Número 137 // Diciembre 2023

Todo ardía

Por SILVIA CÓRDOBA
Fotografías Archivo familia Córdoba González

En la primera foto del día en que cumplí quince años, el 18 de enero de 1986, aparezco sentada sobre la cama de mi papá y mi mamá, con una piyama de rayas moradas y blancas muy delgaditas, era de algodón y me gustaba mucho; sobre mis piernas cruzadas sostengo en la mano izquierda un plato con un trozo de torta de chocolate, y en la otra mano, mientras sonrío, me apunto en la sien con una pistola de plástico roja.

Esa noche vinieron mis amigos, así, en masculino. En la sala de mi casa éramos dos mujeres y al menos diez hombres, todos de la barra de mi hermano y, por rebote, los novios míos. Hasta el 97 viví en un barrio en el que los muchachos salían a sentarse en un muro o en una esquina, y luego pasaban en manada de casa en casa visitando a las hermanas de unos y a las tragas de otros. De manera implícita, las mujeres estábamos excluidas de esas caminatas. A veces nos caían manes de distintas barras y cuando se encontraban dos pelaos de barrios distintos se podía casar una pelea.

Era común oír que cualquier fiesta de quince terminaba en un tropel, y escoger a quién invitar y a quién no era un tema complicado para cualquier quinceañera. Además de tener encarretes en varias barras, yo estudiaba en un colegio mixto donde a veces se alargaban los tropeles del fin de semana a la salida de clase. Era normal que a las peladas no las dejaran ir a quinces, y muchas veces había demasiada testosterona en las fiestas. Estaba también el tema de los colados, porque podían caer barras enteras y era el caos. Yo acababa de empezar cuarto de bachillerato, me veía divina y hacer una fiesta de quince me volvió popular tres meses.

En el 86, además de las fiestas de quinces, también oíamos hablar del M19, de Belisario Betancur, del EPL, del Cartel de Medellín, de las Farc, de Virgilio Barco, del ELN, del Palacio de Justicia, del Quintín Lame y de los sicarios, esos pelados que empezaron a bajar de los barrios altos a otras zonas de Medellín. Se nos helaba la sangre cuando oíamos que una moto daba vueltas por el barrio; fue cuando nos empezamos a encerrar por miedo.

Un mes después de mi cumpleaños fue la fiesta. En ese contexto Anita, mi mamá, sabiamente decidió que mis quince se hacían en la finca, en zona rural de Rionegro. Invité amigos de distintas barras que no fueran los peleadores, compañeros del salón, amigas de los tres colegios en los que había estudiado y a las primas de mi edad. La lista de mujeres era más grande que la de hombres. Había ron, aguardiente, cocacola y comida: plato frío de cerdo, ensalada de papa con mayonesa y cilantro, pan de bolita y gelatina de colores. Además de la torta negra de mi mamá, con cubierta de masmelo blanco, que es una obra de arte culinario. Organizamos todo de modo que las mujeres que quisieran quedarse tuvieran donde dormir.

Yo estaba vestida con un blusón rosado, un cinturón blanco grueso, unos RDJ blancos que usé hasta la universidad y unas baletas muy rosadas también; pero lo que más me gustaba era mi pelo, me acababa de hacer la permanente y por fin tenía rizos.

La fiesta empezó temprano. Fue una noche fría, pero no llovió. La gente estaba regada por distintas partes de la finca, había barras junto a los carros, en la casita de muñecas y en el patio afuera de la casa, y mis primas y amigas se acomodaron en el murito del corredor, donde armamos la pista de baile con unos parlantes enormes. Toda la noche sonó salsa, vallenato y música americana que se pasaba entre casetes y acetatos de una canción a otra para que no hubiera baches. Los muchachos se acercaban al corredor para conocer a las peladas y luego de bailar se devolvían a la seguridad de su tribu.

Bailé el vals con mi papá y mi hermano. Bailamos, bebimos, comimos, bebimos, nos reímos, bebimos. Me besé a escondidas con mis encarretes de cada barra y me sentí como una princesa con mi pelo recién rizado. No hubo tropel. Al final de la fiesta mis amigas se acomodaron dentro de la casa, y afuera en el corredor, con ruanas y chaquetas, amanecieron los amigos de mi hermano.

En la última foto de mis quince, en la madrugada del 21 de febrero, aparezco nuevamente en una cama, dormida y borracha todavía. Era 1986, todo ardía en Medellín, y yo también.