Número 145 Agosto de 2025

Leer, o no, en la biblioteca

por JORGE IVÁN AGUDELO • Archivo Fotográfico BPP

Ricardo Piglia, al inicio de su diario, recuerda cómo, apenas con tres años, para imitar a su abuelo, cogió un libro azul de la estantería y se sentó en el umbral de la casa. Un hombre que por allí pasaba, una sombra, que el escritor argentino, envenenado de literatura, fabulando con sus recuerdos, quiso creer que era Borges, le hizo caer en la cuenta, al niño de entonces, que tenía el libro al revés.

En la foto de Gabriel Carvajal, por el contrario, ningún adulto señala o corrige. Los niños manipulan los libros con plena libertad. Varios de ellos, incluso, están ahí sin estar, con la mirada perdida en algo que pasa por fuera de las mesas de la biblioteca. Llama la atención uno de ellos, por dividirse entre dos mundos. Se trata del que abre, sin mirarlo, en gesto mecánico, el libro grande. Está el venerado objeto, sus páginas ilustradas, su funcionamiento, las pequeñas manos que lo sostienen, y, por otro lado, los ojos y el interés del niño, que hacen eco, se me ocurre, de unos versos de Fernando Pessoa, entreverados en un librito de literatura infantil, Lo mejor del mundo son los niños: ¡Ay qué placer / no cumplir un deber, / tener un libro que leer / y dejarlo de hacer! / Leer es cosa pesada, estudiar es nada. El sol dora sin literatura.

Pero, a pesar de esto, de que el sol dore sin literatura, la composición de la imagen demuestra un interés del fotógrafo por resaltar, mediante un juego de luces y de sombras, donde la luz recae sobre los grupos de niños dispuestos en tres mesas, la relación de estos con los libros, no ya propiamente con las letras, con lo escrito, porque, hasta donde se puede apreciar, ellos, los niños, solo ven figuras, acarician lomos, se entretienen con el objeto, en una exploración y un asombro que rebasan la imagen idílica del lector que se pierde, todo apaciguamiento y concentración, por los vericuetos de una historia.

Avanzando en su diario, Piglia sentencia: para leer hay que aprender a estar quieto. Y los protagonistas de la foto, que a su manera también leen, detenidos en 1962, en su infancia, se mueven, o, para ser más precisos, parecen moverse, expresar bellos desacomodos, gestos sin cálculo, contrarios a lo uniforme o a las poses.

Gabriel Carvajal, que, como ningún otro, supo registrar, a partir de la fotografía industrial y arquitectónica, las grandes transformaciones de Medellín en la segunda mitad del siglo XX, la fascinación por el progreso, también logró, por fuera de sus trabajos más emblemáticos, con un amplio dominio técnico y una sensibilidad particular, dar cuenta de ciertos aspectos de la vida cotidiana de la ciudad. La foto de los niños en la Biblioteca Pública Piloto es un buen ejemplo, toda vez que, atravesando las décadas, trae a la memoria un rito compartido por muchos, una imagen indeleble, porque desde que la Piloto abrió sus puertas, primero sobre la avenida La Playa, en el Palacio de Bellas Artes, después y hasta ahora, al frente de la autopista Sur y la Calle Colombia, en Otrabanda, hemos sabido, guiados por distintos afanes, circular entre sus anaqueles, buscar y manipular sus libros, sentarnos o pararnos, a leer o no, como los niños de la foto, ante sus mesas.