Número 145 Agosto de 2025

El turista en su laberinto

por ALEJANDRO GAVIRIA • Fotografías por el autor

“Los relatos de viajes se parecen a los de los sueños, solo le interesan verdaderamente a quien los cuenta”, leo en el celular por casualidad, como una especie de advertencia o admonición. Vamos en un ferri a toda velocidad, navegando entre Santorini y Heraclión, la capital de Creta. Son casi las tres de la tarde. Hace unas horas, antes de tomar el presuroso ferri hacia Creta, habíamos visitado un museo en Santorini que contiene miles de piezas de cerámica y unos cuantos frescos de la llamada cultura minoica, la primera gran civilización europea que desapareció misteriosamente hace 3500 años.

Tomé varias fotos (manías de turista) de una tendencia recurrente en las vasijas: espirales entrelazadas que, creo, aluden al paso del tiempo, al correr presuroso de los años. Alrededor de las cinco de la tarde llegamos a Heraclión, donde paradójicamente el tiempo parece detenido en los años setenta del siglo pasado. El centro de la ciudad está lleno de familias con bebés y gatos que retozan, desentendidos de los asuntos humanos. Los niños corren por las plazas. Las familias conversan plácidamente en las esquinas. Las señoras fuman en las aceras, impasibles a las miradas de los turistas y a los dictados de la salud pública. Las tiendas venden bordados y manualidades. Las paredes están llenas de consignas. Todo transmite una decadencia extraña, como si los residentes quisieran y no quisieran al mismo tiempo adentrarse por el camino sin retorno de la gentrificación.

Al día siguiente vamos a conocer el famoso palacio de Cnosos, el segundo sitio más visitado de Grecia después de la Acrópolis en Atenas, el misterioso palacio del rey Minos que fuera el epicentro de la cultura minoica. Queda a unos veinte minutos de la costa, rodeado de unos cerros amarillentos repletos de olivares. Hay una fila de menos de veinte personas en la entrada y los turistas están desperdigados en grupos pequeños en un área de más de un kilómetro cuadrado. Uno puede caminar tranquilo en medio de templos y edificios. La arquitectura del lugar es intrincada. Asumo una postura indiferente, casi nihilista, ante unas ruinas complejas, indescifrables.

Me llama la atención la sinceridad de los comentarios explicativos que acompañan las ruinas. Revelan una especie de escepticismo arqueológico. Sugieren que todas las interpretaciones (y buena parte de las restauraciones y reconstrucciones) son el resultado de la imaginación del arqueólogo inglés Sir Arthur Evans, quien descubrió el palacio a finales del siglo XIX. Un hijo y una cuñada trabajaron en la restauración. Libremente abusaron de los colores fuertes y convirtieron la figura de un mono de uno de los frescos en la silueta de un niño. Los arqueólogos siempre han sido imaginativos, ¿qué más pueden hacer? La calle principal de Heraclión lleva el nombre Evans: arqueólogo, intruso y poeta.

Fresco en el palacio del rey Minos.

Uno siempre quiere huir. Incluso de una tierra bendecida por el sol, adornada por palacios de otros tiempos y profusa en viñedos y olivares.

Construido en la Edad de Bronce cretense, el palacio del rey Minos es casi una pequeña ciudad, un laberinto, el proverbial escondrijo del minotauro. Tuvo su esplendor hace cuatro mil años en el mismo momento en que los marineros de esta isla alargada dominaban el Egeo. La manía clasificatoria de los arqueólogos define la historia de las ruinas de forma previsible: protopalacio, palacio y pospalacio. Todo pasa, ya lo sabemos. Los palacios anticipan las ruinas. Un terremoto parece haber acelerado el fin de la civilización minoica, que, siglos antes de la guerra de Troya y milenios antes del auge helénico, dejó un legado misterioso en esta isla del sol y el viento. Los frescos muestran jóvenes avezados saltando encima de unos toros magníficos y unas sacerdotisas voluptuosas con serpientes en las manos. Una estética pagana que ha fascinado al mundo.

Hay algo de egipcio en los frescos y en las efigies de ojos rasgados que vimos después en el museo arqueológico de Heraclión, donde tomé nuevamente fotos de las mismas espirales que se repiten en las innumerables vasijas y en los frescos restaurados. Uno puede combatir la ansiedad arqueológica con algo de contemplación existencialista, con la idea de que el tiempo va dejando una estela de misterio, una espiral inescrutable. Los minoicos escribieron en un lenguaje indescifrable, Lineal A lo llamó Evans. Hay inscripciones en muchas partes, sobre dioses, guerras, amores y cosechas, puede uno suponer. ¿De qué más pueden escribir los seres humanos?

Creta fue el centro de la civilización europea hace 3500 años. Después fue invadida y sometida por los micénicos (los griegos continentales), los jónicos, los romanos, los venecianos, los otomanos y los turistas. Hay algo en esta isla que me recuerda lo que los italianos llaman la cuestión meridional, una especie de pasividad y resignación general ante los ocupantes foráneos. Varios de los cretenses nos dijeron: “Llévennos con ustedes a Colombia”. Uno siempre quiere huir. Incluso de una tierra bendecida por el sol, adornada por palacios de otros tiempos y profusa en viñedos y olivares.

Hay tantas ruinas, de tantas épocas superpuestas, que muchas están abandonadas. La abundancia lleva previsiblemente a la desidia. En Chania, la segunda ciudad de Creta, ubicada al occidente de Heraclión, adonde viajamos después de nuestra visita al palacio de Cnosos, las ruinas se confunden con las construcciones modernas. Hay apartamentos incrustados en las murallas venecianas y restos de otros palacios minoicos en varias partes, todas dejadas a la buena de Dios, como si las autoridades encargadas de proteger el patrimonio histórico se hubieran resignado a la manía de los seres humanos de construir en capas y hubieran adoptado, ellos también, el nihilismo arqueológico. ¿Qué es una ruina más ante la espiral del tiempo? ¿Qué historia distinta pueden contarnos los restos de otro palacio desenterrado?

Chania parece haberse adaptado razonablemente a una plaga de estos tiempos: los cruceros que desembarcan por unas horas y llenan las calles de miles de visitantes frenéticos, afectados por la fiebre consumista de tierra firme. Hay tiendas de souvenirs por todos lados, restaurantes en cada esquina y almacenes de marca aquí y allá. Pero si uno camina más allá del barrio de Kastelli, la ciudad luce tranquila, adormecida. Las galerías, librerías y cafés sugieren una gentrificación benigna. El Partido Comunista tiene una sede conspicua en el área gentrificada. Incluso los comunistas parecen haberse resignado a los cruceros y sus estropicios.

Tuve mi primer contacto con Europa y las islas griegas en el colegio, en la clase de estética que dictaba el profesor Ignacio Álvarez, quien solía viajar a Europa cada año y tomaba cientos de fotos que usaba después para combatir nuestra indiferencia. Probablemente en una de esas clases atisbé las calles de Chania por primera vez, el fuerte veneciano, las callecitas estrechas y las construcciones otomanas. Ignacio tenía una predilección extraña por fotografiar los trapos al sol en los balcones mediterráneos y las bicicletas y vespas parqueadas en las aceras que, muchos años después, en el puerto de esta ciudad deslumbrante, traté torpemente de imitar.

Chania es un paraíso para los fotógrafos. Los atardeceres duran varias horas. Cerca del puerto los turistas se aglomeran al final de la tarde y tratan de capturar la retirada del sol en sus celulares: una urgencia existencial que me hace pensar de nuevo en las espirales de las cerámicas y en las sacerdotisas propiciatorias que vieron este mismo sol y bendecían a los marineros heroicos (celebrados por Homero, incluso) que convirtieron hace milenios estas orillas en el centro del mundo, literalmente en el mediterráneo.

De Chania fuimos a una lejana playa de arenas rosadas, Elafonisi, que la inteligencia artificial anuncia como la mejor del mundo. Creta es una isla montañosa, de picos blancos en el invierno y lomas peladas por todas partes. La playa, una gran reserva natural, no decepciona. La máquina —ese oráculo moderno de promedios de promedios— resultó ser una buena consejera turística. De regreso tomamos una carretera rural, estrecha, que serpentea por las montañas cretenses. El sol se escondía en el mar con una espectacularidad indescriptible. Un rebaño de cabras apareció súbitamente en la carretera. Todas tenían unos cencerros colgados que dejaban escapar un tintineo sigiloso que ha acompañado la puesta del sol desde los tiempos del rey Minos. Perdonarán los lectores la expansión lírica, pero a veces resulta imprescindible.

El turismo se presenta como entretenimiento, pero tiene una dimensión dramática, es también un peregrinaje espiritual, un intento por salirse de esa sucesión rutinaria que suele ser la vida de casi todos. El turismo es una lucha contra el paso del tiempo que quise ver en las cerámicas cretenses, en las espirales entrelazadas. El turismo intenta consolar a Sísifo. Ni siquiera en Creta puede uno escapar del laberinto.