Polisombras
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Por SANTIAGO RODAS
Fotografías por el autor y Juan Fernando Ospina
Desde hace algún tiempo no pasa un día en el que no vea las telas de polisombra que inundan esta ciudad por todas partes. Están en las construcciones de edificios nuevos, en las avenidas que se amplían, cubren chazas de venteros ambulantes cuando llega la noche, se les ve cercando árboles en vías de traslado, en viejas casas que van a ser demolidas; en fin, se convirtieron en parte del paisaje urbano de nuestras ciudades tercermundistas. Nos persiguen. Las hay tan grandes como un edificio entero y se las ve, por el efecto del viento, bambolearse sinuosamente en un movimiento de quince pisos de alto: son monstruos verdeazulados que se hinchan y deshinchan como si tuvieran su propio sistema respiratorio. Marcan senderos de cientos de metros que se vuelven laberintos de plástico, le indican al transeúnte cuál es la ruta que debe seguir en medio de la construcción, advierten de peligros inminentes. También guardan secretos. Las polisombras son un síntoma de transformación, quienes las instalan deciden que es mejor que nadie, excepto ellos, pueda ver lo que adentro se modifica.
Donde se acomoda una polisombra hay movimiento constante pero secreto al interior, encubierto, algo que acontece más allá de nuestras posibilidades sensibles. Establece una frontera divisoria entre un adentro oculto y mutante y un afuera cercado y estable. Heráclito estaría asombrado con la liquidez de sus aplicaciones, se sobaría su barba mineral y miraría con desconfianza presocrática su uso y elasticidad para adaptarse. Nadie pasa dos veces de la misma manera por un sendero delineado por la tela sintética.
Lo que me resulta más particular de todo esto es que la polisombra es una manifestación material de algo que está cambiando en la ciudad, que está en construcción y que, en definitiva, es efímero, pues se supone que no durará mucho más que unos cuantos días o semanas porque altera el flujo natural de los cuerpos, de los vehículos, del movimiento orgánico de las urbes. Uno advierte que pasa algo inédito adentro del cerramiento: hay una calle destapada que muestra sus tripas tubulares, trasplantan un árbol centenario, levantan en ese terreno baldío una nueva edificación. La polisombra siempre encubre una perturbación del orden cotidiano.
El telón, que cerca y encubre al mismo tiempo, sabe llamar la atención con su colorido y su forma novedosa en el lugar en el que se instala. No obstante, esa transformación aparentemente momentánea se aferra con sus uñas sobre el territorio de lo inacabado. Lo efímero de la polisombra se eterniza. La supuesta fugacidad de su uso, en nuestras ciudades apolilladas por los malos manejos presupuestales y la corrupción, se perpetúa hasta extremos inverosímiles. Uno ve los plásticos verdes, por años, desteñidos como consecuencia del sol y el agua, deshilachados, cundidos de grafitis, comidos por la maleza. Y adentro de sus límites, esa construcción que debió ser entregada hace tiempo, se mantiene inconclusa, sin un solo cambio aparente, con uno que otro trabajador que cuida las herramientas oxidadas.
En algunos casos los gobiernos locales solo deben renovar las polisombras, acondicionar unas nuevas y la obra intervenida cambia por arte de magia. Los transeúntes vemos los avances evidentes en la infraestructura, percibimos el brillo del plástico que alumbra con su novedad y tranquilizamos nuestros ímpetus en contra de los dirigentes de turno. Mirá como han avanzado, dice uno. Eso está quedando muy bien, explica otra. Ahora sí va tomando forma, susurramos para nosotros mismos.
Lo momentáneo de esta instalación plástica se cristaliza en la ciudad, se vuelve un monumento solemne y blando que se reproduce por diferentes espacios a una velocidad salvaje. Nos recuerda, cada vez que transitamos por alguno de esos lugares, como dijo mi entrenador de ciclismo alguna vez: que no hay nada más definitivo que lo temporal. Muchas de las polisombras que en este momento envuelven las calles sobrevivirán a nosotros.
Nos acostumbramos a su presencia a fuerza de verlas diariamente desperdigadas por cualquier parte. Pensamos que los secretos que encubren no nos afectan, o nos interesan más bien poco. Eso oculto, esperamos ingenuamente, algún día será revelado cuando por fin terminen la obra. Lo que obviamos es que quizá la transformación que allí adentro se fragua, tal vez nunca se finalice y se quede así para siempre. Las polisombras son la monumentalización endeble de lo inacabado.
Walter Benjamin se preguntaba, cuando escribió sobre el París de la modernidad, por el significado de la velocidad en el movimiento de las muchedumbres. Su pregunta, entre otras cosas, lo llevó a plantear lo que él denominó la secularización del mundo y la reificación de las relaciones sociales. En la modernidad hay una pérdida de la experiencia puesto que en los sujetos que habitan las ciudades se desarrolla una conciencia individualista, racionalizada y pragmática. Dichas relaciones sociales se generan principalmente a partir del intercambio económico, fenómeno que sucedía de una manera bastante distinta en sociedades con una tasa demográfica mucho menor a la de la ciudad luz. Bajo esas mismas indagaciones, Benjamin vio en la figura de Baudelaire a quien podía darle forma a la modernidad, por fin alguien señalaría con palabras eso que sucedía de una manera vertiginosa y que, por lo mismo, pasaba inadvertido. En sus poemas encontró lo que el pensador judío ya veía como síntoma. París estaba en incesante transformación, cada vez más acelerada y desfigurada, la pulsión de cambio se había instalado para alimentar la máquina que operaba en el núcleo de las sociedades capitalistas. Los poemas de Baudelaire capturaron lo que fue presente en el cambio de siglo. Lo definitivo en el París del segundo imperio fue la transformación, primero arquitectónica y en consecuencia económica y social.
Es probable que si Bejamin se topara con las polisombras quedara absorto por la capacidad de condensación y la pertinencia para representar sus conceptos en un pedazo inerte de plástico puesto de cualquier manera en un espacio. Es decir, lo que para el pensador berlinés fue visto por Baudelaire está ahora en el camino de cualquiera que viva en alguna metrópoli latinoamericana. Basta mirar una de las miles de construcciones inacabadas que se desparraman por la ciudad, envueltas por esos plásticos verdes, en apariencia anodinos, para pensar en el signo de nuestro presente acuoso e inabarcable. Son el material del que está hecho nuestro mundo contemporáneo: una masa informe que no se asienta, que no permite delimitación alguna y que siempre está en falta.
La posilombra es la forma más acabada de lo indeterminado, de lo que iba a ser, pero no se consolidó del todo y por el contrario se afirma en el eterno proceso, en el punto exacto de lo ambiguo. Nuestras ciudades, con sus ritmos, sus latidos y sus oscilaciones nunca van a terminar de construirse. Las telas callejeras marcan el porvenir incierto y maleable de lo que no encuentra un significado absoluto. El recordatorio de que nuestros esfuerzos teleológicos para darle un sentido a la existencia son arbitrarios y parciales.
En el desierto de lo real las polisombras están para recordarnos eso a lo que tememos tanto: lo incierto, lo inacabado. El fin sin finalidad, sin forma, a medio hacer, mediocre, en definitiva, lo que no queremos aceptar: que solo somos un intermedio quebradizo y sin propósito. Que somos eso que queremos ser, pero nunca podemos lograr del todo. La polisombra nos advierte de nuestra condición, nos devela y señala, con su plasticidad terca, con su brillo verdeazulado, nuestra vana estancia en este mundo. Ellas seguirán propagándose por las ciudades, como bestias ciegas que golpean contra la nada.