Construido en la Edad de Bronce cretense, el palacio del rey Minos es casi una pequeña ciudad, un laberinto, el proverbial escondrijo del minotauro. Tuvo su esplendor hace cuatro mil años en el mismo momento en que los marineros de esta isla alargada dominaban el Egeo. La manía clasificatoria de los arqueólogos define la historia de las ruinas de forma previsible: protopalacio, palacio y pospalacio. Todo pasa, ya lo sabemos. Los palacios anticipan las ruinas. Un terremoto parece haber acelerado el fin de la civilización minoica, que, siglos antes de la guerra de Troya y milenios antes del auge helénico, dejó un legado misterioso en esta isla del sol y el viento. Los frescos muestran jóvenes avezados saltando encima de unos toros magníficos y unas sacerdotisas voluptuosas con serpientes en las manos. Una estética pagana que ha fascinado al mundo.
Hay algo de egipcio en los frescos y en las efigies de ojos rasgados que vimos después en el museo arqueológico de Heraclión, donde tomé nuevamente fotos de las mismas espirales que se repiten en las innumerables vasijas y en los frescos restaurados. Uno puede combatir la ansiedad arqueológica con algo de contemplación existencialista, con la idea de que el tiempo va dejando una estela de misterio, una espiral inescrutable. Los minoicos escribieron en un lenguaje indescifrable, Lineal A lo llamó Evans. Hay inscripciones en muchas partes, sobre dioses, guerras, amores y cosechas, puede uno suponer. ¿De qué más pueden escribir los seres humanos?
Creta fue el centro de la civilización europea hace 3500 años. Después fue invadida y sometida por los micénicos (los griegos continentales), los jónicos, los romanos, los venecianos, los otomanos y los turistas. Hay algo en esta isla que me recuerda lo que los italianos llaman la cuestión meridional, una especie de pasividad y resignación general ante los ocupantes foráneos. Varios de los cretenses nos dijeron: “Llévennos con ustedes a Colombia”. Uno siempre quiere huir. Incluso de una tierra bendecida por el sol, adornada por palacios de otros tiempos y profusa en viñedos y olivares.
Hay tantas ruinas, de tantas épocas superpuestas, que muchas están abandonadas. La abundancia lleva previsiblemente a la desidia. En Chania, la segunda ciudad de Creta, ubicada al occidente de Heraclión, adonde viajamos después de nuestra visita al palacio de Cnosos, las ruinas se confunden con las construcciones modernas. Hay apartamentos incrustados en las murallas venecianas y restos de otros palacios minoicos en varias partes, todas dejadas a la buena de Dios, como si las autoridades encargadas de proteger el patrimonio histórico se hubieran resignado a la manía de los seres humanos de construir en capas y hubieran adoptado, ellos también, el nihilismo arqueológico. ¿Qué es una ruina más ante la espiral del tiempo? ¿Qué historia distinta pueden contarnos los restos de otro palacio desenterrado?
Chania parece haberse adaptado razonablemente a una plaga de estos tiempos: los cruceros que desembarcan por unas horas y llenan las calles de miles de visitantes frenéticos, afectados por la fiebre consumista de tierra firme. Hay tiendas de souvenirs por todos lados, restaurantes en cada esquina y almacenes de marca aquí y allá. Pero si uno camina más allá del barrio de Kastelli, la ciudad luce tranquila, adormecida. Las galerías, librerías y cafés sugieren una gentrificación benigna. El Partido Comunista tiene una sede conspicua en el área gentrificada. Incluso los comunistas parecen haberse resignado a los cruceros y sus estropicios.
Tuve mi primer contacto con Europa y las islas griegas en el colegio, en la clase de estética que dictaba el profesor Ignacio Álvarez, quien solía viajar a Europa cada año y tomaba cientos de fotos que usaba después para combatir nuestra indiferencia. Probablemente en una de esas clases atisbé las calles de Chania por primera vez, el fuerte veneciano, las callecitas estrechas y las construcciones otomanas. Ignacio tenía una predilección extraña por fotografiar los trapos al sol en los balcones mediterráneos y las bicicletas y vespas parqueadas en las aceras que, muchos años después, en el puerto de esta ciudad deslumbrante, traté torpemente de imitar.