Volvemos en moto hasta donde arranca el camino por el que se baja a Zona 2, en el corazón de San Antonio. En el recorrido nos cruzamos con una veintena de policías y varios antimotines: “Eso es que van a cerrar una mina, tanta ley…”. Al lado de la carretera espera Carlos Franco, moreno petiso de 31 años, jefe de mina de Zona 2, no tan empírico como los demás segovianos, pues es técnico profesional en minas del Sena. Se acercan a una venta de comidas, piden pastel de pollo. Enfrente se levanta una montaña de costales llenos de basura producida por mineros, que la administración de Buriticá se niega a recoger desde octubre porque al relleno del pueblo no le cabe un desperdicio más y desde hace algunos meses el camión hace el viaje hasta La Pradera, en el municipio de Don Matías, con una sobretasa que –dicen– no tienen por qué asumir los habitantes del pueblo. También el pastel y el tinto y el corrientazo de La Esquina del Gran Sabor tienen sobrecostos desde que el pueblo se volvió minero.
Como muchos mineros del pueblo, Carlos vive en Santa Fe de Antioquia, donde sus habitantes han salido a protestar en las noches para ahorrarse el solazo. Algunos mineros alquilaron allá –o en Giraldo– porque es más barato y hay fincas con piscina, y se emborrachan, hacen bulla y a veces incluso lavan el material y joden las tuberías.
—Uno se queda sorprendido de la cantidad de gente que hay acá. Nada más ayer en el desalojo que hicieron, calculábamos por ahí treinta ranchos, y póngale a esos treinta ranchos de a siete. Desalojaron por ahí a 250 personas ayer—le dice Carlos a Jorge mientras el ventero sigue la conversación con interés.
—Los sacan hoy y la semana entrante están ahí otra vez —dice Jorge.
—Nooo, por la noche están haciendo ya, como si no hubiera pasado nada. Después Carlos cuenta que tiene casa en Segovia gracias al tipo que lo trajo a trabajar a Buriticá, un inversionista de San Román, y dice que a la minería informal debe esa riqueza.
—En ese entonces era informal, ya ahora es criminal…
—Es que trabajar legal es muy costoso—comenta Jorge.
—Trabajar legal es el mejor negocio del gobierno. Mejor dicho, si usté va a hacer minería es porque tiene plata. Ellos lo que no quieren es que un pobre se ponga a inventar haciendo minería.
Ahora bajamos a la mina por una senda muy empinada, desde la entrada de un prostíbulo al que intentaría entrar esa misma noche; enfrente, hasta donde el ojo alcanza, se ven muchas bocaminas –se calcula que hay entre 200 y 300– cubiertas con plástico y tela verde, y al lado de cada una ríos de roca que se desparraman montaña abajo, material estéril que los informales llaman “descargue” y arrojan en los cauces de las quebradas de la vereda; según Corantioquia, en una de ellas el descargue ya cubrió por completo la corriente.
El descenso dura más o menos veinte minutos, en cruce con mulas de cuyas coces hay que cuidarse, nubes de polvo que se te entran por ojos y nariz, polvorientos mineros de polvorientas botas, negocios de tablas y la misma tela verde y, antes de llegar, un par de entables donde procesan el oro (aunque la mayoría están abajo del casco urbano).
Zona 2 está en la mitad de la informalidad, cada dos por tres se topan “trabajos antiguos”, pero las mulas que están saliendo ahora mismo subirán el material hasta una volqueta a la que la policía no pondrá problema en su viaje hasta el entable. Se comenta que en un tiempo los policías se resistían a ser trasladados y algunos pagaban para que los mandaran para acá, pero se supone que eso se calmó cuando agarraron al exalcalde. Además, en el pueblo todos –menos la Continental– le tienen que pagar al Clan el diez por ciento de lo que producen, y dicen que “esa gente” saca alrededor de veinte mil millones de pesos mensuales de la minería. “Acá todo el mundo quiere vivir de cuenta del otro sin trabajar”, como me dijo Frey Úsuga.
La mina es más o menos igual a Zona 4, excepto por un inmenso ducto de acero por el que se desecha el material estéril y se manda a un sitio con el debido permiso. Esta tierra es de las pocas que no pertenece a la compañía, porque el papá de uno de los socios se negó a venderles. Las oficinas están en un relieve desde el que puede divisarse, a unos 300 metros, un reguero de roca, y encima y alrededor al menos cincuenta personas. Mientras me acompaña hasta allá, el hijo del dueño del terreno me dice que esto no es nada, que hasta hace muy poco eran cientos, miles. Junto a un gavión un muchacho tritura piedra con una almadana, y sobre el río de roca desparramada algunos sacuden zarandas y recolectan arena que luego van a llevar a los cocos para mezclar con mercurio a ver qué sale. Entre los tres que zarandean hay una mujer, Esmeralda, que debe rondar los cuarenta años, el pelo corto, pintado de rojo, bajo una cachucha negra. Me dice que casi todos los hombres que hay acá estaban en avances. Le pregunto cómo le va chatarriando: “Lo que entra a jugar es la suerte”. Un día normal: 100, 150. Un día malo 50, 60, 80. Un día bueno: dos, tres millones. “Estos días a dos bulticos de chatarra les saqué dos millones de pesos libres libres”, dice, y otro minero le llama la atención:
—Pero no puede poner tanto dinero así porque uno no tiene dos días así —dice.
—¿Por ahí cada cuánto te podés sacar eso?
—Póngale cada tres meses –insiste el señor.
—Puede ser mañana, o puede ser ahorita, uno qué va a saber —dice ella y se ríe.
Me despido de Esmeralda y el par de mineros se la dedican a la Continental, defienden su causa con palabras que parecen prestadas de quienes los representan, dicen que es del informal la plata que “tiene vivo” el comercio: “Nos vamos nosotros de aquí y queda el pueblo arruinado”, dice uno. “Yo creo que a lo mejor no nos habríamos muerto de hambre si no llegaban –me dijo Hugo–. Buriticá tiene 400 años de historia y no se han muerto niños de desnutrición, con todo lo quebradizo que es el terreno. Pero yo creo que ahora, con la minería, habiendo la riqueza, se va a empezar a morir la gente de hambre, porque de aquella quebrada que vivía la gente, no puede. Tenían su huerta, su pancoger, ¿ahora cómo van a coger agua pal riego ahí?”. Se refiere a las veredas por las que pasan las aguas de Los Asientos, ya sucias de minería, camino del Cauca: Murrapal, Higabra, La Angelina, Mogotes. En Mogotes, por ejemplo, los campesinos se quejan de que el agua envenena los animales, y en el Cauca ya las retroexcavadoras abren zanjas sin pedirle permiso al río. En el pueblo hay poca agua, hace tres meses no llueve, la cobertura en acueducto y alcantarillado en zona rural es del 30%, y en minas y entables se toma de las fuentes sin el menor respeto. Los caudales disminuyen, el agua tiene mercurio y cianuro. Además están las emisiones de las quemas, que se hacen casi todas en las compraventas. Y los dolores de estómago, que en 2013 fueron el 27% de las entradas a urgencias –830 casos–, y la bronconeumonía, que fue la causa del 23% de las hospitalizaciones ese mismo año, o las Infecciones Respiratorias Agudas en menores: 800 casos en 2012, 621 en 2013, 950 en 2014. El problema con los mineros, como me dijo la profesora Lucelly, “es que no saben devolverle a la tierra el bien que les está dando”.
En San Román no pueden contaminar porque los auditan todo el tiempo, pero en 2013 Corantioquia sancionó a la compañía por “afectaciones ambientales SEVERAS al recurso agua”: aprovechar aguas sin concesión, captar un caudal superior al otorgado y realizar vertimientos no autorizados de mercurio, cianuro y plomo. “Los seis cargos hacen referencia a diversas violaciones a las normas ambientales en un tiempo comprendido entre los años 2007 y 2012”, dice el comunicado, pero Mateo Restrepo, vicepresidente ejecutivo, me diría semanas más tarde que los habían sancionado por hechos sucedidos a finales de 2002, cuando el título estaba en manos de Centena.
Donde comienza el río de roca hay, cómo no, una bocamina, oculta por un cobertizo de esa odiosa tela verde y plástico negro por los que la luz apenas se filtra. Debe haber entre quince y veinte mineros, todos sentados en grupos. Un hombre de unos 35 años, moreno y afilado, responde mis preguntas y me enseña la mina, que baja setenta metros en “pura escalera” y luego se adentra en guía otros treinta hasta el frente. Mientas conversamos, otro minero rubio y esmirriado se le pega y le habla pasito al oído. Encima de la bocamina hay un cuarto de tablas y un minero dormido en una hamaca. Al lado, un altar a San Antonio. El ducto de ventilación no es de lona sino de plástico negro; no hay elevadora, todos catanguean, pero la mina no es ninguna “ratonera”. Son quince socios, invirtieron alrededor de 200 millones de pesos, llevan tres años y medio, apenas hace ocho meses “cogieron la minería” y “como cuarenta están comiendo ahoritica de esta mina, un setenta por ciento de Buriticá”
De regreso en las oficinas les digo a los de San Román que quiero ir a uno de esos antros donde los mineros se gastan la suerte. Carlos me dice que por qué mejor no voy a Santa Fe al otro día: “Vos te quedás aterrada en esos negocios”. Otro minero, que empiece por las cantinas que hay pa abajo pa los entables “pa que vea gente arrumada”. Fabio me dice “tardecito es que usté ve el agite bien” y me aconseja que me vista sencilla. Jorge me dice que con las botas punteras paso por chatarrera, otro me dice que si me voy de minifalda me ofrecen plata, y Carlos se carcajea y cuenta: “Está como cuando estábamos en La Primavera que Gusi se gastó 500 mil dándole picos a unas viejas, isque pico a cien mil”.