Colombia es un Jingle
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por SEVERINA
Ilustración de Dayro Trigreño
Todo comenzó sentado frente a la barra en madera de un bar. Sonaba rock pop anglo y entre el estrépito de la música y el murmullo de las voces alicoradas de los vecinos me atropelló la pregunta de mi contertulio: “¿Ve, vos cuál creés que es la canción que cualquier colombiano podría reconocer y cantar?”. Así, sin vaselina.
Pausa. Reflexión. Introspección. Rascada de cabeza. Frotada de cara. Y nada.
Ante la insidiosa pregunta por esa canción me quedé perplejo. Javier Otálora, catedrático borgeano de mentiritas, decía que ser colombiano es un acto de fe. A fin de cuentas, de qué colombiano, de qué región, de qué rango de edad, de qué clase social, de qué grupo étnico estamos hablando. Es un pajazo mental de gran envergadura eso de ser colombiano, pero no menos que ese de ser alemán, sudanés o argentino.
De nuevo pausa. Reflexión. Introspección. Traté de ser sistemático y de amplio espectro y lo primero que se me venía a la mente era sin pena, ni gloria, ni júbilo; el himno, otro acto de fe, pero replicó el mechudo que me invitó a la barra del bar para hacerme esa encerrona: “¡HIMNOS NO!”. Desarmado y queriendo ser original, se me venían a la cabeza un montón de canciones que rápidamente se desinflaban o se caían de bruces del pentagrama por esa maña apriorística que tenemos, y que nos sirve de atajo reflexivo, de creer que nuestra experiencia personal es la de todos los humanos.
Es cierto que la música tiene una gran capacidad evocadora y empecé a pensar en buñuelos y natilla, y jolgorios familiares decembrinos, una visión idílica y romantizada de nuestras navidades pasadas a punta de chucuchucu, guaro y voladores, pero rápidamente me di cuenta de que en la Colombia que me toca vivir hoy ya no hay ni buñuelos, ni natilla, ni chucuchucu, que las tías se han ido muriendo y que el aguardiente pasó de moda hace rato en beneficio del vino u otras bebidas espirituosas. Y presentí que meterme por esa veta romántica era el camino fácil, la respuesta más obvia, bañada en nostalgia y un falso sentimiento de comunión de gustos. La pregunta tiene mucho veneno: CUALQUIER COLOMBIANO, todos los colombianos, y fuera de que el compatriota la conoce, la canta. Supongo que en el postulado están también incluidas las colombianas, les colombianes, ¿o será que, usando atajos cognitivos engañosos, solo la cantarían hombres colombianos, trigueños, de clase media, casi heterosexuales, con estudios superiores, radicados en ciudades de más de medio millón de habitantes?
Categoría nada original de la que hace parte el que espicha estas teclas. Y la vaina se va complicando porque ciudades de más de medio millón de habitantes hay en muchas regiones de Colombia y para gustos los colores.
¡Caray! ¿Y ahora quién podrá defenderme?
Y el otro ahí en la barra esperando una respuesta que se demoraba en llegar. “Sabés qué, ¡ni idea! ¡Pidamos mejor otro trago!”. Ya no era una posibilidad.
De lo poquito que sé en la vida es de música y no quería que me perdiera el respeto Juanito preguntón.
Qué es Colombia o en general qué es un país sino un territorio marcado por unas restricciones geográficas, una subyugación a un aparato estatal, un control político y económico de los recursos y las poblaciones, y que en nuestro caso nacional ha cojeado toda la vida. Un país también funciona en teoría como una especie de jurisdicción económica, una masa de consumidores que en el nuestro gastan en pesos y consumen bienes y servicios ofrecidos entre otras por los medios de comunicación. Éramos, hace no tanto, además de ciudadanos, televidentes, radioescuchas y lectores, hoy ya no es tan claro, pero se me ocurre que ese colombiano imaginado, ficcionado, el de la pregunta esta que se pasea por mi cabeza cagada de la risa con una grabadora a todo taco sacándole la lengua a mis neuronas no existe sino en la cabeza del que la formuló, sin embargo ese colombiano podría tener sus menguados ahorritos “en la casita roja de Davivienda donde está el ahorrador feliz”, y por las mañanas se toma una granito de café, aquel que caminando por el bosque una hadita convirtió. Ese colombiano le pondría a la arepa o al pan un poquito de “la Fina, la margarina, la preferida en la mesa y cocina”. ¡Sí, señor! Esta última hasta la ponen los recreacionistas en las fiestas infantiles y tenía incluso versión parodia-porno con putas y tombos, perdón, trabajadoras sexuales y agentes de policía… “Las putas, las prostitutas, las preferidas por los…”. Y cuál chucuchucu navideño, ¡no!, en la navidad, esa que ya no funciona más con tía, guaro y voladores, a nuestro colombiano modelo enrazado con sesgo cognitivo aún se le agua el ojo y la fibra con una sabrosa y empalagosa melodía polifónica: “De año nuevo y navidad, Caracol con sus oyentes, formula votos fervientes de paz y prosperidad”. ¡Para qué más! Y mi cerebro botó una respuesta para salvar el honor. Colombia podría ser no más que una ficción, un acto de fe, como decía el catedrático borgeano de mentiritas, ser una acto pegado con babitas por un montón de jingles de productos colombianos, que mueven la economía colombiana, a través de los medios de comunicación colombianos, y que nosotros los colombianos, imaginados y manipulados por el mercadeo y el marketing, conocemos de memoria, y nos alegran la vida para que consumamos, felices, productos y servicios colombianos y sigamos haciendo patria. El jingle es de una efectividad aterradora, se te pega en el inconsciente. Y a don César lo que es de don César y que las marcas hagan su agosto con nuestro inconsciente colectivo. Ya nadie lo hace como Frisby lo hace.
Sí, sí, Colombia, sí, sí, Caribe… ¡Gol! La canción que cualquier colombiano podría reconocer y cantar me temo que podría ser un jingle. Para eso los hacen. ¡Ahí tenés, Juanito, tu respuesta! Salvado el honor. Tomémonos el otro, seamos amigos.