CIUDAD DE NUNCA JAMÁS

Fotografías de Juan Fernando Ospina inspiradas en la colección del Cuentico Amarillo de la Fiesta del Libro y la Cultura.

“Resulta que llegaron a vivir de arrimados donde la tía que tenía un ranchito en la parte más alta de Santo Domingo. Yónatan se empezó a juntar con gente rara que sólo hablaba de conseguir plata y de irse por el hueco para la USA”.

Los tres cerditos. Juan Diego Mejía, 2011.

Oficina taller. Barrio Triste. Medellín, 2006.

Aprendiendo a disparar

Por GABRIELA PUPO

Rezo y disparo. Los tres muchachos se reúnen para una clase magistral, cada uno lleva un atuendo similar, las gorras se entrometen en la dirección de sus ojos, las chaquetas de dos tallas más grandes. Por debajo de la ropa, pegada al abdomen, la pistola, retuercen sus cuerpos con el contacto frío del acero con la piel.
El muchacho más pequeño es el inexperto. Antes de sujetar el arma, se persigna dos veces, la tercera la deja al aire. Simple: el que reza podrá llevar la bala a su objetivo, así como el que adora a la virgen, mujer de milagros, podrá, o no, salvarse de la enfermedad. Rogar a la santa, a la misma muerte, alivia deudas.
Los dos muchachos le explican al pequeño a no dejar ningún rastro de huellas en el momento de cargar el arma, tal vez el calor que produce la boca de cañón puede borrarlas, aunque por seguridad es mejor pasarle un pedacito de la camisa o un pañuelo.
Ahora hay que cuidarse de todos, la ciudad funciona del puro martirio entre otros muertos. El bracito del niño se percibe más largo cuando agarra el revólver con la mano dominante, el pulgar abajo y los otros dedos envueltos en la empuñadura, justo debajo del gatillo. Aprende rápido. Le dan instrucciones hacia dónde disparar: justamente en la glabela, espacio entre las cejas por encima de la nariz. Hay silencio en el taller. Nadie dice nada. El niño baja el arma y la suelta en una mesa cerca, los otros muchachos con la sutileza de una madre le tocan la espalda, a golpecitos, se pierden en chistes que recitan después de un frenesí.