Un aroma sin café
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Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA
Fotografías de Ricardo Cruz
El paisaje comienza a iluminarse cuando el reloj cruza el umbral de las 5:30 de la mañana. El murmullo de las quebradas La Nigua y La Arabia, que pasan por los costados de la hacienda El Banco, la finca cafetera más grande de Venecia, acompaña la bruma que se disipa.
Los recolectores surgen de los caminos veredales con sus botas de caucho de veinticinco mil pesos, de esas que se compran en la ferretería de los hermanos Pérez Restrepo. Llevan bolsas de plástico con las que se cubren el torso; guantes, gorras, sombreros y camisas o camisetas de mangas largas para emprender una jornada que se antoja difícil, pues hubo aguacero la noche anterior, por disposición de La Niña.
Otros llegan en el carro de Jorge que sube desde la cabecera del pueblo a las 4:50 de la mañana y va recogiendo trabajadores por todo ese camino de estrechuras, barro y piedras que conecta a las veredas Villa Luz, La Sucia, Villa Silva, La Loma y La Arabia.
El Banco, hacienda de más de cien años, de 207 cuadras y con más de ochocientos mil árboles de café, queda en La Arabia, aunque antes, según cuentan los historiadores, pertenecía a La Loma. Fue fundada por Emilio Upegui, pero ahora le pertenece a un terrateniente llamado Óscar Díez, del que poco se sabe o se habla, como si estuviera prohibido saber o hablar del señor. Los decires es que es dueño de cuatro fincas grandes en Fredonia, de otras tres en Betania: El Balcón, La Linda y Las Mercedes; y en Venecia, de El Banco, El Jordán, La Estrella y El Bosque.
Hay personas que lo han visto tomando tinto en al atrio de la iglesia de Venecia, y otras que lo han visto pasar a caballo por las calles de Fredonia. Se apuran a comentar, incluso, que tiene muchas más fincas, en Salgar, en Andes, en Támesis, y que ni siquiera los narcos se meten con él. Una especie de mito, quizás, o un moderno Jaime Builes, ese excéntrico personaje que narra Germán Castro Caycedo en su aclamado libro La Bruja.
La hacienda El Banco es administrada por Enrique y su esposa Beatriz. Viven con la hija, el yerno, una sobrina y dos nietas que corretean sin dios ni ley por los corredores, los graneros y los pastizales de la finca, a la que llegaron hace más de veinte años, y en la que encontraron, esculcando un zarzo, una página de El Colombiano de 1914 en la que se consignaban noticias sobre la Primera Guerra Mundial, el presidente electo José Vicente Concha y la muerte del poeta Enrique Álvarez, autor de La carcajada del diablo.
“Te moriste Enrique, y hace tiempo”, bromeó Beatriz cuando encontraron aquella histórica página del diario antioqueño.
Don Enrique, mayordomo de la finca El Banco.
Beatriz siempre está de buen humor, sin importar la hora del día o la carga del trabajo. Se la pasa en la cocina, día y noche, preparando tragos, desayunos y comidas para todo el día. A veces sale al corredor principal para advertir a las nietas, no vaya a ser que se metan en el corral de las mulas. Pero las niñas siempre están detrás de la cola de Rupertini, una chandita con los dientes torcidos, siempre atento a los sapos y a otros animalitos de monte.
El carro de Jorge llega cuando van siendo las seis de la mañana. Changa y Ramiro esperan frente a la finca, sentados en una piedra fumando cigarrillo, echando chistes y contándose cuitas. Saludan a los demás con gestos y monosílabos y luego se atalajan sus ropas y sus botas para comenzar el ascenso hasta los cafetales. Antes de eso, entre chistes, Changa le suelta a Ramiro que, quizás, desde enero dejará de ser recolector de café y se volverá albañil, para seguir los pasos del gran Pascual Acevedo, el maestro de obra más famoso de Venecia, y a quien se le atribuyen el veinte por ciento de las casas y edificios actualmente construidos en el pueblo.
En el carro, una camioneta blanca cuatro por cuatro, llegan cinco trabajadores. Todos se tiran y cogen puesto en el corredor principal de la casa, a la espera de que la señora Beatriz les prepare los primeros tragos, un tinto negro sin azúcar o un vaso de aguapanela caliente.
Ella les cuenta la historia de la página de El Colombiano y de la noticia del poeta muerto, al que compara con su Enrique, y todos se echan a reír. Enrique no se inmuta, ya está acostumbrado, y los llama desde el cuarto de las herramientas para tomarles la temperatura y repartirles los baldes, los costales y los tapabocas.
—Ojo con ese covid, que hasta ahora nadie se ha enfermado en El Banco —les dice.
Entonces las charlas se apagan y los recolectores, unos treinta entre los que solo se cuentan tres mujeres, comienzan a trepar la montaña en busca de las hileras de matas, ubicadas a más de 1800 metros sobre el nivel del mar. Más arriba, cuando apenas van quince minutos de caminata, aparecen otros veinte recolectores, ataviados con botas, machetes y pantalones largos.
Tras ellos, empiezan a aparecer perros matorraleros venidos desde quién sabe dónde; cojos, muecos, bizcos, sucios y hambrientos, que corren tras los jornaleros ladrando, chillando y meneando la cola, parando en cada barranco con la lengua afuera y los ojos serenos sobre sus amos de ocasión.
Se saludan con gritos y silbidos, y la marcha continúa en medio de ese escenario brumoso y el olor a tierra mojada. Todavía la selva, a pesar de los largos tajos de café que la han ido invadiendo por años, parece querer rebelarse y advierte de su fuerza con ventiscas que arrastran ramas y hojas que caen desde los copos de árboles gigantescos, apostados allí desde los tiempos de titiribíes y sinifanaes. Pero, también el café ha germinado por décadas en esas laderas.