***
Pensé en una paradoja, en el periodismo. Ese que ejercí en una sala de redacción. Recordé las instrucciones de los editores, las ansias de primicia, la intención de dar golpes de opinión, el afán del día a día, la presunción de objetividad, la ambición por ser masivo, el ánimo de lucro.
Esta historia era otra cosa. El propósito estaba en lo íntimo, lo personal, lo privado. Confirmaba que este oficio servía para algo más. Me bastaba con que esa carta atravesara rejas y fronteras, que llegara a un lugar en el que solo es noticia la muerte, que saliera de una persona a otra, que esas letras permitieran reportar la ausencia, remendar un lazo roto, volver a unir a una madre y a una hija. Se vale un periodismo al servicio del amor.
La señora Edilma entró a la casa, sacó un par de sillas, una blanca y otra verde oscura, me invitó a tomar asiento. Quedamos frente a frente.
—¿Pero ella está en la cárcel?
—Yo la conocí adentro —respondí.
—¿Cuándo sale?
—No sé. Pero no creo que falte mucho porque está juiciosa. Está aprendiendo muchas cosas. Yo escribo cartas de amor por encargo. Le ofrecí la posibilidad y ella me habló de usted, estaba muy angustiada, me dijo que estaban incomunicadas.
—Yo sé que debe estar preocupadísima, esa pelada me quiere mucho. Y yo que ahora mismo no tengo teléfono… ¿Y ella tampoco tiene?
—No, pero hay un número del establecimiento al que se le puede marcar. Está anotado en la carta. ¿Quiere que se la lea?
—Sí, por favor. Tengo la vista opaca. Usted sabe que uno viejo está más descompletado…
Abrí el sobre, saqué una página y la empecé a leer. Desde que escuchó la primera línea sus mejillas se expandieron, dejó salir una sonrisa. Reconoció a Dina en esa expresión como si fuera un santo y seña:
“Hola, mita”.
La madre escuchaba las palabras de Dina e interrumpía cuando quería responder alguna pregunta o acotar algo. En ese diálogo con la ausencia que propone la carta, Dina, después de mucho tiempo, se hizo presente:
“¿Qué ha pasado con la enfermedad?”.
—Bueno, estoy baja de peso, pero bien, a veces las quimios me hacen botar sangre, el doctor me mandó dos pastillas blancas. Pero tengo fortaleza, yo soy una mujer fuerte…
Cuando había un silencio mutuo, retomaba la lectura:
“En el patio a nadie le importa la vida de la otra. Tengo conocidas, compañeras de celda, pero amigas no. ¿Amiga? Usted que me acompañó siempre, en las buenas y en las malas. Que nunca me dejó sola, aunque estuviera equivocada. Que me ayudó en todo, que me dio la mano hasta en la cesárea. Nunca tendré con qué pagarle lo buena que fue conmigo. Yo fui la que se desvió, la que se perdió”.
—Mi hija era buena conmigo, era pendiente, me mandaba plata para que yo hiciera comidita buena. Yo le daba consejos. Le decía: “Yo tengo más experiencia porque yo estoy vieja. Ya yo conozco el mundo. ¿Por qué no me coges los consejos, mi amor? Cuidado con una mala hora. Veme, ¿qué madre quiere ver a su hija perdida?, ¡ninguna!”.
Después de una pausa, continué en voz alta:
“La pienso todo el día y estoy haciendo cosas buenas por mí. Estoy estudiando: me siento todas las tardes en un pupitre, miro el tablero, le pongo atención a la profesora, alzo la mano cuando tengo preguntas; estoy aprendiendo a leer y a escribir. Voy a salir enderezada, a trabajar juiciosa cuando vuelva a mi tierra. Quiero ser mejor que la persona que entró a esta prisión. No olvide, mamá, que usted es mi botín, mi tesoro, mi amiga.
La quiero”.
—¡Hija linda! Qué detalle tan lindo, es una señal hermosa —exclamó con la voz entrecortada y contenta—. Hoy vino mi nieto por la mañana y me dijo que había soñado con Dina, que vino sin bolso y sin nada, y yo le dije: “Eso es una señal, algo bueno tengo que saber de mi hija”. Y vea…
Me sobrecogí. Me parecía inverosímil todo. Increíble pero real. No sé si el gremio de carteros en épocas remotas experimentaba esta emoción tan grata. No creo, la mayoría desconocía el contenido de los sobres. Yo no. Me lo sabía casi de memoria. Era consciente de la urgencia, de la distancia, del amor.
—¿Cómo la vio? —indagó.
—Yo la vi con energía.
—¿Sí?
—Aunque estaba muy preocupada, la noté con ánimos, con ganas de salir adelante, optimista. Las compañeras del salón me contaban que es muy emprendedora, que vende cositas en la tienda del patio: gaseosas, mecato, útiles de aseo. Ella se las arregla allá para sobrevivir.
—¿No me mandó fotos, ni nada?
—Allá no se puede tomar fotografías. Pero… Créame, yo la vi fuerte.
—¿Usted se va para Medellín cuándo?
—Ahorita. ¿Por qué?
—¿Está de carrera?
—No.
—¡Ay, hombe! ¿Cómo hago yo para mandarle una carta? —me preguntó y yo quise remedarla con cariño: “¡Heme aquí, doñita!”.
—¿Me puedes hacer esa carta? ¿Ahora o de una vez? ¿Tienes con qué escribir?
Saqué mi libreta, mi lapicero y puse manos a la obra.
—¿Qué quisiera decirle doña Edilma? —lancé la primera pregunta y empezó a pronunciarla como si se la supiera de memoria.
“Querida hija:
Te quiero mucho. Siempre te querré mientras esté viva.
No creas tú que te he olvidado. No te he olvidado ni un instante hija linda (…)”.
Entonó varios párrafos con pausas, acentos, intenciones como si los hubiera repasado cada noche y cada día. Al final, hasta me dictó la firma. Antes de despedirnos, me empacó una fotografía, el número del celular del nieto al que podría llamarla y me estampó un abrazo que me acompañó durante todo el regreso.
Cogí carretera. Minutos después empezó a llover, salió un arcoíris en medio del paisaje. A la salida del pueblo vi, a mano izquierda, cruces, lápidas, bóvedas, muros blancos. Era el cementerio. Lo miré de reojo y sentí cierto alivio de poder pasar de largo, de no tener que entrar, de llevar conmigo de vuelta señales de vida.