Tenía un Renault 12 como el de mi papá, solo que azul. O bueno, no era suyo; es una forma de decir. En su casa había un Renault 12. Ninguno de nosotros tenía carro propio, pero era como si fuera de él porque lo usaba para ir a todas partes a toda hora. A diferencia de mí, nunca se le vio preocupado por correr el riesgo de dejarlo parqueado en la calle, no fuera a ser que le robaran el radio o un espejo, y nadie le imponía una hora límite de llegada en la noche. Pipe no estaba obligado a oír una y otra vez la mismas advertencias a cargo de un jubilado que lavaba y brillaba su carro más de lo que lo usaba. Es más, nunca se habló de que tuviera papá. Creo que alguna vez se comentó que vivía con sus tías. A los dieciséis era el hombre de la casa. Por eso salíamos en ese R12 y no en el de mi papá.

Medellín en 1990 se estaba yendo a la mierda y no nos importaba. Tocaba vivir. En las advertencias de los adultos pululaban recuentos de bombas que cimbraban los sueños cada noche y masacres como la de Oporto, donde habían matado a diecisiete. Es que Pablo andaba enloquecido. Sin embargo, no había miedo que resistiera la posibilidad de una fiesta de un colegio de peladas. Nenas, les decía Pipe con una naturalidad que solo le salía a él. De esas particularidades estaba construido su prestigio de senséi de la rumba. Y de resultados, por supuesto. Pertenecer a su tripulación marcaba la diferencia entre contar con un plan de viernes y quedarse en la casa mirando para el techo.

Esperábamos ansiosos y sin chistar en el lugar que nos pusiera la cita. Llegaba alrededor de las once, más o menos media hora después de que terminara su visita oficial donde Paula. Era el único que tenía novia. Ella vivía en un castigo permanente, con la casa por cárcel, porque el estudio no era precisamente lo suyo. Estaba repitiendo décimo por segunda vez y sospechábamos que iba para la tercera. A pesar de que empezaba a verse vieja entre sus compañeras de salón, no la echaban del San José de las Vegas porque su papá era un señor importante. Paula estaba buenísima, pero nos absteníamos de mencionarlo, en parte por miedo a que Pipe nos sacara de sus planes y en parte porque había algo en ella, una especie de aburrimiento de vaca, que nos hacía verla más como una señora respetable. Estaba enamorada de él como nunca volví a ver alguien más estarlo de nadie. Le perdonaba los cachos que le ponía con la misma naturalidad que perdía materias. Después de las peleas, bastaba que él se apareciera con un conjunto vallenato y cara de perro apaleado para que las canciones adoloridas de Diomedes o El Binomio de Oro los volvieran a unir como dos ladrillos pegados con lágrimas.

Pipe tenía por lado y lado lo que los demás queríamos. Su éxito evidentemente no se debía a la pinta. Estaba más o menos en el mismo nivel de los otros seis que nos amontonábamos en el Renault: ni tan bien ni tan mal. Incluso marcaba un poquito por debajo del promedio porque era bajito, flaco y color tinta de frijol cargamanto. Su frente ancha no alcanzaba a ridiculizarlo aunque sí le daba un aire de haber pasado por las manos de un caricaturista benévolo. Era el clásico feo arreglado que administraba bien un par de mudas de marca y se ungía con loción Drakkar Noir, la joya de nuestros ahorros adolescentes. Pero había en él algo que no se podía comprar en la tienda de la esquina y que le granjeaba invitaciones a bailes a los que ni él mismo sabía cómo habíamos llegado.

En varias de esas fiestas, después de haber fracasado en la conquista de alguna morenita y sin posibilidades matemáticas de emprender una nueva búsqueda con otra, me sentaba a admirar su faena. A lo mejor así conseguía descifrar el secreto. Su técnica de baile no destacaba. Prefería mantenerse en los terrenos seguros de la armonía conocida y no arriesgarse con acrobacias. Tampoco era que tuviera el mejor verbo. O quizá sí, porque algo de talento tenía que haber en hablar sin decir nada y no aburrir a su público. Pero eso mismo lo habría podido aplicar cualquiera de nosotros. A mi entender, lo que marcaba la diferencia era el brillo transparente y juguetón, de gato chiquito, que repartía entre su mirada y su risa. Un gesto inimitable. Él prefería achacarle su efectividad a una estrategia más simple y terrenal, como parecía todo en su vida.

—Pillen sardinos —a todos los hombres nos decía sardinos—, uno baila dos o tres merenguitos con la nena y se la va parlando, haciéndola reír hasta que ponen una tanda de vallenatico suave. Ahí se acerca y empieza a bailar cachete con cachete. Si ella no se aparta, hay que seguir en las mismas, sin afanes. Cuando sientan que el asunto ya agarró impulso, mueven la cabeza para cambiar de lado y que quede el otro cachete con el otro cachete. En ese movimiento, cuando se crucen las caras de frente, se manda un piquito a la boca así de pasón. Si le responden bien, ya uno va cambiando de vez en cuando de lado y se queda cada vez más en lo del beso hasta que ya no sale de ahí. Sencillo.

Sencillo nada. Aunque seguíamos el consejo, rara vez al ocaso de la fiesta los demás podíamos abrazar algo diferente a la botella del ron horrible que da la tierrita. Terminábamos pasándola de mano en mano, a la espera de que él se hartara de darse besos en el balcón con muchachas a las que siempre bautizaba Adriana cuando le pedíamos mayores datos. Cuando encendían las luces blancas con el único propósito de echarnos, venía hacia nosotros, se daba el último trago y ejecutaba un par de pasitos merengueros satisfechos. La misma ceremonia que había dado inicio a su segunda parte de la noche. Después señalaba el rumbo a la puerta. Lo que restaba era embutirnos en el Renault e ir por una hamburguesa callejera con un precio inversamente proporcional al número de salsas que le ponían.

En uno de esos remates de noche habíamos terminado de comer y ya íbamos empacados en el carro rumbo a las respectivas casas cuando alguno —no fui yo— rompió la fluidez de la rutina.
—Pipe, güevón, pará porfa que me estoy orinando.
—Pero acabamos de arrancar. ¿Por qué no orinaste allá? —protestó.
—No sé, apenas me dieron ganas ahorita —insistió ese que no era yo y hubiera querido serlo.
—Ya esperate hasta la casa.
—No, marica, no me da.
—Educá el cuerpo.
—Pipe, carechimba, si no parás me orino acá.
—Tenés treinta segundos —concedió después de un bufido resignado—. Si te demorás uno más, te dejo.

El necesitado se bajó y el resto, que no éramos él pero que nos hubiera encantado serlo para convertirnos de algún modo en protagonistas, le hicimos la cuenta regresiva de la meada. No tuvo que gastarse el tiempo completo de licencia. Veintidós segundos le bastaron para oscurecer con un chorro potente la pintura descascarada de un poste de luz. Veintidós segundos que doscientos metros más adelante hicieron la diferencia. La onda explosiva no nos pegó de lleno, como sí lo hizo con un taxi que vimos levantarse sobre las llantas de atrás en un corcoveo de caballo asustado. La noche entró en hiato durante medio parpadeo para encandilarnos. No escuchamos la detonación, no necesitamos escucharla porque el coro del tinnitus y el parabrisas fragmentado sobre nosotros bastaban para entender.

Con voces que nos devolvieron a ser los niños que habíamos sido hasta hace muy poco, hicimos un llamado a lista espontáneo. Cada uno confirmó que estaba bien más allá del susto. Menos Pipe. Nada grave le había sucedido, pero solo reaccionó al tercer llamado, que iba adquiriendo textura de grito. Siguió con las manos sobre la cabrilla, absorto en el escarabajito de sangre que se alejaba parsimonioso de una esquirla clavada en su nudillo. La herida era ridícula, ni siquiera iba a necesitar que lo cosieran. El hilo granate no llegó a descolgarse de su mano. Él, sin embargo, permaneció mudo y con los ojos opacos fijos allí. No se movió cuando nos bajamos a repasar los daños que se asomaban a las ventanas de la cuadra entera.

El Renault estuvo en el taller hasta el final del año, después de los grados en los colegios. Pipe entró a una universidad privada y yo a una pública, una bifurcación insalvable que se acentuó cuando me fui a hacer una pasantía en pogos mientras él continuaba fiel a la rumba de bailoteo. Nos volvimos a encontrar cuando yo llevaba más de una década viviendo lejos de Medellín. Fue en uno de esos diciembres que se consumen entre planes familiares. Coincidimos haciendo fila en la caja de un Carulla. Aunque la línea de su pelo había retrocedido y la frente ya reclamaba ser mayoría en su cara, seguía muy parecido. Alcanzó a contarme que se había casado con Paula y que tenían un niño y una niña. La parejita. Sonrió durante toda la conversación y ni un instante conseguí atisbar allí lo que lo había hecho quien era. Cuando se alejó, tintineaban dentro de sus bolsas las botellas de ron y cerveza, más de la mitad de su mercado. Manejaba una Toyota Prado último modelo y no parecía ser un hombre con una Adriana en su vida.