Sobreviví a Iota
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Por RÓMULO AREIZA TAYLOR
Ilustración de Tobías Arboleda
Había asegurado el techo del segundo piso de la casa de mi madre (q. e. p. d.) con seis líneas de amarre de la mejor soga de las ferreterías, la que se usa para amarres en los barcos y yates, 223 metros de la mejor. Igualmente, acondicioné una habitación como búnker en el primer piso de la casa de concreto y me acosté a las diez de la noche mientras llovía y empezaba a soplar. No pude conciliar el sueño porque el viento se hacía más intenso y ya se escuchaban los golpes por la caída de objetos y el rugir de la lluvia en ese intenso aguacero en medio de la oscuridad. Cada vez se sentían el embate del viento y la lluvia con más fuerza, me asomé por el ojo de la chapa de la puerta principal de mi búnker, donde tenía una silla con tres bultos de cemento, y pude ver cómo el balcón frontal del segundo piso caía en pedazos al jardín de la casa. De pronto se cayó el balcón izquierdo y luego el derecho, y en cada caída vibraba la habitación.
Luego escuché un sonido parecido al que causa una maquinaria amarilla, tipo buldócer o motoniveladora, cuando muele una roca gigante o empuja las paredes de una casa para derribarla. De inmediato alumbré por toda la habitación y me di cuenta de que la pared se empezó a rajar, al igual que el techo de cemento, inmediatamente me levanté y traté de abrir la segunda puerta por donde se filtraba el agua. Yo solo quería abandonar esta parte de la casa y empecé a pedir ayuda para abrir la puerta. El señor Ever, inquilino del primer piso, me gritó, en medio del estruendoso ruido del furor del viento agresivo y la lluvia, que era imposible abrir la puerta, “Está trancada”, dijo, “pégale patadas”, me decía gritando… Le metí varias patadas y la chapa se rompió. Pude salir a la sala ya inundada por el agua y el lodo hacia otra habitación donde estaba el señor Ever tratando de cerrar una ventana, pero el golpeteo del motor del aire acondicionado que se había soltado le impedía cerrarla y parecía una campana furiosa que se batía y buscaba entrar con toda su fuerza a la habitación. De repente rompió la ventana y en medio de la lluvia y el viento entraron objetos volando a la habitación, el piso se llenó de lodo, agua, vidrios rotos y pedazos de madera y desechos que venían de la calle. Salimos corriendo en medio de la oscuridad hacia la tercera habitación de la casa, allí nos reunimos los cinco adultos y los tres niños: el señor Ever y la señora Angélica, su hija de nueve, su hijo de siete, su padre, un adulto mayor, y su hermana con su hijo de un año, quienes eran los inquilinos del segundo piso de la casa. Pusimos un colchón contra la única ventana de la habitación y la cama contra el colchón y allí nos sentamos todos a hacer fuerza para que no se abriera la ventana. Pero no había caso, en menos de dos minutos salimos volando y caímos todos al piso en medio del agua, los vidrios rotos y el lodo, todos en el piso en medio de la oscuridad, linternas y celulares volaron. Enseguida el señor Ever gritó, “¡Vamos al baño!”. Cruzamos la sala inundada en medio de la basura que había entrado por la puerta principal y las ventanas ya inexistentes. Entramos al baño y cerramos la puerta, como no tenía chapa yo la sostuve para evitar que la ráfaga de viento que jalaba hacia afuera la pudiera arrancar. El remolino del cuarto creaba su propia lógica, empujaba un poco, se apagaba y luego jalaba con toda. La puerta recibía los golpes permanentes de desechos y objetos lanzados al interior de la casa. Iban a ser ya las cuatro de la mañana cuando el viento se enfureció contra la casa y empezó a arrancar, como si fuera una mano enorme, las paredes del segundo piso; el agua empezó a filtrarse al baño por el piso y se empezó a llenar de barro que rápidamente tapó el desagüe, entonces nos tocó voltear unos baldes para que los niños pudieran pararse encima y con el balde libre intentábamos sacar el agua por el lavamanos. El desespero era tal que el señor Ever trató infructuosamente de destapar el desagüe. Una ráfaga de viento como si fuera una turbina gigante de un avión o una hélice de un helicóptero atacaba constantemente la vivienda y en cada llegada arrancaba una pared del segundo piso, pero a la vez traía consigo objetos que arrojaba dentro de la casa y contra las paredes, los minutos eran eternos y mi corazón latía a millón, preocupado por un posible infarto traté de cerrar los ojos para no mirar el agua que empezó a filtrarse por la pared, la única luz en medio de la oscuridad era de una pequeña linterna que aún conservábamos… cada vez que el viento azotaba era con mayor fuerza, las paredes del baño vibraban.
A las cinco de la mañana llegó el viento que terminó destrozando toda la estructura del segundo piso, sentimos cómo caían las últimas paredes y cómo el baño encima del nuestro se desbarataba poco a poco con la caída de los bloques. Mi preocupación era que las paredes completas cayeran encima de nosotros, porque ya la filtración en la pared era de chorros, entonces nos tocó reubicarnos cerca del sanitario mientras el señor Ever intentaba evacuar con la mayor rapidez el agua que entraba por la pared y el piso…. Siendo las seis de la mañana el viento se fue alejando y solo hasta las 6:50 me asomé por la puerta entreabierta, traía un casco de moto y unas gafas de trabajo industrial para evitar el golpe de algún objeto. De pronto un botellón golpeó la puerta y nos volvimos a encerrar, pasadas las siete salí a recorrer la sala inundada tratando de esquivar los maderos con clavos puntiagudos y los vidrios rotos esparcidos por toda la casa, salí al patio y todo era ráfagas de viento y lluvia con neblina fría, subí la escalera externa y fue cuando pude ver que el segundo piso de la casa ya no existía, todo estaba esparcido por el patio y por los terrenos vecinos, y se veía en las montañas muchos objetos como carros, motos, electrodomésticos, colchones regados como semillas para cultivar la tierra y los árboles estaban quemados, sin hojas, algunos arrancados de raíz, otros con el tronco doblado sin ramas, las montañas se veían claramente sin nada de vegetación; de pronto escuché un pito en la casa vecina de mi prima hermana Emanuela y alguien me gritaba, “Rómulo, Rómulo, ¿podemos ir a tu casa?”, les dije que sí, salieron despacio evitando troncos y palos con clavos, vidrios y objetos en el suelo, y esquivando los objetos que circulando por el aire seguían. Mi prima me abrazó y lloró y me dijo, “Primo, todo se nos fue, la panadería y la casa…”. Su esposo Alejando y yo le dijimos, “Aún nos queda la vida, todo eso se puede recuperar”. Nos dirigimos todos a refugiarnos al baño.
Solo hasta las 7:30 pudimos asomarnos con algo de tranquilidad y Alejandro salió detrás de mí. Subimos a la plancha donde estaba el segundo piso, desde allí se veía todo el barrio La Montaña, se veía perfectamente con todas las casas en ruinas, unas con solo los baños en pie… “Esta no es la Providencia que yo conocí”, me dije a mí mismo.