Amazon Underworld Agosto de 2025

El estado de la coca en Putumayo

por BRAM EBUS*

En el sur de Colombia, los Comandos de la Frontera, disidencia de las antiguas FARC, dominan una extensa red de rutas que conectan cultivos de coca con los pueblos que suministran mano de obra, y que se enlazan con corredores de tráfico que cruzan las fronteras. También controlan y atemorizan a las comunidades. En una entrevista exclusiva, cerca de la frontera con Ecuador, los líderes del grupo —al que describen como “una guerrilla del siglo XXI”— responden sobre estas cuestiones.

Combatientes de los Comandos de la Frontera en una zona rural de Putumayo. Foto: Tom Laffay.

Cuatro camionetas blancas sin identificación corren por el paisaje verde brillante de las plantaciones, atravesando charcos en carreteras serpenteantes de la selva. Mientras el convoy toma una curva cerrada, suscita miradas preocupadas en una familia reunida en una casa de madera decorada con serpentinas de cumpleaños. El ambiente festivo quedó súbitamente destrozado. Las motocicletas se hacen a un lado rápidamente y los niños a lo largo del camino observan con ojos abiertos y temerosos.

Más de dos docenas de hombres fuertemente armados y en uniformes militares están sentados en la parte trasera de las camionetas, usan sombreros camuflados, pañuelos negros y botas de caucho. Pertenecen a una de las unidades móviles de los Comandos de la Frontera, un grupo armado colombiano que domina en el departamento de Putumayo una extensa red de rutas de tierra que conectan decenas de miles de hectáreas de plantaciones de coca con los pueblos que suministran mano de obra, y que se enlazan con corredores de tráfico que cruzan varios países, llevándola a puertos en las costas del Pacífico y del Atlántico.

Camionetas de los Comandos de la Frontera atraviesan una carretera en el departamento del Putumayo. Al lado derecho se ven cultivos de coca y al izquierdo, árboles. Foto: Tom Laffay.

Colombia se está ahogando en coca. El país ahora cosecha más de un cuarto de millón de hectáreas del cultivo ilícito, un récord alto que recientemente llevó a la Casa Blanca a considerar descertificar a Colombia como socio en la guerra contra las drogas, lo que terminaría con el flujo de cientos de millones de dólares en ayuda militar y cooperación cada año.

Después de décadas de guerras fallidas contra las drogas y campañas de erradicación forzada, la producción de coca continúa sin cesar. Las zonas cocaleras de Colombia están tomadas por una nueva generación de grupos armados que operan menos como los grupos guerrilleros históricos y más como empresas criminales transnacionales. Se han adaptado, evolucionado, y —lo más preocupante— están ganando.

La estrategia de “paz total” del presidente Gustavo Petro prometió diálogo y desmovilización, pero a tres años del inicio de su administración los grupos armados mantienen la ventaja. Con el período llegando a su fin y sin poder buscar un segundo mandato, Petro enfrenta una realidad cruda: en el mejor de los casos, podría asegurar acuerdos parciales que apenas impactarían la producción de coca de Colombia, aunque incluso pequeñas victorias podrían ayudar a paliar una tendencia preocupante.

Los Comandos de la Frontera

Uno de los grupos que controla la producción de cocaína son los Comandos de la Frontera. Las tierras colombianas fronterizas con Perú y Ecuador se encuentran entre las principales regiones productoras de coca del mundo y, aunque ciertos distritos son violentamente disputados por diferentes grupos armados, los Comandos siguen siendo el grupo dominante con extensas áreas de territorio bajo su control hegemónico.

En su feudo, el dominio de los Comandos es total. Restringen el acceso haciendo que las Juntas de Acción Comunal locales emitan una especie de cédulas de identidad para controlar quién puede entrar y salir. La organización también lleva a cabo formas rudimentarias de justicia, castigando a  ladrones que, por ejemplo, roban a los cocaleros. Las personas que no logran explicar su presencia pueder ser atadas a un árbol mientras investigan, enfrentando tortura y desaparición forzada cuando no hay respuestas.

El líder público de los Comandos Jairo Marín —también conocido por el alias ‘Popeye’— describió el sistema de justicia rudimentaria en una entrevista exclusiva en un lugar no identificado en la frontera con Ecuador. “Cuando nosotros capturamos un ladrón, analizamos bien de dónde es, cuántas faltas ha cometido y ahí miramos: lo desterramos del área, lo sancionamos y ya en última instancia es el ajusticiamiento”, dijo Marín.

Al igual que otros miembros del liderazgo de los Comandos, Marín perteneció a las estructuras de las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), de las cuales unos 13 000 combatientes se desmovilizaron después del acuerdo de paz de 2016 que terminó con más de medio siglo de conflicto con el grupo armado. Marín, contemplativo pero conciso, se unió a las FARC a los 13 años y ahora está en sus 50. Alias ‘Chacal’, un comandante local de edad similar, de carácter gregario y pontificador que participó en la entrevista, tenía solo 11 años cuando se alistó.

Los componentes clave del acuerdo de paz de 2016 carecían de financiación al final de la presidencia de Juan Manuel Santos, quien ganó un Premio Nobel de la Paz por el tratado. Bajo el gobierno de su sucesor Iván Duque, quien no tuvo la voluntad política suficiente para implementar aspectos centrales de los acuerdos, la situación empeoró. El Estado falló en proteger a los excombatientes, de los cuales más de 500 han sido asesinados desde entonces.

El tiempo de paz no ofreció nada más que exclusión, amenazas violentas y muerte para personas como Marín. Los excombatientes se encontraron perseguidos por sus viejos y nuevos enemigos, pero esta vez sin armas para defenderse.

“Vamos a unirnos, vamos a comenzar, vamos a armarnos porque nosotros no nos podemos dejar matar. De ahí comenzó esta organización”, explica Marín. En 2017, 16 hombres se reunieron en el sur de Putumayo, cerca del río San Miguel, en la frontera con Ecuador, para fundar lo que se conocería como los Comandos de la Frontera, una organización que actualmente tiene más de 1 200 combatientes armados, incluyendo exsoldados y paramilitares.

Putumayo es una de las regiones más biodiversas del mundo, donde las estribaciones de los Andes se transforman en selva tropical. Históricamente codiciada por barones del caucho, perforadores de petróleo, mineros y narcotraficantes, la región permanece como una de las áreas más violentas de la Amazonía, con tasas anuales de homicidios por encima de 50 por 100 000 habitantes.

Desde que llegó la pandemia, los Comandos han expandido sus operaciones a Perú y Ecuador, según funcionarios de inteligencia y docenas de entrevistas con fuentes en la región, aunque el grupo niega esta presencia transfronteriza. El 9 de mayo, 11 soldados ecuatorianos que participaban en una operación para atacar mineros ilegales de oro fueron asesinados en una emboscada atribuida a los Comandos, la cual también niegan.

Un integrante de los Comandos de la Frontera. Muchos combatientes pertenecen a comunidades indígenas. Foto: Tom Laffay.

Mientras los Comandos desmienten participar directamente en el narcotráfico alegando que solo “cobran impuestos” al comercio de cocaína y la minería ilegal de oro, los líderes comunitarios, funcionarios estatales y fuentes de inteligencia controvierten esto. En las áreas cultivadoras de coca, los Comandos han asesinado compradores y vendedores de cocaína y pasta base de coca que operaban fuera de su control. Esto incluye miembros del grupo criminal ecuatoriano Los Choneros, que ocasionalmente cruzan la frontera hacia Putumayo, y el grupo armado rival Carolina Ramírez, perteneciente a una estructura disidente de las FARC llamada Estado Mayor Central (EMC).

Marín describe su organización como una “guerrilla del siglo XXI”. Si bien esto refleja parcialmente sus estrategias de combate modernas —incluyendo drones de grado militar con un alcance de cinco kilómetros para reconocimiento y lanzar explosivos sobre rivales— también implica la ausencia de objetivos de derrocamiento del Estado. La denominación se refiere principalmente a su estructura organizacional interna.

El grupo marxista-leninista FARC ofrecía pocas libertades a los combatientes, quienes estaban separados de sus familias y no recibían ingresos. En los Comandos de la Frontera, los nuevos reclutas ganan una “bonificación” mensual del equivalente a 500 dólares, tienen vacaciones, y las familias de combatientes asesinados reciben una compensación.

Vimos a miembros locales haciendo videollamadas a sus novias, navegando por TikTok, y pensando en qué hacer con su pago mensual, un comportamiento impensable para aquellos que lucharon con las FARC en una era diferente.

“La bonificación también hay que comprenderla, nuestros combatientes tienen a sus padres, sus hijos, su señora y esa bonificación o ese bono familiar le corresponde”, explica ‘Chacal’.

Un integrante de los Comandos de la Frontera junto a un menor de edad en medio de un caserío. Foto: Bram Ebus.

Arraigados en la región

A diferencia de otros grupos armados colombianos que típicamente envían reclutas nuevos a regiones lejanas para separarlos de sus familias y redes de apoyo, los Comandos mantienen a sus miembros dentro de los territorios donde fueron criados, como Putumayo. “Somos regionalistas”, añade ‘Chacal’. Como resultado, muchas comunidades sienten cierta cercanía, ya que muchas familias tienen un pariente dentro de la organización.

Los Comandos entienden la importancia de controlar comunidades, incrustándose dentro de ellas y haciendo que los residentes compartan información sobre operaciones del ejército o grupos rivales. Bajo un gran plato de carne asada, Chacal declaró: “Si el ejército baja por este camino, uno de los aldeanos locales les dirá a nuestros muchachos inmediatamente. Tenemos una buena relación con la gente”. Aunque su supuesta buena voluntad sirve para múltiples propósitos, esta cooperación convierte a los miembros de la comunidad en objetivos tanto para los Comandos como para sus rivales. El grupo prohíbe el robo, el consumo de drogas y el comportamiento desordenado, y se reparten multas y castigos en consecuencia. Los Comandos dicen que el dinero va a fondos comunitarios.

Luis Marín, jefe negociador de los Comandos de la Frontera, al frente de integrantes de una unidad móvil del grupo armado. Foto: Bram Ebus.

Los Comandos obtienen mano de obra de las comunidades locales y obliga a pueblos enteros a construir caminos de tierra, acarreando arena y piedras de ríos cercanos para cubrir los senderos de lodo y llenar los espacios entre pequeños troncos de árboles, colocados horizontalmente a través de partes empinadas de colinas. Las construcciones de carreteras son, a ojos de las fuentes policiales, autopistas para el narcotráfico. Sin embargo, a ojos de los Comandos, representan un aspecto clave del desarrollo local gracias a su organización, e insisten en que las comunidades locales sí se benefician de estos caminos.

“La relación entre las comunidades y nosotros es una parte fundamental de quienes somos. Nos convertimos en un complemento de la comunidad”, explica ‘Chacal’. Argumenta que los Comandos protegen comunidades y trabajan en “transformaciones regionales” en términos de infraestructura rural y representación política, abogando por inversiones de desarrollo regional en los diálogos de paz actuales con el gobierno. Al hacerlo, las poblaciones locales instrumentalizadas se convierten en una herramienta poderosa para su agenda política.

La retórica comunitaria parece ser más que mera legitimación. Ambos comandantes son nativos de las regiones del sur de Colombia que, aparte de sus uniformes de combate, podrían mezclarse perfectamente entre la población campesina local. Su ropa modesta y modales rurales les permitirían pasar desapercibidos si no fuera por sus cicatrices de batalla y los grandes anillos que adornan sus dedos.

Ni Marín ni ‘Chacal’ parecen temer a la población civil en sus áreas de influencia; las veredas que controlan más estrechamente. Estos son asentamientos remotos en la selva, únicamente accesibles a través de puestos de control, donde cada finca tiene una gallera y narcocorridos mexicanos suenan desde cada esquina.

Los miembros viven y pasan su tiempo comiendo en establecimientos locales, dejando propinas generosas. Viajan con guardaespaldas armados reclutados de los mismos pueblos, se mueven libremente por las comunidades a todas horas. En las tardes, se les puede encontrar pasando el rato en las plazas, ordenando carne asada para la cena como cualquier otro residente local.

“Siempre nos regimos por las comunidades; el respeto mutuo con las comunidades y el respeto absoluto de las comunidades indígenas y afro. Primeramente, ellas tienen otro sistema organizativo social que es el Presidente. Nosotros, Comandos de Frontera, solamente somos un aliciente para el mejoramiento de la asistencia y seguridad de los territorios”, explica ‘Chacal’.

‘Chacal’, comandante de los Comandos de la Frontera, cuyo alias hace referencia a Carlos ‘el Chacal’, el terrorista venezolano que dirigió el asalto a la sede de la OPEP en Viena en 1975. Foto: Bram Ebus.

La clave de su progreso radica en el control sobre las comunidades, que a menudo no es deseado y se logra a través de la coerción, la violencia y la amenaza continua, o a través de un sentido perverso de mayor seguridad.

En docenas de entrevistas en visitas de campo separadas con líderes indígenas y representantes campesinos todos solicitaron mantener sus nombres en reserva, dicen que las repercusiones por hablar contra los Comandos pueden ser letales. Los miembros de la comunidad en Putumayo describen una forma asfixiante de control.

“Ellos quieren mostrar al Estado que sí están trabajando con las comunidades, sí, pero  con una pistola”, dijo el líder de una comunidad indígena. Los grupos étnicos tienen tierras autónomas constitucionalmente reconocidas, con cierto grado de autogobierno, pero “a ellos les vale un carajo”, dijo otro líder indígena sobre los Comandos, culpándolos de reclutar miembros de su pueblo —incluyendo menores—, de prohibir que los grupos de monitoreo territorial indígena entren a sus propios territorios, y de tratar de comprar su liderazgo. “La plata de la coca está mandando en Colombia, pero para el mal””,añadió un líder campesino.

En una región donde la población depende de una economía de la cocaína, controlada por los grupos armados, y donde las agencias estatales han fallado en desarrollar programas integrales para la construcción del Estado, acceso a la salud y educación pública, los Comandos son el rey.

Nuevo Paya

¡Vamos México! El acordeón toca su estribillo y suena a través de los altavoces, haciendo eco sobre el río Putumayo. Es domingo por la mañana, cuarto para las diez, y decenas de hombres con ojos vidriosos después de beber toda la noche se sientan en las tabernas con mesas frente a ellos llenas de botellas de cerveza vacías —igual que el piso—. Este es su día libre. No muy lejos, un canto fuerte emerge de un centro comunitario evangélico.

Estamos en Nuevo Paya, un asentamiento dentro del Parque Nacional La Paya, habitado por algunos de los pueblos indígenas que viven en el área, pero principalmente por “colonos”; algunos son nuevos y otros han vivido allí por décadas. Muchos llegaron después de huir de episodios de conflicto violento, se escondieron en la selva y a menudo encontraron el sustento en la única economía viable en las profundidades de la selva: la coca.

“Nos desplazó el ejército, pues, tirando tatucos, bombas, nos mortearon,” dice Jaime Ruiz, un cocalero conocido como ‘El Paisa’, quien fue desplazado en 2013 cuando el ejército comenzó una serie de ataques contra la guerrilla FARC presente localmente. “Tiraban morteros en nuestra dirección, cayeron cerca a nuestras casas, pues, lamentablemente nos sacaron de nuestros territorios también,” dice, explicando por qué se mudó a las profundidades del parque nacional protegido.

Pasta base de coca, el ingrediente principal de la cocaína. Foto: Bram Ebus.

Las FARC se desmovilizaron después del acuerdo de paz con el gobierno, pero no pasaron más de dos años y grupos escindidos y nuevas organizaciones armadas aparecieron en Puerto Leguízamo, un municipio de Putumayo, más grande que Jamaica, y que limita tanto con Perú como con Ecuador. El Parque Nacional La Paya, de 422 000 hectáreas, cubre casi la mitad de su extensión.

Para llegar a la finca de ‘El Paisa’, un pequeño bote motorizado maniobra sobre un laberinto de caños y cochas en selva densa, algunos de los riachuelos están cubiertos por la vegetación. Caimanes y toninas se esconden en las aguas negras, mientras martín pescadores y el hoatzin prehistórico —llamado el fósil viviente— se mantienen cerca del agua, y monos ardilla saltan de rama en rama.

Sandra Ahuite Otaya, una representante de la comunidad local, bromea diciendo que mientras los soldados pueden caminar por el parque durante la estación seca, las lanchas de la Armada no pueden navegar por los caños estrechos, poco profundos y llenos de troncos de árboles. Se ríe de que ellos, los colonos ilegales, una vez tuvieron que guiar hacia afuera un bote de la Armada llamado Piranha.

Junto a uno de los arroyos, aparecen espacios abiertos en la selva tupida. Algunos tienen cabañas de madera sobre pilotes, con muchos tambores de gasolina a lo largo de la orilla del río. Aparecen las entradas a las fincas de coca y sus laboratorios adyacentes de pasta básica de coca, para producir el precursor de la cocaína. En el Parque Nacional La Paya, hay al menos 1 800 hectáreas de cultivos de coca, el ingrediente principal de una economía ilícita que impulsa décadas de conflicto.

En una de esas fincas vive ‘El Paisa’. Usa pantalones cargo negros y botas. Con el pecho desnudo, camina alrededor, mostrándose hablador y enérgico, mientras busca una camiseta de fútbol del AC Milan desgastada y su sombrero.

“Ya nosotros estamos cansados de insistir en esto, vemos que la coca siempre perjudicó a este país”, dice mientras camina por sus seis hectáreas de cultivos de coca, que dan cuatro buenas cosechas al año. A pesar de la violencia, el negocio de cocaína permite a ‘El Paisa’ pagar por sus trabajadores y gastos y mantener su negocio a flote. “La coca es una manera de sostenernos, nuestros hijos, la familia”, añade.

Para eliminar gradualmente los cultivos de coca y reemplazar los sembríos ilícitos con sembríos legales de alimentos, ‘El Paisa’ explica que se requiere una solución negociada entre el Estado, las comunidades y los Comandos de la Frontera.

“En este momento tenemos otro grupo que está dentro de nuestro territorio, está en negociaciones con el Estado colombiano, quieren diálogos de paz. Para nosotros los campesinos es muy importante, porque cesaría un poco la guerra. Mejor dicho, sería una maravilla si lográramos disfrutar de un Putumayo en paz”.

Paz y política de drogas

A pesar del ambicioso plan para negociar la paz con todas las organizaciones armadas y criminales de Colombia, solo algunas mesas de diálogo continúan en curso. Los defensores de derechos humanos advierten que los grupos armados se han expandido en tropas, economía y territorio mientras participan en conversaciones de paz. Actualmente, 790 municipios en Colombia, el 70 % del territorio, tienen presencia de estos grupos.

Pese al escenario sombrío, los Comandos y el gobierno permanecen en conversaciones. El negociador principal del gobierno, Armando Novoa, un elocuente abogado sentado en una oficina de rascacielos en Bogotá, cree que se pueden alcanzar acuerdos parciales rápidos con los Comandos de la Frontera, acuerdos simbólicamente importantes que podrían, por ejemplo, involucrar la entrega de armas, la desmovilización de una parte de las tropas, y la reducción de los cultivos de coca.

“Para nosotros es muy importante llegar a acuerdos con los diálogos de paz para lograr la erradicación de la hoja de coca de la economía ilegal a través del diálogo, con una participación muy directa de las comunidades en esos territorios”, dice Novoa. “Son zonas históricas de abandono por parte del Estado colombiano, en donde no hay intervención económica, no hay políticas sociales”.

Las comunidades en Putumayo intentan al máximo permanecer neutrales, comparten un deseo unificado de paz en sus territorios y rechazan todas las intervenciones armadas. Dicen necesitar urgentemente alternativas viables a la siembra de coca, un cultivo cuya conversión en cocaína ha desatado violencia y causado división. Sin embargo, hasta que regrese la estabilidad, la coca permanece como el medio principal de supervivencia familiar.

La amenaza de Trump de descertificar a Colombia como socio en la guerra contra las drogas socava los mismos objetivos que busca lograr. La descertificación traería amplias consecuencias políticas y económicas, incluyendo la reducción de financiamiento para las fuerzas armadas de Colombia, lo que en realidad debilitaría la capacidad del país para combatir grupos como los Comandos y erradicar la coca.

Novoa advierte no solo de consecuencias dramáticas de seguridad, sino también de la falta de reflexión en los Estados Unidos, el país que más consume cocaína.

“Nosotros estamos intentando un diálogo para encontrarle una solución a un problema complejo que evidentemente no ha creado solo la sociedad colombiana. Aquí hay una responsabilidad global. Cuando yo miro las calles de Manhattan, en donde muchos ejecutivos consumen los fines de semana cocaína que la pagan bien y cara, la pregunta es si allí hay alguna responsabilidad con lo que le pasa a los campesinos en el sur del país, en Putumayo, en donde están los Comandos de la Frontera”, dice Novoa.

Un raspachín trabaja en una plantación de coca cerca de la frontera con Ecuador. Foto: Tom Laffay.
Laboratorio donde las hojas de coca se procesan. Varios de los trabajadores son migrantes venezolanos que encontraron aquí un sustento viable para sostenerse. Foto: Bram Ebus.

Con Colombia enfrentando una descertificación potencial, reducir los cultivos de coca permitiría a la administración de Petro renegociar términos más favorables con Washington. Mientras las opciones se reducen, los Comandos súbitamente se han vuelto crucialmente importantes para este esfuerzo. El gobierno ahora ha asegurado un acuerdo inicial para reducir el cultivo por 15 000 hectáreas en Putumayo.

Quizás no completamente consciente de su influencia, Marín se compromete a “permitir que el Estado entre”, para implementar programas de sustitución de cultivos con los cocaleros.

Después de varias fallas previas debido a falta de financiación, confusiones burocráticas y programas agrícolas mal diseñados, este intento podría ser diferente.

En el piso 32 con vista a las montañas orientales de Bogotá, Gloria Miranda, directora de política de drogas de Colombia, explica los dos pilares de la institución con respecto a los cultivadores de coca: oxígeno y asfixia. “Y esto [asfixia] es concretamente, pues la política punitiva criminal y militar del Estado. Mientras que el oxígeno tiene que ver con atender las causas estructurales por las cuales la gente tiene que entrar a cultivar, digamos coca, marihuana o amapola para fines ilícitos”.

Miranda reconoce que el apoyo de los grupos armados y su voluntad de colaborar con la agenda de paz de Colombia es fundamental. Anteriormente, han plantado minas antipersonales alrededor de campos de coca y han desplegado francotiradores para atacar a los erradicadores de coca. La voluntad de los Comandos de permitir que el Estado avance en proyectos de sustitución de cultivos no solo hace la implementación más fácil, sino también socialmente viable, ya que el grupo en un sentido paradójico representa la agenda y el movimiento cocalero.

“Si el grupo ilegal que hace presencia en el territorio respeta la voluntad de los campesinos de transitar a una economía legal, esa transición va a ser mucho más fácil”, dice Miranda, también subrayando la necesidad de respaldo extranjero. “Nosotros, por supuesto, estamos muy comprometidos con dar esos resultados rápidos, mostrarle a la comunidad internacional que Estados Unidos es y ha sido un aliado fundamental de Colombia en materia de lucha contra el narcotráfico”.

Miranda está convencida de que el Estado puede negociar un trato con Marín, especialmente por el arraigo local de su liderazgo y sus combatientes. “Yo creo que ellos se han dado cuenta [de] que la guerra es algo insostenible, que aunque la economía ilegal da dinero, no trae lo que todos estamos buscando que es la paz y la tranquilidad, porque recordemos que Comandos de la Frontera o cualquier otro grupo que haga presencia en un territorio en Colombia también es gente que es del territorio”.

Miembros de los Comandos de la Frontera. Foto: Bram Ebus.

Ligeramente provocado durante la entrevista por la pregunta sobre dónde espera estar en cinco años, Marín juguetea con el seguro de su rifle automático y dice:

“O sea, si llega a haber un proceso de paz y el gobierno cumple, yo me miro en una región de esto, con una finquita, proyecto legal, con la familia, muy tranquilo. Si el gobierno cumple y nos brinda las garantías de que nadie nos va a venir a molestar y que el producto que uno va a comenzar a cultivar tenga salida, le compren y con esto uno se sostenga. Yo personalmente sí estoy jalando al proceso de paz con seriedad y corazón para que esto se dé para poder vivir tranquilo”.

Con una mirada y una sonrisa, ‘Chacal’ responde en su turno: “¡Yo, liderando grandes marchas sociales y políticas!”, dice en su proyección a futuro. Se ve liderando movimientos campesinos cívicos en la región, lo que considera una continuación de su lucha actual, pero sin armas.

Pero con las elecciones presidenciales y legislativas previstas para 2026 en medio de un ambiente altamente polarizado, hay una posibilidad de que los proyectos de paz de Colombia no continúen y un nuevo liderazgo político presione por soluciones militares.

En el mundo cínico de los Comandos de la Frontera, donde cuidar comunidades significa pagar jóvenes para unirse a un nuevo capítulo del conflicto interno, donde el trabajo forzado para construcción de carreteras se llama desarrollo local, una máquina de guerra en constante expansión simultáneamente se prepara para lo peor.

“Así como nos estamos preparando para la paz, también nos estamos preparando para la guerra. Porque la guerra es la continuación de la política por otros medios. Si no hay paz, pues toca uno prepararse”, dice ‘Chacal’, luciendo botas safari y uniforme militar.

*Amazon Underworld es un proyecto de periodismo investigativo transfronterizo en el que participan Al Margen (Perú), Armando.Info (Venezuela), InfoAmazonía (Brasil), La Barra Espaciadora (Ecuador), La Liga Contra el Silencio (Colombia) y RAI (Bolivia). Es posible gracias a la financiación del Ministerio de Relaciones Exteriores de los Países Bajos, el Departamento de Desarrollo Internacional de Reino Unido y la Fundación Ford.