Número 145 Agosto de 2025
Frontera de guerra
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por SIMÓN MURILLO • Fotografías de León Ruiz. Archivo BPP
por SIMÓN MURILLO • Fotografías de León Ruiz. Archivo BPP
Algunos vivían en el Magdalena Medio antes de que llegaran Jiménez de Quesada y sus hombres. Probablemente en ese valle se hablaran siete u ocho lenguas. No podemos saberlo. Los habitantes del Magdalena disminuyeron con sus bosques, algunas veces resistiendo, asaltando y asesinando a flechazos a conquistadores, evangelizadores, colonos. Las fortunas de Santander se hicieron con las cenizas de quienes no dejaron ni nombres.
Los más populosos de ellos, los últimos que quedaron, los llamamos yareguíes. Una confederación de cinco pueblos a ambas orillas del valle, en reductos de selva cada vez más pequeños. Sabemos que hablaban una lengua caribe porque dos veces encontraron hombres que anotaron sus voces: un colono, que secuestró a varios y les extrajo una veintena de palabras, y un antropólogo que habló con algunos viejos cerca del fin. En su mundo, la humanidad surgía de una palmera llamada Furogake. Río era cará. Ellos eran carare, la gente del río.
A principios del siglo XX, el presidente Rafael Reyes le regaló a su cuñado la primera concesión petrolera del país en tierras de los yareguíes. La política estatal de confinamiento se cambió por una de “reducción y civilización”. El cuñado alquiló la concesión a la Tropical Oil Company, la Troco, a su vez filial de la Standard Oil de New Jersey, propiedad de un gringo voraz. Cinco años después de la llegada de la Troco, Barrancabermeja fue fundada en el mismo lugar en donde las huestes de Jiménez vieron “una fuente de betún que es un pozo que hierve y corre fuera de la tierra. Y los indios traénlo a sus casas y úntanse con este betún porque le hallan bueno para quitar el cansancio y fortalece las piernas”.
La Tropical Oil abrió monte a velocidades inéditas y en dos décadas los yareguíes habían sido completamente exterminados. Los últimos hablantes de su idioma fueron esclavizados por una monja, unos curas, algún colono. Casi una década después de la puñalada de la Troco, la Compañía de Jesús llegó al Magdalena. Se les encomendó la región como prefectura apostólica, pensada a la medida de las reducciones. Los padres bajaban en un barco misión, entre las torres negras y las flores del Cantagallo arrastradas por el río.
La concesión a la Troco duró hasta el año 48, cuando el ministro de Minas, Manuel Carvajal, tío de Francisco de Roux, “en medio de un perfecto entendimiento entre el gobierno colombiano y el capital multinacional norteamericano”, creó Ecopetrol.
Las carreteras que abrieron la Troco, la Shell o Ecopetrol las colonizaron campesinos y refugiados de todo el país. Desde el 70 hasta el 97, más de dos millones de hectáreas de bosque, uno de los grandes refugios de vida en el planeta, se fueron al carajo en el Magdalena Medio. Con ellas, decenas de miles de refugiados se aglomeraron alrededor del centro de la provincia: Barranca. El Fury, Frente Urbano Resistencia Yareguíes del ELN, mandaba en casi toda la ciudad y la mañana clareaba con el zumbido de una camioneta de la policía camino a una balacera entre callejones de madera.
En los cincuenta años anteriores a la llegada de Francisco de Roux a la zona en 1997, el Magdalena, ahora pardo y turbio, y miles de sus ríos, meandros y coqueterías cambiaron completamente. Francisco de Roux volvió a escalar la cordillera de San Lucas, camino a la Guácima, en alguna punta de la inmensa roca. Veinticuatro horas metido en una caravana de carros de campesinos de San Pablo, Santa Rosa, Simití y Morales, en una noche sin estrellas y colmillos; los esperaban las Farc y el ELN. Los comandantes de frente, reyezuelos de la revolución, no iban a dejar que la gente votara en las próximas elecciones. Francisco les dijo que solo le iban a dar fuerza a los paramilitares.
El 16 de mayo de 1998 cincuenta encapuchados, con joyas y cuchillos brillantes, enterizos verdes, brazaletes del DAS y botas militares, entraron a Barrancabermeja en camiones y motos. Cuidados por la policía y el ejército, atacaron los barrios del suroriente de Barranca, a unos metros de la central Merieléctrica y al batallón del ejército dedicado a protegerla: María Eugenia, Divino Niño, El Campín. En la cancha de fútbol del Campín destruyeron el bazar del barrio e hicieron arrodillar a decenas de muchachos en la arena. Montaron a 32, entre gritos, a un camión: en menos de una hora los paramilitares habían dejado claro que Barranca ahora era su territorio. A siete de los muchachos los ejecutaron en carreteras y cunetas el día después, el resto desaparecieron.
El general Fernando Millán de la Quinta Brigada, el Mono Millán, le dijo a El Colombiano “que el ataque podía haber sido el resultado de combates internos entre facciones de la guerrilla.” Manuel José Bonnet, comandante de las fuerzas armadas, negó de plano cualquier colaboración: “No tengo que dar explicaciones, ni lavar la imagen del Ejército, por hechos en los cuales nada tiene que ver”. En el año 95, como comandante de la Segunda División, Bonnet le ordenó al departamento de inteligencia de la División, dirigido por Plazas Acevedo, que se concentrara en la población civil del Magdalena Medio para debilitar a la subversión.
En junio, noventa hombres repartidos en cuatro lanchones llegaron al puerto de Cerro Burgos, un ceceante recodo del río Simití, en la serranía de San Lucas. Venían de otras guerras, otros ríos, de Las Lobas y más allá: el Bajo Cauca, Urabá, el Valle del Cauca. Paracos de los hermanos Castaño, de Hernán Giraldo, barón de la Sierra Nevada, de los Prada del César, del misterioso Macaco. El capitán de los invasores era Julián Bolívar, antioqueño de ojos azul coralino. Por la otra vertiente de la cordillera, el camino de la Pacha, Tiquisio y Pueblito Mejía, subió la tropa de Salvatore Mancuso y el grupo Centellas de operaciones especiales. Los hombres de Bolívar entraron primero en combate con el enemigo. El ELN se replegó y sostuvo el frente en la Ye de Fontes, a unos kilómetros de Cerro Burgos. Quince días de intenso combate despegaron el camino de la avanzada paramilitar.
La serranía de San Lucas llevaba cientos de años siendo refugio de muchos que escapaban de las haciendas del Bajo Magdalena, de las minas de oro de Nechí y Guamocó: tahamíes, yamecíes, guamocoes, malibúes, africanos. Los refugiados que hicieron hogar durante generaciones en la serranía de San Lucas construyeron una sociedad de liberados en oposición al mundo de los colonos blancos de Simití y Mompox, lo que Amparo Murillo llamó “una frontera de guerra”. A finales del siglo XIX, campesinos de la depresión momposina, del Sinú y San Jorge desplazados por latifundistas se mezclaron con descendientes de los primeros llegados y liberales de la costa derrotados después de la guerra de los Mil Días. La rebelión en la serranía era necesidad y tradición.
Cuco Quiroga, Libardo Traslaviña, Perico Guerra, Teófilo Acuña, Narciso Beleño y otros dirigentes campesinos de la serranía convocaron una marcha gigantesca en desafío a los paramilitares, una de las más grandes que jamás vio el río: trece mil del sur de Bolívar, de las minas de Morales y San Pedro Frío, de los campos de coca de Santa Rosa del Sur, Regidor y Rioviejo, y los pescadores que quedaban en Simití y Monterrey. Un grupo de la recién fundada Asociación Campesina del valle del río Cimitarra, como Gilberto Guerra y Andrés Gil, los esperaban en Barranca: colonos tardíos, comunistas, refugiados de otras matanzas que veían en el Cimitarra su última esperanza. Enfermos, cansados, hacinados, armaron cambuches, tuquios de gente, en colegios y coliseos de Barranca.
Desterrados de hogares por combates y ambiciones se arremolinaban en todas las ciudades del país. Miles lo habían perdido todo. El arzobispo de Bogotá echó a patadas a familias sin nada que se resguardaban en la Catedral Primada. La gobernación de Bolívar perseguía a los desplazados, “punta de lanza de la guerrilla” que “debían pedir permiso a las alcaldías a las que deseaban ir”. Los desterrados de Barranca, conscientes de que el gobierno les había hecho trampa en las pasadas protestas del 85, 87 y 96, no se amilanaron cuando el ministro del Interior, Néstor Humberto Martínez, trató de levantar el paro con zalamerías. Necesitaban al presidente en Barranca. Cuatro mil adultos y 1300 niños esperaban.
Al final vino Pastrana. Tras 103 días en paro, se instaló la mesa de diálogo entre campesinos y el Estado. El coordinador de la mesa fue Ubencel Duque. Ubencel era un hombre de paciencia caimanera y pocas y buenas palabras. En su trabajo en la Pastoral Social, había sido uno de los organizadores del paro del nororiente de 1987 y luego fue uno de los constituyentes de Credhos (Corporación Regional para la Defensa de los Derechos Humanos). Fue el brazo al agua de Francisco de Roux, y el enorme respeto que le tenían en el río fue la llave del Programa de Desarrollo y Paz en el Magdalena.
Pastrana prometió seis billones de pesos, un sexto del presupuesto nacional, en inversión para el Magdalena Medio, un bloque de búsqueda contra el paramilitarismo, el retorno seguro de los exiliados a sus hogares, un foro sobre el fuero penal militar, apoyo a la pequeña minería. Los de la serranía de San Lucas consiguieron una promesa de reglamentar las tierras mineras; los del valle del Cimitarra, el augurio de una Zona de Reserva Campesina, una figura pionera en el país. Las palabras de Pastrana podían escucharse huecas mientras volvían a sus hogares en chivas y botes. No importaba. Presidentes y guerras van y vienen. Estaban unidos como un movimiento, fuertes en el propósito común de que el Magdalena era su tierra: ellos eran, al final, gente del río.
Los paramilitares no se detuvieron. Hicieron masacres inmensas en Pueblito Mejía, Buenaseña, Puerto Coca, Micoahumado, Regidor, Cerro Burgos. Instalaron retenes río abajo, hacia Magangué, y río arriba, hacia Barranca. La serranía de San Lucas terminó cercada. Ni comida, ni medicamentos: nada entraba. Salían cuerpos, camino al mar. Después de consolidar sus posiciones, Julián Bolívar y su segundo, Gustavo Alarcón, recibieron instrucciones de converger con los hombres de Mancuso en Micoahumado: la arteria a la que apuntaba el diente.
Micoahumado era un pueblo de tres cuadras en el filo de la selva desde donde los elenos podían desdoblar río abajo a los enredos de Las Lobas, o cruzar la montaña para bajar a las colinas del Bajo Cauca y a las ciénagas de La Mojana. El 9 de noviembre cuatrocientos paramilitares, con Mancuso a la cabeza, conquistaron el pueblo tras un intenso combate con el ELN. Estaban escoltados por helicópteros del ejército. Es decir, los helicópteros del Mono Millán. Fue la primera batalla de lo que sería el Bloque Central Bolívar.
Los que habían estado en el éxodo campesino del 97 fueron blancos fáciles en los meses y años siguientes. Perseguidos por ejércitos y negocios, miles huyeron dejando sus tierras para el de gafa oscura, camioneta brillante y poderosa barriga, como pasaba de Puerto Berrío para arriba. O para el señor que partía de Medellín, Bogotá y Miami en helicóptero a supervisar haciendas desde lo alto, como en los cultivos de palma del sur del Cesar, en Puerto Wilches y Sabana de Torres.
De Roux llevó a Cuco Quiroga, campesino de las Auyamas y poderoso dirigente de la serranía, a la oficina estratosférica de Jaime Bernal Cuellar, procurador de la Nación. Estaban ahí para contarle al procurador que los helicópteros del general Millán estaban acompañando a los paramilitares en su invasión del sur de Bolívar y la serranía de San Lucas. “¿Quiere hablar con el Mono?”, pregunta el procurador. En el teléfono de araña, Bernal saluda: “General, el padre Francisco de Roux está aquí con un líder. Me dicen que los paramilitares tienen helicópteros”. “Eso no es cierto”, dispara Millán, “los helicópteros no son de ellos, son míos. Nosotros estamos acompañando la operación, ellos tienen órdenes de no matar”.
El despliegue conjunto entre las fuerzas armadas y los paramilitares redujo a los elenos a diminutos reductos y replegó a las Farc a sus cuarteles del sur en el valle del Cimitarra. El ELN secuestró en pleno vuelo un Fokker 50 de Avianca y lo hizo aterrizar en una pista clandestina de la serranía de San Lucas: servirían de escudos humanos en caso de una renovada avanzada paramilitar. El ejército lanzó casi al mismo tiempo dos ofensivas que combinaban fumigaciones aéreas con glifosato, efectivos paramilitares y militares, e intenso apoyo aéreo con bombarderos y helicópteros: las operaciones Anaconda y Bolívar. El propósito era cercar San Lucas y a sus gentes por el sur y el norte. A Diomedes Playonero, de la junta directiva de la Asociación Campesina del Cimitarra, viejo comunista de la UP, aliado del Programa, le pegaron un tiro en la cabeza en su finca en Yondó. Dejaron el cuerpo tirado y obligaron a la viuda a hacerles el desayuno. Francisco de Roux hizo el funeral de Playonero y maldijo. “La única vez”.
En respuesta a la masacre de La Gabarra, escribió lo que era una visión tan política como espiritual: “Si se liberaran de las mentiras de los noticieros y llegaran hasta el dolor de los sometidos al terror y el miedo para ofrecer su presencia solidaria a los hogares destrozados de Simití y San Blas, de San José de Apartadó y El Salado, de Micoahumado y Landázuri, de Puerto Ité y La Gabarra y de la comuna siete de Barrancabermeja, sería posible la paz. Si fueran capaces de ponerse por encima de todas las convenciones y prohibiciones legales e ilegales en estos territorios de angustias, hasta hacer sentir a las víctimas que aquí nadie tiene las manos limpias y que nadie es más bueno que los demás, pero que tampoco peor; que nadie tiene que irse y que todos somos importantes, sería posible la paz”.
Decenas de miles llegaban a Barranca, a empezar de cero en los suburbios ahogados de sol. Ciento dieciocho de los 168 barrios de la ciudad carecían de servicios básicos. Las casas de madera eran tan delgadas que un disparo de fusil podía pasar una, dos, tres, cuatro, cinco casas en fila. Durante la guerra del Magdalena, Barranca fue, por mucho, el lugar más homicida del río, una violencia en penumbra, de asesinatos fugaces y terrores mañaneros. El Frente Fidel Castaño del Bloque Central Bolívar se concentró en la ciudad con la inquina de desyerbar una maleza persistente. El Fury del ELN no demoró en colapsar. Francisco de Roux se encadenó alguna vez con otros para formar una barrera de cuerpos alrededor de los hogares de dos líderes prestos para el matadero. Como en los tiempos del Cinep, volvió a repartir dinero para unas semanas y demasiados tiquetes de avión.
Un documento interno del ejército en esa época escribe que el Programa de Desarrollo y Paz, el Cinep, Asfaddes, la Comisión Colombiana de Juristas y otras organizaciones eran una fachada de las “milicias populares”. Un alto oficial del Ministerio de Defensa de la época me dijo que con frecuencia le llegaban informes de inteligencia sobre De Roux y el Programa, particularmente preocupados con sus conversaciones con las Farc y el ELN.
Iván Ríos, cabeza de uno de los frentes de las Farc en el valle del Cimitarra, citó a Francisco en su campamento para discutir los métodos del Programa, su financiación y propósitos. Se sentaron en una mesa en el cambuche. En el fondo, siempre visibles, había seis hombres con la cara cubierta, encadenados: los secuestrados del Bloque Magdalena Medio.
“Yo no estoy de acuerdo con lo que usted está haciendo, no puedo estar de acuerdo. Pero yo creo que usted lo está haciendo porque cree que es lo mejor por Colombia. Créame que lo que yo estoy haciendo lo hago porque creo que es lo mejor que uno puede hacer por Colombia”, Francisco le dijo a Ríos. “¿Pero cómo podía llamarse revolucionario cuando tiene a esos hombres presos como animales?”. Ríos abrió un whisky para los dos. De Roux, para él, era un hipócrita. ¿Cuál era su coherencia? ¿Cómo podía un jesuita exigirle moral a un revolucionario?
Cuco Quiroga desapareció. Lo vieron por última vez en Pozo Azul, arrastrado por hombres armados a una camioneta, en compañía de Gildardo Fuentes, de 19 años. Alguien llamó por radio y celebró tener en sus manos a Cuco, “el guerrillero más importante del Magdalena Medio”. La voz anunció que lo iban a llevar a San Blas y a Gildardo lo lanzarían desde un helicóptero. Un equipo del Programa partió a Pozo Azul a seguir los últimos pasos conocidos de los campesinos; Francisco de Roux fue a hablar con Julián Bolívar.
En un chivero desvencijado, él y un equipo de la Cruz Roja pasaron por Cerro Burgos, luego por Simití, un pueblo más viejo que Bogotá con una ciénaga como un pozo de luz, luego por La Y en la que el camino se bifurca entre Santa Rosa y San Blas. En las colinas yermas de San Blas yacía la capital del reino paramilitar en el sur de Bolívar: miles de enfermeros, contadores, infantería, sastres, cuadros políticos, cocineros, instructores, torturadores, políticos, explosivistas, francotiradores, en un vórtice de fiesta, entrenamiento, orgía y aburrición.
En el ombligo, Casa Verde, Julián Bolívar y Gustavo Alarcón dirigían riquezas y sufrimientos apenas imaginados. Como señor, Bolívar se sentaba a escuchar las súplicas de quienes iban a rogar por la vida de un amigo, esposo o hijo, y decidía destinos con aburrición de dragón. Francisco le preguntó si había matado a Cuco. Bolívar contestó que nada que ver.
En enero del 99 De Roux fue a San Pedro de Urabá a la necrópolis de Carlos Castaño. Lo encontró rodeado de su guardia privada, cortesanos y suplicantes. “¿Dónde está Edgar Quiroga?”. Castaño dijo que él no había tenido nada que ver pero “Cuco Quiroga está muerto y su cadáver tirado en algún lugar de La Gabarra”. Francisco le preguntó por qué había ordenado la masacre del 16 de mayo en Barranca. Castaño, siempre cortés, contestó que él tampoco había sido: el culpable era Camilo Morantes. Mientras la matazón, Morantes invocó algo de valentía bebiendo solo. Terminada la faena, los últimos once supervivientes fueron conducidos a la hacienda de Morantes. Siguió tomando mientras se saciaba con la vida de los once que quedaban, uno a uno.
Castaño descarriló y dijo que la guerrilla comunista estaba en contra de la patria y la fe. Le contó a Francisco de Roux de su familia católica, del enorme respeto que tenía a los curas. “No voy a criticar a Morantes”, remató, “porque yo tuve que limpiar de guerrilleros a La Gabarra”. Más de veinte años después el jefe de seguridad de Ecopetrol afirmó que la empresa planeó la masacre del 16 de mayo de 1998 junto a los hombres de Morantes. La columna paramilitar se armó, financió y organizó con Ecopetrol.
En abril, Francisco se encontró con Rodrigo Lloreda, el ministro de Defensa: un hombre de Cali, como él. Al día siguiente, el presidente llamó a calificar servicios a los generales Millán y Del Río. “Son cambios normales que se producen en las fuerzas, no hay ningún factor de presión que haya influido al gobierno para tomar esa decisión, ha sido el producto de una reflexión tranquila y serena que el gobierno adoptó luego de examinar la situación”, declaró Lloreda en la rueda de prensa.
Gustavo Gallón abogó exitosamente ante la Corte Constitucional por la ilegalización de las Convivir. En agosto, Jaime Garzón le dijo a Fernán González que lo de Mario Calderón y Elsa Alvarado había sido planeado en la Brigada XX. Alfredo Molano se había ido en enero a un exilio triste. A Darío Betancourt Echeverry, que trabajó en el Cinep, que recién volvía de estudiar en París, lo acababan de desaparecer. El obispo de Apartadó avisó al provincial Horacio Arango: “Tenemos información creíble de que Castaño piensa declarar a todos los jesuitas que trabajan en el Magdalena Medio, en el Urabá, y a la planta entera del Cinep como objetivo militar”. Horacio convocó a Fernán y a Francisco. Los tres pasaron un día entero a puerta cerrada. Resolvieron que irían a negociar.
Fernán fue solo. Francisco no lo acompañó. A Fernán lo esperaba Isabel en el aeropuerto de Montería, una mujer que alguna vez limpió el museo arqueológico de Sergio Restrepo en Tierralta y la vida había hecho primero elena y después asistente de Castaño. Dieron vueltas y vueltas por carreteras vacías, sin cruzar una palabra. Llegaron a una finca vacía. Castaño demoró en llegar, de camuflado y sin armas. Escoltas observaban desde lejos. Pidió disculpas por la tardanza: estaba en una reunión con “los poderes empresariales del país”. Le habían llegado a última hora y querían que saboteara el Caguán. Castaño no aceptó, porque en ese momento estaba en conversaciones con María Emma Mejía y “creía en ella”.
Fernán se dio cuenta de que el orden nacional se había construido a través de la guerra perpetua. Castaño conocía su trabajo. Fue casi reverente con él, temeroso de la cruz y la posteridad. Le ofreció una teoría: las culpas históricas de la guerra caían sobre los gremios económicos paisas, que no habían hecho las reformas que había que hacer y acabaron entregando el país a la guerrilla. Entró en confianza y se justificó: “Ustedes me consideran a mí de extrema derecha. Pero eso no es cierto, hay mucha más gente a mi derecha en este país”. Para Castaño, el ejército defendía a los latifundistas, la guerrilla a los campesinos y los paramilitares eran el ejército de la clase media.
No le gustó que Álvaro Uribe, el gobernador de Antioquia hubiera legitimado a las Convivir. En las próximas elecciones iba a votar por Noemí Sanín, y su problema con las oenegés era que no denunciaban los crímenes de la guerrilla. Fernán sentía al escucharlo que “estaba leyendo un artículo de Plinio Apuleyo Mendoza”. Le aseguró que él, como director del Cinep, creía en denunciar a todos los actores. Castaño negó, “sobre el nombre de mi padre que es lo más sagrado que yo tengo”, haber tenido algo que ver en la muerte de Mario y Elsa, pero expresó arrepentimiento general. A Fernán le pareció extraño, no la negación, sino el juramento.
Isabel le dijo a Fernán que nunca había visto a Castaño tan abierto con alguien más. En el avión de regreso a Bogotá, a Fernán lo acometió la idea de que la vida de los más de cien empleados del Cinep, de los otros jesuitas, de los empleados del Programa, dependía de haberle caído bien a ese hombre.
Dos días después de haber llegado, llamaron a Fernán de la Universidad de Antioquia. Acababan de cargar el cuerpo desangrado del profesor Hernán Henao en una ambulancia. Hernán había sido abaleado en su oficina. Todavía estaba con vida. Era uno de los amigos más cercanos de Fernán. Cuando me habló de la muerte de Hernán, más de veinte años después, tuvo que contener la emoción de su voz. María Teresa Uribe le pidió que no viniera a Medellín. Podía hacerlo peor. Él igual fue. Se encontró con Alejandro Reyes en el funeral. Alejandro, quien después de la muerte de Pardo Buelvas debió abandonar el Cinep, preso de una paranoia obsesiva que le hacía voltear la cabeza a cada paso, imaginando espías y asesinos en cada esquina, encerrado en su propia carne. Ahora no había escape.
Apenas unos días más tarde, Alejandro visitó a Castaño. Más cínico, Castaño reveló que antes de la muerte de Hernán le había llegado una carta “muy bonita”, de una gente de Medellín que quería hacer parte de las autodefensas, y fueron a hablar con él a pedirle permiso para matar a Hernán. Le dijo a Alejandro que su amigo merecía la muerte.
En su retiro, los generales Millán y Del Río fueron cubiertos de promesas por Álvaro Uribe y un concilio selecto en el hotel Tequendama. De Roux levantó el teléfono poco después y escuchó ese ronquido familiar: “Soy K.K. Camilo Morantes está muerto”.
En enero del nuevo milenio, Francisco escapó de la guerra para celebrar en Cali el matrimonio de Francisco José Lloreda, Kiko, el hijo del ministro, que sería director de la Asociación de Petróleo y Gas. El ministro acababa de renunciar a su cargo. Tenía cáncer. Pronto moriría. En silla de ruedas intentaba saludar. Era una de esas tardes caleñas en las que el aire huele a un pasado soñado.