!, los seres humanos no estamos para lecciones, ni llamados de atención; no estamos para pensar en el futuro, ni para conquistar el pasado; no somos más listos que una jauría de lobos, ni más torpes que un simio cacharreando un celular; simplemente nos dejamos llevar como la espuma del mar, revuelta y sin lugar en el mundo.