Número 145 Agosto de 2025
De la vez que la tomba y los paracos se bajaron al Calavero
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por LINA ALONSO • Ilustración de Mónica Betancourt
Tenía trece años. Esa primera vez el miedo le ganó al frío y el orgullo al cansancio. Lo que no sabía era que iba a ser la primera de muchas; esa tarde llegué del colegio, terminé las tareas, pa fuera uniforme y me fui a la plaza de artesanos del Tunal, estaba haciendo carrera de jipi trenzando mis primeras manillas con los colores de la bandera rastafari. Ella me había advertido que si no llegaba a las nueve mejor me quedara donde me trasnocharan. Ya en la plaza, como siempre, comenzó la vaca para el Tequimón, alguien sacó una grabadora que salpicaba algo de Sepultura, los punkos cayeron con gale y el Calvo con su bareto, pero hubo algo esa noche, habían matado al Calavero, un guitarrista ambulante todo chirri y flaquísimo que vivía por Guacamayas, en la loma del 20 de Julio, otro del parche. Así que tanto gale, bareto y Tequimón pasaron por la boca de todos. Era 2007 y sabíamos que el cuento de las limpiezas sociales en los barrios se estaba calentando, pero eso era algo que solo les pasaba a los habitantes de calle que comenzaban a amanecer con disparos en los postes, arrumados con los cartones que trasteaban; luego comenzaron también con los burros y los mechudos. El Duende, un punkero de vieja data que bajaba cada tanto de San Cristóbal, nos dijo: “Están agarrando a cualquiera que llegue después de las once de la noche y vea, taluego”, mientras se pasaba los dedos torcidos por la garganta simulando un tajo.
El caso es que llegué esa misma noche a las diez y pico, no me abrieron la puerta, me habían prometido las llaves de la casa para cuando cumpliera los quince, me faltaban dos, entonces, y para vengarme un poco, me agarré del timbre porque, hijueputa, si me va a dejar por fuera pues que tampoco duerma, de malas, fue ahí que salió por la ventana y me dijo: “Voy a llamar a la policía si me sigue jodiendo la vida, maricona de mierda, porque se la echo y no me tiembla la mano”. Y después de escuchar que al Calavero lo había matado una gente con ayuda de la tomba agarré a correr, bien empinada con mis punteras, bien rasgada con las mallas que dejaban entrar como avispones las primeras punzadas del frío. El teléfono público más cercano quedaba en la bomba de gasolina de otro barrio y solo tenía el número del Calvo, el de los plones, básicamente era pedirle posada al jíbaro del parche, era eso o amanecer arrumada en un poste con un balazo entre ceja y ceja, como se lo clavaron al Calavero.
Borracho precavido vale por dos, y aunque di mi aporte responsable y justo para el chorro, me guardé un par de monedas porque en mi casa nunca se sabía, con la cucha nunca se sabía, con el barrio nada se sabía, y con los últimos doscientos pesos llamé de la Texaco de Matatigres. Del otro lado una voz que brotaba detrás de cortinas pesadas y chirosas de humo me reconoció: “Flaca, venite, no te quedés en la calle, marica, agarra el colectivo que dice Santa Lucía, Molinos y Gobaroba, te bajás ahí en el CAI de Providencia y en media hora te recojo”. Vea y ahora con qué putas pago el pasaje, mañana pa llegar al colegio cómo, será que el man me mete la mano, será que me tumban un diente mañana, si me saca el rejo de nuevo no voy a alcanzar a ponerme doble pantalón y sentarme será una mierda, en fin, preguntas, preguntas, preguntas, veo venir la miniflota, le estiro el brazo y a la frenada le digo: “Patrón, me acabaron de atracar y necesito llegar a mi casa, mis cuchos deben estar repreocupados”. Cuando me dejó subir me sentí contenta de la mentira, me salió tan fluidita, tan natural, tan deslizada en la lengua como si tuviera cuchos y como si tuviera casa, me arrellané en el puesto que estaba detrás de la salida y me fui comiendo las uñas, me entró un meo satánico y pensaba que era mejor mearme en la silla porque bajarme en pleno Marruecos era entregarme virgen y estúpidamente a la muerte.
Esa van culebreaba como un hijueputas por esas calles todas empinadas, deslizándose sin miedo por sus jorobas cundidas de cemento, y en las partes destapadas los saltos que pegaba me subían la vejiga a la garganta. Tan, llegué y tan que el Calvo estaba ahí todo ajisoso a la sombra de un eucalipto que daba a la espalda del CAI,el sitio estaba alumbrado con unas luces de navidad aún en pleno julio y rebotaba los destellos sobre una virgen de cascajos blancos; le dije: “Llae, me voy a mear aquí, dese la vuelta”, y se movió dos pasos, susurró que iba a ventanear para estar pendiente de la tomba aunque se habían ido de ronda. Fue un chorro decidido, directo, largo y vigoroso, sacudí el trasero y me subí las mallas, me dijo que le había agarrado la moncha que si íbamos por cañería —como les decíamos a la rellena y a la morcilla—. “Pero, Calvo, parce, me quedé sin luca”, “Nada, Flaqui, el piquete va por mi cuenta, suelte más bien qué pasó ahora que no le abrieron la puerta”, me agarró los cachetes con una mano, acercó esos ojos eternamente pepos y desgajó un “Uf, pero esta vez sí no se dejó meter los traques, bien ahí”. Comimos y nos fuimos pa una casa a la que se entraba por una escalera de concreto que serpenteaba por fuera del primer piso.
No le vi el menor inconveniente, de ser el caso, a pagar con sexo el favor de la quedada, pero mi yo hormonal ignoraba que el Calvo era mera pluma, un skinhead mariposa y antifascista de 17 o 19 años, un amor la gonorrea esa, cuando abrió la puerta de metal me encontré con el parche que me acogería durante seis meses enteros: pelados y peladas de mi edad que por diferentes razones tampoco tenían dónde pasar la noche, y que también venían timbrados con las fotocopias que pegaban en los postes de sus barrios. Esa primera vez me arrunché con Johanita, una pelada que tenía los ojos como de gata, el papá era un alcohólico irredento que llegaba a darles en la jeta a ella y a la mamá casi todas las noches, luego supe que el cucho se mató bajándose borracho de un bus, ahora Johanita es Johanota y está más buena que el pan; también estaba Ferney que se daba las señoras muñequeras con un medio hermano mayor; también estaba Wilmer, que más que problemas era que en la casa vivían ocho y aprovechaba cada que podía para dormir en el sofá del Calvo, el sofá era de tela con diagonales doradas y vino tinto, era de las pocas cosas que se había traído de Armenia, donde nació y de donde lo sacaron después de un tren de pata que le dieron varios en la cuadra cuando lo pillaron sobándose la verga con otro man bien chirles.
El Calvo nos explicó que su casa era una casa okupa, que eso lo había aprendido de una vuelta vasca y que no sé qué, y unas bandas que tal y trin que defendían eso, solo nos dejaba quedarnos a dormir, para antes de las 7:00 ya todos teníamos que estar afuera porque el man se iba a su trabajo de celador, su turno comenzaba a las 9:00 en un edificio en el norte de Bogotá, Johanita y yo salíamos a eso de las cinco para las casas donde la madrugada encalambraba la rabia de nuestras respectivas familias y al sonido del fogón se mascullaban maldiciones de ojo lagañoso, salíamos luego de un duchazo, si daba el tiempo, a los uniformes y de ahí al colegio. La segunda vez que me dejaron por fuera me quedé dormida en la banca del parque porque esa vez tenía que madrugar a una exposición del colegio y no me alcanzaba el viajadón; la tercera, la cuarta y hasta una octava vez ya fueron allá en el barrio Mirador, en la casa de Edimer Buitrago, más conocido como el Calvo Plones.
En esos meses siguieron apareciendo pelados muertos, la mayoría de ellos habitantes de calle, metaleros, punkos, consumidores de algún tipo de droga, o simples farreros que llegaban de hacer cosas de gente farra desde otros barrios, las noticias nos rodeaban en la guarida, y el Calvo decía que por él guardaba a todos, el empute lo masticaba solito cuando estaba por allá en Rosales, pero cuando pillábamos nos poníamos los temas para despelucar el miedo: desde Alice Cooper, Dead Kennedys o La Peste. Wilmer se bajó la pelera, yo me quité el piercing de la nariz que me había hecho a escondidas y Johanita comenzó a sacarle plata al cucho cuando estaba jeto para comprarnos mecato a todos en la casa.
Torciendo esos días que siguieron hasta hoy el asunto es otro, pasó el tiempo muchos volvimos a la casa, otros se pisaron para otros barrios, ayer mi mamá me llamó a contarme que un tipo de unos treinta años y piola pasó a preguntarme para dejarme una invitación, era el Calvo. Hoy fui a recogerla, abrirá un supermercado en el Tunal y dice que estoy encargada de llevarle una bandeja de cañería solo para los dos, quiero no solo abrazarlo, quiero invitarlo al apartamento al que me fui a vivir sola hace poco, contarle que lo primero que se encuentra en mi casa es un sofá de segunda muy amplio donde me encanta recibir a las amistades, verlas borrachas, recibirles los llantos, limpiarse la grasa de la pizza que casi siempre ponemos, verlos haciendo malabares para armar los bienaventurados bareticos, las más panas incluso tienen copia de las llaves, le diré que el rancho no será okupa, pero que si alguien lo necesita ahí lo voy a recibir con un “Eche pa dentro”, porque de él aprendí a abrir la casa como si la vida dependiera de eso. Porque para nosotros sí fue así.