Número 146 Octubre de 2025

Nadar entre la noche

por SANTIAGO RODAS • Ilustraciones de Jorge Carvajal

Gasté las últimas latas de aerosol en una bomba sobre una pared de contención al costado derecho de la avenida Nienmeyer. Tracé rápido las circunferencias y el relleno oscuro, corté con blanco hueso, limpio, y después de dos minutos, bum. Relumbraba con los colores en alto contraste. Las partículas de arena humedecidas por la cercanía del mar le daban cierto dramatismo tropical a la escena, una atmósfera como de canción de Stan Getz con João Gilberto: las palmeras, la avenida solitaria, las luces del alumbrado público, la montaña descolgándose hacia la playa, el vaho casi palpable como si la misma noche traspirara por su piel y la bomba pintada ahí con esta, digamos, saudade, decorando el espacio y rompiendo cierta textura atemporal del paisaje carioca. Digo esto después de casi caer por un barranco, a la altura de unos diez metros y sujetarme de una viga de contención para no desplomarme. Gajes del oficio, digamos. Y lo señalo no para que suene importante, no quiero que suenen a nada estas palabras, quizá escribirlo sirva para entenderlo, ponerlo en palabras y así tener una cierta sensación de realidad que en Río es casi imposible, pues lo concreto se disuelve entre las calles, el mar y el afrecho mitológico a través de lo que se ha dicho y cantado sobre la ciudad y es cierto; esa ciudad está cubierta por una pátina ficticia que envuelve su arquitectura, sus cuerpos, sus árboles hipernitrogenados. Quizá sea el portugués con el que se designan las cosas, la sintaxis que viborea y relaciona las palabras y los objetos, o un secreto bien guardado debajo de las enormes piedras que coronan el espacio. Para eso digo esto, a ver si por fin lo hago más palpable antes de regresar a mi ciudad, algo borracho y tocado por un cierto terror entre lo ominoso y lo improbable.

El resultado valió la pena. Mi tag en Río de Janeiro en un buen spot, visible, y lo suficientemente grande para el campo de visión desde distintos ángulos, inevitable si se va en carro o bicicleta por la carretera. La superficie en la que pinté estaba hecha de concreto blanco, dúctil y liso: absorbió el aerosol con benevolencia. A los lados la pared pringada de pichação que, como enredaderas de tinta, colmaba las superficies de la ciudad (indescifrable su gramática para mis ojos colombianos), casi no había espacio sin las firmas omnipresentes y con un orden severo. Así lo percibí una vez puse un pie en la ciudad. El pixo es el rey. Para pintar debía entender, primero, cuál era el movimiento de los pixadores y su proceder y luego actuar por mis propios medios. Encontrar espacios libres no era fácil, además, me recomendaron, enfáticamente, no tocar las pintadas de los pixadores, pues podría desencadenar una serie de problemas que procedo a señalar en dos puntos:

1. El grafiti era percibido como un fenómeno gringo y no era muy aceptado, puesto que, como práctica turística, intervenía sin el conocimiento local, esto es, el grafiti de letras era de todo menos brasileño y por tanto no pertenecía al aspecto público y popular, venía de afuera y no de la entraña de los barrios como sí la pichação, con su estética particular de pintura casi primitivista en lugares imposibles y salvajes, que surgía de la favela, del barrio y se apoderaba de los espacios como un virus inevitable, recordando que sin importar la altura del edificio ni su seguridad, los pixadores estaban ahí, dejando su marca indeleble. La favela, pues, regada por la urbe con su propio alfabeto en código, basado aparentemente en las letras del black metal y luego apropiado a una estética juguetona y encriptada, ágil, curvilínea e incomprensible para la mayoría. Y esto, sumado a la advertencia que incluía un rumor: algunos de sus practicantes hacían parte de las bandas criminales, las facciones: eran malandros. No obstante, esto había que tomarlo con pinzas, decía yo en mi adentro. Al igual que el grafiti, entre el runrún de las personas que desconocían sus maneras, se señalaba el vínculo con el crimen, que aunque cierto en un mínimo de personas, eran muchos más los que simplemente pintaban por diversión o entretenimiento nocturno, como yo.

2. La pichação era entendida como un fenómeno local con denominación de origen y asimismo respetado. (Las firmas no se encimaban una sobre otra, como sí pasaba tantas veces en el grafiti, sino que, como un tatuaje, cubría las paredes y las rejas, los puentes y los edificios con un orden y secuencia irreductible, uno al lado del otro, arriba, nunca encima). Por lo que, sin algún colega que me explicara, sería mejor no alterar el ritmo de dicha estructura y buscar espacios libres. Que por lo que veía no era para nada fácil.

Sin embargo ahí estaba yo a las doce de la noche pintando en la avenida sobre el concreto inesperadamente limpio de firmas, escurriendo los cunchos de las latas, horas antes del vuelo de regreso a Colombia. Con varios tragos de cachaza barata, no pocos, algunas cervezas, no pocas, y el sabor pastoso en la boca de la despedida que organizaron los anfitriones con picanha, funky carioca y, sobre todo, una sonrisa escabrosa que había visto en la tarde que no me podía sacar de la cabeza.

Caminé desde Leblón por la avenida que curvea con desprecio por la favela de Vidigal, a un costado el carro de los policías como sembrado eternamente con dos de sus llantas sobre la acera, trajes azules, chalecos antibalas, barrigas prominentes y armas largas esperan y esperan a que no pase nada, los mototaxistas de chalecos negros cruzados de franjas reflectivas suben y bajan con dirección al barrio llevando a propios a sus casas y a turistas a tener experiencias significativas (comillas) del tercer mundo, esto es, ver el barrio en su entraña, los fusiles en manos de jóvenes, siempre de a tres, sin camisas y en chanclas con granadas de fragmentación que cuidan las plazas de vicio, llamadas bocas de fumo, la arquitectura de autoconstrucción de ladrillo expuesto, tan familiar a la mirada latinoamericana, y luego, cuando se va subiendo entre las lomas apretadas hasta llegar al tesoro de la vista desde el morro Dois Irmãos hacia el mar y el brazo de la playa que divisa el sur en la que se topa con el tajo blanco en el litoral de Ipanema hasta llegar a la Praia do Arpoador, para desembocar en Copacabana. Una de las postales de esta ciudad.

Seguí mi camino por la avenida Nienmeyer, que saluda al Sheraton de beso en cada mejilla y sigue derecho con dirección a la Praia de Sao Conrado, obviando lo más posible la favela encaramada con cemento y mucho fervor en el borde de la montaña. Vi algunos pescadores nocturnos esperar en silencio a que algún pez picara sus cañas. Yo iba en mi ritmo, pensando, debía pararme duro si así lo requería alguna situación con propensión a la violencia. Pocas personas por la calle, en todo caso. Algunos caminantes que me decían: Boa noite y yo les respondía igual. Quizá porque era domingo o porque era una vía más diurna que nocturna, pero en general, las calles estaban vacías, pocos carros transitaban a esa hora y el sonido de las olas restallaba cada tanto con la fuerza del Atlántico. No sabía si corría o no peligro, pero el alcohol estrujado en mis venas me dio el arrojo y el brío para no pensar y dejar que la matemática que pondera los cuidados cerrara la compuerta del miedo. Estaba tranquilo, solo, prendido y en átomos volando para dejar mi firma regada en el mayor número de lugares posibles.

Sabía por el trabajo que vine a realizar que Río estaba caliente. Era una ciudad violenta que no medía su fuerza para devorar a periodistas, a habitantes de las favelas o a turistas y se los ruñía a todos por igual. La disputa entre facciones, el Comando Vermelho, Primeiro Comando da Capital y las intervenciones de la policía que estaban a la orden del día para disputar las rutas del narco, y las armas, calentaban los ánimos y engrosaban las cifras de violencia. Para entrar en las favelas había que hacerlo con algún conocido, de lo contrario uno podía ser un intruso que merece castigo. Por otro lado, el año pasado la policía asesinó a setecientos civiles, muchos de ellos menores de edad. No eran buenos tiempos para una de las capitales culturales de América. Me advirtieron, me indicaron, me señalaron que debía cuidarme, pero a esa hora y con ese viento y una luna bastante roja después de estar llena, tenía una disposición que debía seguir: el embrujo de Río en la noche. Al fin y al cabo ya había pintado en ciudades calientes, estado en la cárcel, hablado con paracos y recibido buenos golpes por mis grafitis y venía de Medellín que, si bien la conocía como la palma de mi mano, sabía que me podía morder y luego tragarme en cualquier momento de descuido. La tacita de plata o plomo estaba dispuesta a mantener su limpieza a costa de casi todo. En fin, para no explicar más las razones de mis circunstancias, seguía los pasos de las paredes para encontrar espacios vacíos, como un lateral ofensivo.

Pinté unas cuatro piezas y dejé unas firmas sin relleno y seguí rumbo a la playa. Los dedos pintados, las uñas también y una sensación del trabajo terminado, después de unas tres horas de recorrido, unida a una nostalgia anticipada de dejar estas calles, estos olores hasta quién sabe cuándo. Quería una cerveza, la humedad era altísima y debía regresar caminando al hotel en el que me hospedaba. Requería hidratación.

Sentí que me miraban unos ojos en mi espalda. Pero nada. No había nadie. Las facciones, pensé y aceleré el paso. Pero perdí cuidado, no era un buen momento para demostrar alguna fisura del miedo. Aún me faltaba el retorno.

Llegué a una tienda en Praia do Sao Conrado, la única que parecía abierta y pedí una cerveza que bebí con premura. Había una pareja que discutía, nadie más. La pareja manoteaba y alzaba la voz. La mesera me puso otra sin decirme nada. Saideira. Y esta sí la bebí con calma, saboreando el gusto del mar y la arena y la noche que transportaba los perfumes macerados del día. El viento soplaba con sus ramalazos y las partículas de la arena subían con buena altura para cubrir el filón de la playa y difuminaba un poco los contornos de las cosas, sfumato, como en las pinturas del viejo sabio. Con razón las canciones. Con razón los bailes.

Sentí una mano sobre mi hombro, pesada, también la queratina de unas uñas largas. Cuando volteé no vi a nadie. Pensé que estaban jugando conmigo, un improbable conocido que me quería jugar una broma. Pero nada, vacío. La pareja discutía tan rápido que no podía entender ni siquiera las palabras más básicas. La mesera le subió a la música. Sonaban las guitarras estridentes de Os Mutantes, A minha menina. Y empezó a dar unos salticos moviéndose al ritmo del rock. Algo de cinematográfico se añudaba en la escena.

Miré perplejo a los lados y bebí la cerveza despacio como haciéndome un archivo de lo que percibía. El regusto salado y arenoso del mar, la oscuridad del océano, la playa larga en curva, la línea obediente de los almendros de hojas gruesas como pintadas por Bob Ross, atrás el Hotel Nacional de Río de Janeiro como una nave espacial y la imponente piedra de São Conrado al otro lado que se recortaba con la luz de la luna y se veía más negra incluso que el cielo. El viento refrescaba un poco el calor y traté de adivinar su fuerza con mi mano haciendo una aparente resistencia.

La pareja ahora bailaba un forró y se besaba en las mejillas, las manos se buscaban. Parecía una buena reconciliación. Me quedaban unas pocas horas en esta ciudad y quería ralentizar, lo más posible, cada segundo. Me despedí de la mesera que me mató un ojo para decir adiós.

Pedí la última cerveza y una botella de cachaza para el camino. Podía hacer algunas firmas con el marcador.

Caminé de nuevo por la avenida.

Me mandé un trago del licor de caña y sentí el golpe en la garganta, bajando al estómago y anegándolo con el sabor humeante y dulce. La borrachera de nuevo se me trepó en el cerebro y lamenté no tener más aerosoles.

Otra vez la mano en mi hombro.

Al volverme vi un tipo detrás. Mi reacción inicial fue intentar un golpe, pero lo esquivó con una velocidad que me pareció inhumana. Tranquilo, dijo en español, pero con el acento marcado de la región.

Pensé arrojarle la botella, no obstante, no quería desperdiciar el licor recién abierto.

¿Qué? Dije con un tono firme.

Falar, respondió el tipo.

Le hice un gesto de desprecio y seguí con mi camino hacia el hospedaje. Quería estar solo. Andar cerca del mar, palpar la materia nocturna, pensar en el viaje, despedirme con calma de la ciudad. Apuré el paso.

El tipo apareció frente a mí, de nuevo. No podía ser.

Usted es grafitero, le quiero preguntar, espero no asustarlo, me dijo desde una distancia de diez metros.

Se acercó como flotando. Miré la cachaza en mi mano. ¿Alucinaba?

Un gusto, Joao Moreira Ocumbé. Me extendió su mano y vi las uñas largas y endurecidas. Su piel pálida, blanquecina, aunque sus rasgos eran negros: nariz ancha, labios gruesos, un tipo alto, ¿albino?

Le di la mano, apreté con firmeza. Quizá de una facción, me venía siguiendo desde hace rato. Pensé en correr.

¿Qué se siente pintar? Soltó de pronto. Atrás de sus palabras le alumbraron unos ojos como amarillos, de felino. Estaba vestido con un cachaco raído que alguna vez fue blanco, un sombrero de ala corta, de paja, rodeado de una cintilla roja. Sus uñas largas, impecables. Y olía a una loción dulce y penetrante, también a sudor.

La pregunta me tomó por sorpresa.

No sé, respondí. Muchas cosas y a veces nada.

El tipo parecía venir en son de paz.

¿Por qué le interesa?

Conozco a varios pixadores, incluso a los primeros de Sao Paulo, pero quiero saber sobre el grafiti, lo que se siente pintar. Dijo con tristeza, quizá ternura. Su voz estaba resignada, delataba un cansancio viejo como de cantante de bares nocturnos.

Le ofrecí un trago de cachaza que aceptó sin más.

Encendió un cigarrillo. Lo acompaño, si quiere, le puedo contar mi historia, que quizá le interese porque soy muy muy viejo, sobre todo, y le puede extrañar, porque soy un vampiro.

Me dio risa por lo inesperado del chiste.

Él también sonrió.

Me trajeron en un barco negrero hace tres siglos, apretado, casi sin comida varios meses, oliendo a culo, a mierda, a algunos que iban muriendo en el camino y nosotros ahí, hombres y mujeres africanos, aporreados, sin conocer nuestro rumbo. En el desembarco nos dejaron acá. Dijo. Fui primero astillero, trabajé en el puerto cuando esta ciudad era una miríada de bohíos. Trabajando a todas las horas, cargando y descargando barcos con algunos indios, que fueron mermando hasta desaparecer.

Lo interrumpí, le dije que debía caminar porque pronto saldría mi vuelo.

Paisa, colombiano, dijo. Lo delata el acento. Conocí a varios: a Elkin Obregón, quizá le suene, conversé con él en una ocasión, me comentó de su tierra y del pasillo y del porro, hablamos de música por horas, gran conocedor del Brasil y de su lengua. Un buen tipo que espero que se encuentre bien. También vino Jorge Isaacs que estuvo de visita un par de años antes de su triste muerte, le interesaba mucho lo que pasaba con la esclavitud, que por esos años se estaba desmontando aquí y en Colombia había sido desde el 58, nos ganaron ahí, dijo. Era un buen señor, un poco callado, pero atento. Y así fui conociendo más gente: caminantes de la noche, de todas las nacionalidades, borrachos que me recomendaban libros, películas. Pintoras, escultores, pagadiarios, poetas y algunos pillos. Me gustaría conocer Colombia.

Bajé la guardia, tomé más cachaza. Era un humorista, con bibliografía.

Acompáñeme y hablamos, le seguí la corriente.

Tengo, creo, cuatrocientos años, ya perdí la cuenta. Y ya casi nada me sorprende, es difícil. Vivir tanto cansa, se pierde el interés, todo lo que te rodea termina muriendo y casi nada es suficiente. Después de ser astillero, todavía siendo un esclavo, trabajé en los sembrados de caña de azúcar por varios años, era difícil no tener nada, ser maltratado, herido y castigado sin ninguna compensación, pasaron los años y llegó la minería de oro que era también dura pero menos que la caña, me gustaba estar adentro de las minas porque no sentía pasar el tiempo, porque siempre era de noche. Por eso me acostumbré ahora que no puedo ver el sol, porque ya sabía lo que era vivir de noche siempre. Pero en ese tiempo mi cuerpo era joven y terminé en los sembrados de café a mediados del siglo XIX, era un boom, pero seguían con los malos tratos, a pesar de la abolición de la esclavitud. Me escapé de los sembrados y me fui al monte, fui periodista de pueblos, barrendero, taxista, pastor de iglesias. Tenía, tengo, cincuenta años cuando me mordieron entre la selva y me convertí en esto, que es, de todos modos, una condena. Y vi pasar los siglos. Conocí a Machado de Asís cuando era un niño en el Morro do Livramento, fuimos relativamente cercanos en su juventud, leí sus libros después, como los de Carolina María de Jesús. Viví en el esplendor de esta ciudad cuando no existía el crimen organizado de las facciones, su auge de arquitectos, diseñadores y artistas, estuve en medio de la dictadura y luego vi el proceso de su armamento y sus estructuras criminales. Río ya no es lo que fue, pero quizá ahora tiene otro encanto. Me está entrando la nostalgia. Mejor respóndame lo que le pregunté: ¿qué siente cuando pinta?

Tomé más cachaza y empecé a creerle. Quizá su piel pálida era consecuencia de las noches y la falta de sol. Un vampiro en Río de Janeiro caminando en la madrugada conmigo. Seguro no me iban a creer, pero esta ciudad ya me había enseñado a suspender la incredulidad. Con la suficiente cachaza todo era posible.

Brindamos por Río de Janeiro mirando el brazo de luces en la playa.

Me quedé en la época de la samba y le hago honor vistiendo estos harapos que me acompañan hace tanto tiempo. Me han dicho malandro, o Curupira, me han dicho espanto, duende, salgo en la prensa, en las leyendas. Me han buscado para un documental, pero yo no quiero esa luz de los ojos de la gente que me destruiría igual que el sol. Y aquí sigo, sin envejecer como las piedras que apezuñan esta ciudad endiablada y definitiva.

Cuando volví a la ciudad desde el monte supe que ya no había esclavos, que ahora era distinto, pero a los negros nos trataban igual. No podíamos subirnos a los buses, ni entrar en algunos barrios acomodados. Hoy parece distinto, pero nos mata la policía, nos agarran los militares y no podemos estar en todas las playas. Pedacitos de la dictadura flotan en el aire. Por eso la noche no me pesa, por eso, aunque me gusta esta ciudad y no viviría en otra, porque es la mejor del mundo, tiene como todas sus malditos problemas. No me importa su comida horrible porque encontré un modo seguro de alimentarme, y de vez en cuando puedo soportar el fútbol y la locura desorbitada de los carnavales.

Vi la caída de la dictadura. Estuve con Snoop Dogg fumando en Lapa un cigarrillo de buena mariguana, bailé a los Rolling Stones, vi los escenarios olímpicos y el mundial, vi con dolor de las operaciones militares de hace unos años y lo que dejó instalada la violencia entre cada callejón de la favela. Pero ya no siento casi nada.

¿Usted qué siente por pintar?

No sabía qué responder, podría mentir y decirle tantas cosas, pero de verdad estaba en ceros. No tenía nada ingenioso para decirle.

Se siente como nadar, le dije de pronto. Nadar entre la noche.

Ya veo.

Después de eso nos callamos.

Caminamos despacio viendo las piedras y algunas pocas estrellas en el cielo. Las olas del mar movidas por las caderas del viento.

Nos encontramos con una de mis pintadas.

Ahí lo vi, le vi los movimientos del cuerpo, como una danza, dijo el vampiro. Me pareció interesante. Algo entre la fluidez y el nerviosismo. Quería acercarme pero no sabía cómo, se veía tenso.

En la mañana vi a un tipo herido, dije, lo llevaban escoltado dos con armas largas en sus manos. Uno de ellos me miró, quizá vio mi perplejidad, y sonrió. Lo llevaban a otro lado, a torturarlo más, a las diez de la mañana, moriría pronto por un error, por algo que quizá sabía y no debía. La sonrisa de unos de los malandros me quedó grabada.

Así es el presente, dijo.

Pensé que en algún momento se me arrojaría al cuello a buscar mi sangre A-. Imaginé mi vida eterna en esta ciudad y no me desagradó la idea. Ser un vampiro carioca: la samba, la música, las noches en la playa mirando la luna. Vivir en la noche eterna entre las piedras y las balas.

Creo que no hay nada bueno en ser eterno, dijo de pronto. Además de tener mucho tiempo, cantidades de tiempo exorbitantes. Una vida de ochenta años es suficiente. Ahora me siento como en ese cuento de Borges. Vivir eternamente no es vivir.

Vi sus colmillos que relumbraron por la luz de la luna.

Le entregué un marcador y le señalé una superficie de metal.

Joao, el vampiro, escribió su nombre en la reja. Marcó la fecha, marzo de 2025.

Cuarenta presidentes me han tocado, cuarenta y los que faltan.

Dimos los últimos tragos a la cachaza. Pronto iría a amanecer. El hotel, no obstante, estaba cerca.

Debajo de la firma del vampiro dibujé mi tag. Quizá él vería el paso del tiempo, cómo se desgastarían ambas improntas hasta desaparecer, y las bombas y los tags míos y de los demás hasta que no quedara nada de nada.

Atrás del mar el sol empezaba a trepar con sus dedos la línea del horizonte.

Dejé la botella vacía en el borde de la calle y los aerosoles.

Sentí una mano pesada de uñas largas en mi hombro. Un silencio revuelto como el látigo de la rama cuando el pájaro emprende la huida.

Su manera particular de despedirse.