“La espiral del caracol” hace parte del volumen digital Naturaleza común, un proyecto del Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. Recoge once historias de excombatientes sobre su experiencia con la naturaleza durante los años del conflicto armado colombiano. La guerra también mira.
La espiral del caracol
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Por DISNEY CARDOSO (CON LA COLABORACIÓN DE CHRISTIAN RINCÓN)
Ilustración de Manuel Celis-Vivas
Seis meses después de ingresar a la guerrilla conocí a Gato. Esa primera vez nos vimos en La Llaneta, una vereda cercana a Marquetalia. Asistíamos a un entrenamiento para los nuevos reclutas y tanto él como yo estábamos cubiertos de barro de pies a cabeza. No nos dejábamos de mirar, intuyendo cierta complicidad o quizás la soledad común de quienes llegamos de manera temprana a la guerrilla. Al acabar la tarde, nos fuimos a bañar en uno de los ríos que estaban cerca. Comenzamos a hablar mientras el agua nos iba aclarando el rostro y ahí mismo supimos que seríamos amigos. Teníamos quince años y no parábamos de reír y de correr por entre un paisaje que se nos revelaba a través del juego.
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Una tarde, mientras hacíamos chontos —cavar en la tierra para hacer un baño en medio de la selva— vimos por primera vez los caracoles. Eran tan grandes como una moneda y en su concha había un espiral que se retraía lentamente hasta culminar en un centro que quedaba fuera de la vista. Gato y yo nos miramos y comenzamos a acumularlos en las manos y a tirárnoslos. Arrojar y evadir, reír, volver a arrojar. Estábamos en eso cuando uno de los caracoles chocó contra otro y la concha se reventó. En ese momento, a Gato se le ocurrió el juego con el que atontaríamos muchos de los días que le siguieron a ese. Era simple: trazábamos sobre la tierra un cuadrado y dentro de este poníamos varios caracoles. Yo sostenía otro caracol en la mano, lo acariciaba con la punta de los dedos, lo calentaba en el agarre y luego lo tiraba al cuadrado para que chocara contra cualquier otro allí. Una vida contra otra. Ganaba el que conseguía romper una de las conchas dentro del cuadrado. Romper la espiral.
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Yo me había intentado suicidar cinco veces. Eso antes de ingresar a la guerrilla. Y es que en mi casa pasaban tantas cosas. Mi hermana, por ejemplo, no me quería, y cuando mi mamá se iba durante semanas y semanas con su pareja, ella tomaba el control y me sacaba de la casa. Durante esos días, yo tenía que dormir encima de un árbol de mango. Las noches, los días, el agua, el calor, es increíble cómo el desamparo se adapta a cada situación. Por esa razón, cuando la guerrilla pasó junto a mi casa, yo corrí detrás de ellos para que me llevaran. El comandante que encabezaba la marcha dijo que yo estaba muy pequeña, pero le insistí que ya tenía quince años, que no me iba a arrepentir nunca de haberme ido. Les conté todo lo que pasaba en mi casa, los días y las noches, y finalmente accedieron. No quise mirar atrás.
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Aún hoy recuerdo a Gato con mucho detalle. Achico los ojos y lo veo junto a mí: tenía el cabello claro, los ojos verdes acompañados de abundantes pestañas; recuerdo sus muchas pecas y su nariz que despuntaba en una pequeña bola capaz de predecir los arrebatos del clima. Su hermana, que para efectos prácticos llamábamos la Gata, era mucho más baja que él y llevaba el pelo a la altura del hombro. Ambos compartían las pecas y la trinchera y era raro no verlos juntos a cualquier hora del día. Sus colmillos sobresalían y tal vez por eso no sonreía casi. Gato, en cambio, reía a la mínima oportunidad. Lo recuerdo con el caracol en la mano y su mirada nerviosa cuando estábamos frente al comandante.
—¡Camarada Betty! Ustedes saben que no se pueden seguir comportando como niños.
—¡La camarada Betty hace mucho desorden!
—¡La camarada Betty se comporta como una niña!
—Usted es una señorita, no es un niño; Betty, usted es una se-ño-ri-ta.
—Está sucediendo que hay camaradas muy indisciplinados. Un paso al frente la camarada Betty.
Y yo daba el paso.
—¿Qué les está haciendo falta? ¿Quieren que les traigan muñequitas para que se comporten bien? ¿Por qué se están portando así?
—Hay que ponerle orden a la vida. Voy a leerles el reglamento de nuevo.
Nos leían una y otra vez las normas y después de repetirlas en voz alta nos castigaban. Traer leña o estar de guardia en el cepo. Gato me miraba y contenía la risa.
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Aquellos años se revistieron de una felicidad inesperada gracias a los caracoles. Los tenía en los bolsillos, en las manos, los dejaba pegados sobre la corteza del árbol durante la noche y al día siguiente los volvía a coger un poco más arriba en su escape lento para retomar el juego. La primera vez que fui al polígono y vi esos círculos cerrándose sobre un centro pensé de nuevo en el caracol y el disparo salió recto. Crecer es salir del centro e ir hacia afuera.
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Ese primer año en las Farc fue muy duro. Recordaba a mi mamá constantemente, a pesar de que nunca estuvo presente y de que nunca me apoyó cuando más la necesité. Cada noche lloraba porque todo de lo que había escapado me estaba comenzando a faltar de otro modo. Procuraba no hacer ruido y me limpiaba las lágrimas tan pronto como salían, pero la memoria era una cosa abierta que me llenaba de promesas y decepciones. Arrojar y evadir, reír y llorar, volver a arrojar.
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Recuerdo que los martes y miércoles nos repartían dulces o cigarrillos. Como yo no fumaba, elegía los dulces que después utilizaba con Gato para apostar. De vez en cuando se agrandaba el grupo con otros niños, pero por lo general acabábamos jugando solo los tres. De tanto ser castigados y regañados en público o en secreto, los demás preferían mantener su distancia porque le tenían miedo a las penitencias que nos ponían cada tanto los comandantes, así que el Gato, su hermana y yo fuimos una espiral que se cerraba sobre sí misma.
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La naturaleza en la que estuve rodeada era fría, de árboles frondosos y grandes. Yo había aprendido a distinguir muchos tipos de verdes y a recordar algunos nombres de los árboles en esas largas expediciones que hacíamos: guamo, cucharo, guásimo, arrayán y bejucos. Cuando acabábamos nuestros deberes, y a veces antes, Gato y yo nos subíamos a la copa de los árboles y nos balanceábamos para sentir miedo. Éramos rabiosamente felices y no nos importaba caer porque nos iba a pasar igual, pero en la guerra, y mejor que nos pasara por decisión que por accidente. Ensayar el error. Me recuerdo trenzando las ramas para caminar entre los árboles, recuerdo a Gato bajando una copa de un árbol con su peso y a la Gata subiéndose con afán. En una de esas tantas veces, ocurrió que la Gata no se pudo sostener bien y el peso del árbol la mandó a volar sobre un moral. Las pequeñas espinas se le habían incrustado en el rostro y en las piernas, y mientras se las sacábamos, ella casi desmayada, Gato y yo nos reíamos de pánico.
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Supe que mi hermana también había ingresado a la guerrilla poco tiempo después de que yo me hubiera ido. Yo estaba en el frente 21 y ella en el bloque Daniel Aldana. Durante veintidós años no nos vimos. De vez en cuando nos llegaban vagas noticias, la una de la otra, pero no fue hasta que el proceso de paz finalizó cuando sucedió el reencuentro. Cuando nos vimos, nos abrazamos casi por instinto y estuvimos de acuerdo en que habíamos sobrevivido tanto tiempo por las oraciones de nuestra mamá. La palabra que cuida, que oculta, que encuentra. Ese largo viaje había terminado. Iríamos de nuevo a casa.
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El Gato y la Gata acabaron en la guerrilla porque se habían quedado sin padres. Los papás de ellos eran conocidos por haberse dedicado a la magia negra. Cuando la guerrilla les arrebató los libros de hechicería con los que ellos trabajaban, Gato conservó uno en secreto. Durante un año, lo llevó escondido en el fundillo de la ropa interior o entre las botas, hasta que un día, jalado quién sabe por qué deseo, quiso llevar a cabo un conjuro. Se propuso conseguir tres corazones de gallina negra, tres corazones de golondrina y otros elementos exóticos. Tanto él como yo sabíamos que ese tipo de cosas no estaban permitidas. Cuando los camaradas comenzaron a sospechar y dieron con el libro, se lo quemaron frente a sus ojos. Entre la rabia y la tristeza, Gato fue castigado con severidad a llevar doscientos cincuenta viajes de leña. Yo pedí acompañarlo para suavizar su pena y en uno de esos viajes me dijo, soltando la madera al suelo:
—Vámonos, Betty. La Gata y yo nos vamos a ir.
—No, no puedo. Aún tengo mucho que perder.
—Yo sé que usted no le va a decir a nadie.
Negué con la cabeza, cogí la leña que estaba caída y les di la espalda sabiendo que no los iba a volver a ver.
Horas después, los compañeros salieron a buscarlos, pero ellos les llevaban ya mucha ventaja. Supe de otros que esa misma noche se habían enfrentado con sus fusiles a muchos de sus antiguos camaradas para salvar su vida y, después de un largo combate, escaparon ilesos.
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Mi nombre de guerra era Betty y el que me puso mi mamá es Pabliny. Para no olvidar el tránsito, yo llevaba un cuaderno en el que iba escribiendo todo lo que me iba pasando. No olvido que a los veinte días de haber llegado Gato me regaló una libreta que al poco tiempo se me ahogó. Más se demoró el río en llevársela que yo en buscar otra, porque de uno u otro modo, yo siempre encontré la forma de pasar al papel mis pensamientos.
—¿Y usted para qué escribe esas pendejadas? —me preguntaba Gato.
—Para que no se me olvide.
—Usted está loca porque no se acuerda de las cosas.
Pero lo que yo cargaba en esos cuadernos no era mi memoria, sino mi corazón, que es otra forma de volver hacia atrás y hacia adelante. Recuerdo que muchas veces tuve que escribir a escondidas en hojas que iba guardando en bolsas para que no se mojaran cuando pasaba por los ríos y las quebradas. Incluso, le había sacado un bolsillo nuevo a la maleta para que, en las revisiones que nos hacían, no encontraran nada.
El último cuaderno que tuve y aún conservo lo conseguí por medio de Guzmán, que fue mi pareja durante muchos años y que era el encargado de darnos la dotación. Él me pedía que le ayudara a llevar el registro de las cosas que se entregaban y yo aprovechaba para pedirle que me trajera más cuadernos.
Un día, cuando me preguntó por ellos, yo le dije que se me habían mojado y él no volvió a reparar en ello, aunque en el fondo supiera lo que hacía. Cada hoja era una impresión, un paisaje inacabado en mis ojos que sobrevivía en mi mano, escribiéndolo, comentándolo, de suerte que el cuaderno tiene en cada hoja un título distinto: Tatiana, los besos, las nubes, entre ramas, nombres de flores, frailejón.
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—Camarada Betty, ¿de nuevo jugando con los caracoles?
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La lucha también la libré adentro. A solas conmigo. Siento la brisa que baja desde el monte y pienso que también soy esa llovizna que me limpia la cara, soy este AK-47 al que me aferro sin fuerza, porque han pasado los años y también estoy del otro lado del fuego, pero también estoy aquí. Soy un árbol, que aparentemente no se mueve pero va contando su historia tranquila debajo del suelo. Es mi manera de llegar más rápido a casa, de decirle a mi mamá que ya estoy cerca, que me cure las manos, que me bese la frente, que me diga que no estoy tan sola y perdonarnos el silencio de haber llevado otros nombres. Vencer o morir, dice la consigna. Vencer muriendo, digo yo que ya estoy aquí, más lejos.