Hay quienes dicen que la Semana Mayor de los cristianos ya no es lo que era. En los textos que aquí se compilan no queda claro si los autores desean que recupere su salud o se vaya de cajón de una vez por todas.
Pentateuco
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Mis semanas santas
por GUILLERMO CARDONA MARÍN
Para mí la Semana Santa terminó por convertirse en una rara especie de vacaciones forzosas, en una interrupción obligada de tareas que se dejan a medias, de citas que hay que aplazar, de un montón de pequeños compromisos que se acumulan para la entrante. Resignado, aprovecho para organizar papeles y archivos y leer hasta que se me cansan los ojos o me vence el sueño.
Esto es así, ahora, supongo que a consecuencia de la incredulidad que llega con los años, pues a cierta edad resulta menos penoso reconocer que en cuestiones de fe hasta la ciencia es poco confiable. A estas alturas del partido, estoy pacíficamente de acuerdo con Borges cuando afirma que la teología es otra rama de la literatura fantástica.
Antes, en tiempos de universidad y vida loca, la Semana Mayor la aprovechaba p’a arrancar pa la costa con la novia, a dedicarme a actividades no tan santas, pero tanto hoy como ayer, en medio del agite del paseo o las labores de entrecasa, siempre saco un tiempito para evocar el recuerdo de las semanas santas de mi niñez con mucho de nostalgia. Fueron unos verdaderos días santos a los ojos inocentes del niño que sabe lo que le va a pasar a Jesús, pues le pasó. Ese niño que fui yo, de alma todavía inmaculada, asistía a la muerte y resurrección del Hijo de Dios como si fuera una auténtica primicia.
Las procesiones, el estrén, las visitas al Santo Sepulcro, los cantos de Tú reinarás ¡oh rey bendito!, la prosopopeya de los famosos monumentos, hasta el soporífero sermón de las Siete Palabras y la felicidad de la resurrección, todo en uno, cada vez que evoco esos recuerdos, me dejan en la boca un dulce y grato sabor a tristeza. En ocasiones casi percibo el olor del incienso y el murmullo de los rezos de entonces, cuando en mi mundo todavía existía la magia divina, cuando todavía estaba metido en el cuento, cuando todavía creía hasta en los huevos del gallo.
¿Parranda santa?
Revista Frivolidad In Memoriam
En 1987 circulaba por esta parroquia Frivolidad, una modesta y muy divertida revista de humor que salía cada que se podía y que entre tumbo y tumbo alcanzó la astronómica cifra de siete números, antes de devenir en otra historia. El artículo que presentamos a continuación pertenece al que apareció por Semana Santa de aquel año, el tercero para más señas, cuando seguía vivo el escándalo de la Caja Vocacional, esa entidad financiera medio pirata que se inventaron los curas, con monseñor Abraham Gaitán Mahecha a la cabeza, para embolatarle los ahorritos a miles de colombianos que ingenuamente confiaron en quienes se precian de ser representantes de Dios en la Tierra. Una interesante y muy apropiada reflexión, posterior a la semana de recogimiento.
No entendemos por qué este país, acosado por males e inmoralidad, no aprovecha la Semana Mayor para recogerse y orar.
Pero la gente prefiere el paseo o la rasca, se van, y las procesiones están cada día menos surtidas (se conforman con darle una vuelta a la manzana o, si está lloviendo, a las bancas del templo).
Hemos llegado al colmo. En la Parroquia El Divino de Pedregal, por ejemplo, el señor párroco adelantó la Semana Santa para hacerla toda en una tarde, el pasado 10 de abril. Nos parece simpático transcribir el programa que nos llegó:
PROGRAMA
La Parroquia El Divino avisa a su distinguida feligresía que debido a la excursión que organizamos para recoger fondos para ayudar a la Caja Vocacional, nos vemos obligados a adelantar la Semana Santa para el próximo 10 de abril.
5 pm. Domingo de Ramos. Misa y procesión. Pueden asistir con la sudadera del viaje pero rogamos que se quiten la cachucha en el instante de la elevación.
5:30 pm. Lunes, Martes y Miércoles Santo. Confesiones, comunión y ejercicios espirituales.
5:45 pm. Jueves Santo. Última cena. Visita de médico al monumento (que por favor no ocurra como otras veces, que los mal informados llegan al Monumento al Arriero).
Advertimos a los niños que hacen de apóstoles que no se les repartirá el acostumbrado pan con vino porque después se marean en el bus.
6 pm. Viernes Santo. Misa; procesión de 11. El viacrucis lo veremos en el betamax de la parroquia.
Opcional: procesión al Santo Sepulcro.
6:15 pm. Sábado Santo. Procesioncita de gloria alrededor del altar. No dejen perder los niños que después nos toca darles comida y para el pasaje. No habrá misa.
6:30 pm. Domingo de Resurrección. Alabado sea el Señor.
6:30 a 6:45 pm. Semana pascual.
7 pm. Salida para Coveñas.
NOTA: Quienes no asistan a por lo menos tres oficios religiosos no pueden coger ventanilla.
Eccehomo y Bon Ice
por LEONCIA VEAGRÍS
Es una de mis taras, y no voy a gastar tiempo en disimularlo ni mucho menos en justificarme. Lo confieso de frente: Me apasionan las procesiones de Semana Santa.
Puesto a rememorar, es muy probable que mi extraña afición haya nacido cuando tenía 7 años, un Domingo de Ramos en el que uno de los locos del barrio, Alirio, entró en éxtasis ante la lujosa figura de Jesús sobre un hermoso burro de yeso, cubierto por un fino manto oro y carmesí que desbordaba la parihuela. Alirio quiso subirse, y como no lo dejaron los organizadores, jaló con rabia el manto y ¡cataplum!, de nuevo a la Tierra bajó el Redentor, esta vez con estrépito y acompañado de su montura. Con las esquirlas del santo seguramente habrán hecho reliquias; con los pedazos del burro sé que pintamos muchas golosas y vueltacolombias.
Desde aquello, y de tanto asistir a esos días de teatro católico, devine en coleccionista de imágenes religiosas. Pero no de santos, vírgenes y beatos, no. Colecciono imágenes mentales de las procesiones, imágenes de esas imágenes que se pasean cada año por las calles entre curas, tules e incienso, bamboleándose en los hombros penitentes de la feligresía.
Recuerdo, por ejemplo, el miedo que me dio cuan do vi a un malencarado centurión de pantaloneta y guayos como defensa central del equipo de fútbol de San Cristóbal. Era el mismo gigantón rústico que había llevado a las patadas al Nazareno hasta el Calvario durante la Semana Santa en vivo y que ahora enfrentaba a mi hermano mayor, delantero en el equipo contra rio. Y cómo olvidar la procesión de prendimiento a la que tuve oportunidad de asistir en la mística Popayán, cuando en medio de la oscuridad y el silencio, roto solamente por desgarradores redobles, sentí que me llamaban desde el paso mayor: “Leo, Leo, venga”. Si el Nazareno, camino a la muerte, quería llevarme consigo, no pudo encontrar mejor escenario. Me acerqué al palio con la mirada más pía que pude y la elevé para buscar los ojos salvadores del Eccehomo. Alelada, sentí de nuevo la voz en mi oído: “Qué más Leoncia, soy Ugarte, estudiamos juntos en el colegio”. La voz inconfundible de mi excompañero costeño salía de uno de los capirotes morados que distinguen a los cargueros.
Hace poco pude asistir a una muy rara procesión. Fue en El Congolo, un barrio con poquísima utilería sacra pero con un párroco tan recursivo que, a falta de costosos santos, montó las procesiones con los pingüinos que prestaron varios vendedores de Bon Ice de la vecindad. Sí, con esos animalotes negros de fibra de vidrio que pueblan esquinas y semáforos de la ciudad con los helados adentro. Y bien que le fue al curita, pues tendrían que haber visto lo fácil que se adaptaron los pingüinos a sus papeles, no sólo porque su tamaño —más grande que el de una persona normal— los hacía sobresalir, sino que por estar dotados de rodachinas no hubo necesidad de construir andas ni palanquines. Vestirlos también fue sencillo y barato, pues ya tenían el luto propio: Un mantón de muselina para La Magdalena, un corte de terciopelo verde y un lazo para San Juan, un palo de escoba como lanza para el soldado romano (y las cerdas de la misma escoba como casco), y una corona de alambre para Cristo Rey.
Dos lunares tuvo la original Semana Santa con pingüinos de El Congo lo. La ceremonia del lavatorio de pies se vio deslucida por no prever que al limpiarles las patas el paño saldría untado con la grasa de las ruedas. Y, con toda franqueza, teniendo en cuenta que los pingüinos Bon Ice nunca dejan esa sonrisita, no debieron incluir la crucifixión.
Barrabás
por RICARDO PEÑA
En el Evangelio según Pär Lagerkvist se lee que el único hombre de su época que podía decir —sin necesidad de metáforas— que Cristo había muerto por él, era Barrabás. Sin embargo, ese protagonismo no ha sido entendido por diseñadores de pasos de procesión ni por directores de cine: el personaje nunca aparece sobre las andas, mientras que en la pantalla grande suele representarlo un hombrón de barba hirsuta y mirada aviesa que aparece y desaparece con la rapidez de un ratón casero.
De niño me interesó el rebelde liberado por Pilatos, y con toda la ingenuidad del caso esperaba ver venir su estatua, a los tumbos, en la procesión unificada de las iglesias de San Bernardo y del parque de Belén. Sin embargo, ese maniquí jamás se vio desfilar por la carrera 76 —el sambódromo de la Semana Santa en el Belén de hace tres décadas—. Me resignaba imaginando que Barrabás debía tener la misma apariencia de Simón de Cirene, sobre todo en el vestuario con túnica rayada, pues físicamente debía ser mucho más musculoso y moreno.
La obsesión por Barrabás me duró hasta pocos días antes de la mayoría de edad. Una noche soñé con una procesión que, en uno de sus pasos, incluía la exposición pública de Jesús y Barrabás, uno parado al lado del otro, ambos con las manos amarradas a la espalda. Desperté con un mal sabor de boca a pesar de que, por fin —así fuera en clave onírica—, había logrado vislumbrar al ansiado monigote. Pero antes de que el sueño se esfumara de la memoria pude entenderlo todo: el Barrabás de la visión llevaba bigote sin barba, y sobre su ropa talar de rayas verdes y blancas había, estampado, un número 8. Comprendí que todo ese tiempo me había desvelado un hombre ruin.
Garita Santa
por GASPAR TORRES
Las preguntas malas son siempre un reto tortuoso. En formato escrito me llegó un cuestionario de revista. La primera, la peor, decía: “¿Usted de qué se arrepiente?”. Tanto me tocó esculcar entre imaginaciones y recuerdos que llegué hasta un confesionario. Y le dicté mi respuesta escrita a la voz costeña de la entrevistadora que invitaba a todos los pecados: “Me arrepiento de haberme sometido a las torturas del confesionario. Más o menos hasta los 11 ó 12 años me tocó hacer el ejercicio retorcido de inventar pecados veniales para la oreja infinita e inmisericorde de un cura al que no quería confiarle ni la tarea de religión. No recuerdo una situación más incómoda que ese interrogatorio, en el que un cura usa la ganzúa del remordimiento mientras uno intenta mostrarse como un pecador promedio. El recreo de la media tarde que duraba una hora y cuarenta minutos, era una conversación entre condenados queriendo bajar sus penas.”
El cielo llegó antes del cartón de bachiller. Al comienzo de lo que llaman octavo decidí que no me acercaría nunca más a esa ventanilla siniestra. Pero los confesionarios ya no son lo que eran. En una vieja Semana Santa veraniega y solitaria me fui para la Catedral Metropolitana. Me recibieron dos táparos amarrados a un poste de luz al frente de La Polonesa, el menos equino de los locales que rodean al Parque de Bolívar. Un juguete para la niñería ambiente. Me olvidé del cagajón en busca del incienso. Cuando entré a la iglesia, la fila del confesionario se enroscaba al estilo de una fila del Banco Agrario; llegué hasta el cubículo donde un feligrés entregaba lo suyo y me di cuenta de que el padre fingía escuchar, mientras enviaba un mensaje de texto al más acá. Ya hubiera querido yo un confesor tan distraído en mis años de escolar.