Número 140 // Julio-Agosto 2024

EDITORIAL UC 140

SOBAR LA BESTIA

Desde hace más de una década Venezuela no es frontera. Es un país dentro de otro, una gran parte de una sociedad que busca cobijo, trabajo y escondite en territorios afines. Una huida digna, podría llamarse para ser crueles. Un veinticinco por ciento de los venezolanos, casi ocho millones de personas, vive fuera de su país. La gran marcha es creciente. El año pasado salieron de Venezuela cerca de un millón y medio de personas, la mayoría en busca de la frontera sur de los Estados Unidos. En Colombia los números de salidas y entradas se han estabilizado en los últimos dos años. Incluso el retorno ha reducido un poco el número de venezolanos en el país, que a 2024 se estima en dos millones setecientas mil personas, una tercera parte de toda la diáspora.

Es fácil darle un poco más de significado a esa cifra: son 560 000 niños, niñas y adolescentes estudiando en el sistema de educación básica y media en Colombia, el diez por ciento de los habitantes de Medellín son venezolanos, un millón y medio de venezolanos están afiliados a nuestro sistema de seguridad social, entre 2020 y 2023 han nacido en el país 181 000 niños y niñas de madres venezolanas.

La xenofobia cunde en un país donde los temores frente a la inseguridad y las tragedias de la violencia se repiten. Siempre será más fácil culpar a un acento distinto, a un enemigo reconocible por sus gustos y sus papeles sin regla. Ahora es más válida que nunca la pregunta por la nacionalidad, el patriotismo, la solidaridad. ¿Por qué nos duele más el sufrimiento de un colombiano que el de un venezolano? ¿Qué hay detrás del mayor sentido de hermandad con los nacidos en nuestras ciudades que con quienes nacen en San Antonio del Táchira o Caracas? Compartir un territorio, una historia común, unas hazañas y unas tragedias colectivas, unos gustos de oído y paladar… Todo eso es lo que llamamos nacionalidad. Cada vez más venezolanos, con Permiso por Protección Temporal, tienen más afinidades con quienes portamos la cédula colombiana. Las elecciones en Venezuela se convirtieron en un partido en nuestra cancha. En últimas, los venezolanos conforman la segunda “ciudad” más grande del país.

Más que la aversión o la afinidad ideológica, lo que debería fijar nuestra atención en la encrucijada venezolana es la cantidad de gente cercana que sufre la incertidumbre de lo que puede pasar con el régimen corrupto, violento e ilegítimo que gobierna aquí al lado. Las manifestaciones de venezolanos en las principales capitales de Colombia nos dan una idea del desarraigo, la esperanza de un regreso posible y la impotencia frente a esa “unión cívico, militar, policial” con la que se autodefine la dictadura que regenta Nicolás Maduro.

Venezuela tiene un panorama de violencia indiscriminada a la vista. Ni siquiera una salida incruenta del régimen podría asegurar que no se viene un aumento de los homicidios, la criminalidad y el caos. Los colectivos, una policía política motorizada que defiende al gobierno, son un actor de intimidación y control barrial. La violencia y las ayudas oficiales son sus armas. Pero durante la crisis electoral han encontrado rivales de peso. Las bandas puras y duras parecen haber entrado a la política y ahora advierten a los colectivos: no más violencia contra la gente y si el gobierno tiene que irse, que se vaya, podemos ayudar a empujarlo. Caracas tiene una tasa de cincuenta homicidios por cien mil habitantes. Es una ciudad bien enfierrada después de años de un gobierno militar dedicado a armar civiles como respaldo. Para una simple comparación: Bogotá y Medellín tienen una tasa de catorce homicidios por cien mil habitantes.

El año pasado, en septiembre, el gobierno venezolano necesitó once mil militares y policías para intervenir la cárcel de Tocorón en Caracas, sede central del Tren de Aragua. La criminalidad tiene alcances muy similares, o incluso mayores, a los que han tenido actores armados en nuestro país. Por no mencionar el papel del ELN y la Segunda Marquetalia como invitados de honor. No solo la diplomacia tendrá juego en lo que viene en Venezuela. Militares, colectivos, bandas, bandolas, guerrillas… Todo el plomo en el asador.

Mientras tanto, Brasil, México y Colombia intentan un milagro. Que se respeten los resultados electorales, que todo el mundo quede contento, que se acaben las manifestaciones, que vuelva la confianza en la democracia, que no haya violencia, que Edmundo sea feliz y que Maduro y María Corina se resignen cada uno en su esquina. Hasta ahora todo ha sido sobar la bestia con la confianza de que se pueda adormecer. El régimen habla de buenos propósitos y aplaude el comunicado de Lula, Petro y Amlo, pero gruñe al interior, Diosdado dice que va a joder a la oposición, Maduro anuncia dos cárceles de máxima seguridad para reeducar a quienes protestan, Tarek William Saab, fiscal general, amenaza con penas de veinte años a María Corina Machado. Y también hay hechos: más de mil detenidos, al menos veinte muertos durante las protestas, los ataques a opositores con “credenciales” o a simples ciudadanos que se riegan por las redes.

Los tres presidentes componedores piden verificación internacional. Las actas se han convertido en una ficción gubernamental, una manera de darle cuerda al reloj del gobierno, acostumbrado a tomarse su tiempo. En abril de 2013, cuando Maduro venció a Capriles por estrecho margen en las presidenciales, se comprometió a hacer una auditoria del cien por ciento de las actas de las elecciones del 14 de abril. Once años después, cuando Unsur es solo una sigla, la auditoría es todavía una promesa. Los tres curanderos para los males o los bienes del gobierno piden un poco más de tiempo. Masajes y placebos parecen ser la receta. Piden, además, que haya una salida digna para quienes llevan veinticinco años en el poder. Solicitan el fin de las sanciones individuales, por parte de Estados Unidos y la Unión Europea, a la cúpula del chavismo. ¿Podrán Lula, Petro y Amlo mover al régimen? No hay buenos augurios. Hasta ahora todos los intentos frente a las crisis venezolanas han fracasado: las sanciones económicas, la amenaza del uso de la fuerza, la negociación multilateral, los cercos diplomáticos, la mano tendida, el caballo de Troya.

Los militares tienen la llave. Manejan doce de los 34 ministerios. Mandan sobre la minería, el petróleo y la distribución de alimentos. Manejan la gruesa y la menuda. ¿Es posible la traición al presidente? ¿Puede romperse el círculo de complicidad y terror? ¿La voz y la rebeldía de unos pueden acabar con esa coalición, pandilla y cuartel de 340 000 “soldados de la patria”? “¡Chávez vive!”, es el saludo oficial de las fuerzas armadas. Cayeron ocho estatuas del comandante eterno, pero hay vida más allá del pedestal.

Desde hace más de veinte años comenzó Chávez su camino autoritario. Algunas veces empujado por una oposición errática entre los llamados al golpe o al abstencionismo. Abusos de autoridad, sectarismo, violencia física contra periodistas y opositores, burlas legales, prepotencia y agresividad, ventajismo electoral… Todo eso se ha sembrado desde hace dos décadas y ha crecido bajo buena sombra y mucho abono. Maduro es solo una copia burda, débil y gris de Hugo Chávez. Algo así como un dictador subordinado.

Lo peor es que todavía las apuestas están cincuenta-cincuenta en el tablero. ¿Estamos en el momento definitivo o en el inicio de un nuevo marasmo político y social en Venezuela? El desánimo, el éxodo y la apatía son las buenas noticias para los dictadores. La modorra es su reino. Y el tiempo, el mejor aliado para asegurarlo.