Pan y paciencia
Capítulo Uno
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Por MATÍAS GODOY
Ilustración de Santiago Rodas
La parte que a don Gonzalo le gustaba de los días era la de ir a echarse junto con la Sixta Tulia en el potrero de abajo, a echarse sobre su panza, o su vientre, a pensar sobre las cosas y a decirlas en voz alta, que era como a don Gonzalo le quedaba menos ardua la tarea de ordenar sus pensamientos, horizontal y en voz alta, y entonces los pensamientos se le iban deshilvanando como volutas de humo de un café recién servido en una mañana helada y ya en el aire, se le iban entrelazando en ideas más bien bonitas, en aros anudados pero no muy apretados, suelticos, como para darle espacio a una voluta nueva, a una palabra fortuita que le subiera a la mente como una burbuja gorda y le saliera a la medida de lo que estaba pensando, es decir lo que Isaí, que sabía de estas cosas, llamaba filosofía, o eso era lo que Gonzalo había entendido finalmente ya cumplidos los treinta años cuando Isaí, que era de pocas palabras, echado al pie de un eucalipto después de haber almorzado, con el cigarrito en boca y la cachucha bajada, se ponía a decir cosas que empezaban con ¡ay! o también con es la vida, y terminaban con Gonzalo, eso le digo, Gonzalito, sí señor y,
sí, señor,
se dijo don Gonzalo de acuerdo consigo mismo, pensando que en realidad era de don Isaí que había aprendido a hacer esas cadenitas, de su amigo y de nadie más, pues nunca había visto a otro, su mamá o sus nueve hermanos, echándose en un rincón después de haber almorzado a hacer su filosofía, y en cambio cuánta costumbre le había agarrado él a bajar todas las tardes, cuando Delfina se frotaba los brazos y haciendo cara de frío declaraba concluida la jornada, a recostársele a su amiga Sixta Tulia que lo recibía con un mugido ya echada ella en el potrero, y le ofrecía su vientre suave y hospitalario para que don Gonzalo apoyara la cabeza y descansara, y entonces Sixta Tulia respiraba y se le inflaba la panza, y a don Gonzalo la cabeza le subía y le bajaba, el sombrero le subía y le bajaba con cada respiración, y siempre lo hacía pensar en lo curioso que eran los pulmones de las vacas, que se inflaban y desinflaban como los de las personas a pesar de que al estar de pie uno rara vez notaba que el cuerpo se les hinchara por la respiración, casi como si se hincharan por debajo, como un sapo, o por alguna parte no visible, o no se hincharan en absoluto, y sin embargo no era eso lo que pasaba, respiraban normalito como los seres humanos y acunado don Gonzalo se ponía a descansar, a esperar ese momento en que el sol de la sabana se pone color curuba y se guarda lentamente en el sobre de la montaña, como una moneda limpia en un teléfono público, se imaginaba Gonzalo, y el sobre de la montaña lo dejaba entrar del todo y cuando estaba guardado le doblaba su solapa triangular y entonces era de noche, y ese sobre se cerraba y se mandaba al otro lado del mundo a que lo abrieran allá, improvisaba Gonzalo pensando que así sería más o menos que funcionaban los días, convencido de que esas frases, esas fotos de la mente, eso era filosofía y,
ay mi Tulia,
le dijo don Gonzalo de manera más decorativa que otra cosa a Sixta Tulia, pues aún no sabía bien cómo decirle lo que le iba a decir y en todo caso Sixta Tulia rara vez daba señales de entender o, mejor, de no entender, pues su respiración se mantenía sinusoidal tras las intervenciones de Gonzalo, y Sixta Tulia inhalaba y don Gonzalo subía, y Sixta Tulia exhalaba y don Gonzalo caía, o su cabeza, está claro, y ese ritmo era una forma de entender y,
ay, mi Tulita, así nos tocó a nosotros,
continuaba don Gonzalo preparando su reflexión y,
cada uno tiene su papel, y este es el nuestro,
y,
nosotros no lo escogimos, no señora, que yo sepa,
y,
a mí tampoco me encanta estar que vaya y venga todo el día, que corra, que vuele, que ayude en esto y aquello,
pero,
es lo que nos tocó, siempre a la orden, a usted de que la ordeñen y a mí de… bueno, de que me ordeñen también, ¡de que nos saquen la leche!,
remató esa idea don Gonzalo, que rara vez perdía la oportunidad de hacerse reír un poco, y,
así es esto, mi Tulia linda, y dígame si no es así,
preguntó más bien retóricamente pues Sixta Tulia por supuesto se limitó a respirar y a inflarle así el cojín a don Gonzalo, y desinflarlo, y entonces a don Gonzalo, con ese arrullo, con ese auge y caída, se le fueron ordenando las ideas y después de unas cuantas vueltas dijo,
Tulia, pero no por eso se va uno a dejar morir, no mija, la muerte no cambia eso,
y ya entrando más en materia,
¿o es que acaso usted cree que eso va a ser diferente allá en el Cielo con San Pedro y los doctores?,
dijo don Gonzalo ya con otro tono, preocupado de haber ahondado demasiado y,
la misma vaina de siempre, mi Tulia… ¡Gonzalo, que baje la luna!, ¡Gonzalito, que suba el sol!, ¡que échele maíz al Espíritu Santo!,
dijo don Gonzalo ya riendo y feliz de ver que Sixta Tulia parecía haber apreciado el comentario si no con una risa, pues eso era mucho pedir, sí con una especie de estornudo inesperado y un reacomodo de sus patas delanteras y fue entonces que,
¡don Gonzalooo!,
dijo una voz animosa que no era la de la vaca y,
don Gonzalo, cómo me le va,
repitió la voz de Gerardino, el veterinario, acercándose al potrero en el que don Gonzalo de inmediato se paró y se sacudió el pasto seco y,
buenas tardes, Gerardino, cómo me le va,
lo saludó don Gonzalo y,
bien, Gonzalito, a Dios gracias,
y,
cómo sigue esa vaquita,
añadió el veterinario dándole la mano a don Gonzalo y estudiando a Sixta Tulia, aún echada sobre el pasto en la posición de antes y,
pues ahí masomenitos,
dijo don Gonzalo girándose él también hacia la Tulia y mirándola como en una telenovela de hospital y,
es que está bien flacuchenta, mírele esos huesos,
observó el veterinario y don Gonzalo,
sí, pero ha comido bastante,
y,
es que está bien larguirucha, mírele esas ancas,
añadió el veterinario y don Gonzalo,
sí, pero ha descansado harto,
y,
es que está bien manilarga, mírele esas patas,
comentó el veterinario y don Gonzalo,
sí, pero ella siempre ha sido así, de pata larga,
y,
es que mírele esa cara, ¡meras cuencas!,
insistió el veterinario y don Gonzalo ya no encontró qué decir e incluso se molestó un poco pero,
es que está bien langaruta, mírele ese costillar,
dictaminó Gerardino y don Gonzalo,
bueno, pero…
y,
mírele esas ojerotas, don Gonzalo, ¡parece una calavera!,
concluyó el veterinario y ahí sí don Gonzalo se molestó en serio porque se le hizo que Gerardino, siendo honestos, estaba hablando de una cosa y esa cosa era la Muerte, y a don Gonzalo eso no le parecía ni apropiado ni científico tampoco, ni mucho menos decente, condenar de esa manera a la pobre Sixta Tulia sin siquiera haber sacado el estetoscopio o lo que fuera que usaran los médicos veterinarios y en efecto don Gonzalo notó que el veterinario no parecía haber traído consigo más que una cara de bobo y una ruma de nombres para la Muerte, y entonces le dijo,
bueno, y a todo eso qué le hacemos,
como abriéndole un espacio a la esperanza pero,
mire, Gonzalito, es que esa vaca está enferma…
y,
no me diga,
le respondió don Gonzalo ya francamente ofendido de que Gerardino no fuera capaz siquiera de decirle a Sixta Tulia por su nombre, si se lo sabía de sobra y,
sí, Gonzalo, eso le digo,
le repitió Gerardino mirándola como a un mártir y entonces a don Gonzalo le dio rabia ese tono de final, ese acabose y,
mejor dicho va a tocar llamar al veterinario,
dijo entonces Gonzalo reuniendo toda la tirria y,
bueno, don Gonzalo, acuérdese que yo ya le di unos remedios,
se protegió Gerardino, pero,
entonces está viva de milagro,
le retozó don Gonzalo con ganas de aplastarle a Gerardino la cara en un pastel de mierda, de embetunarlo bien bueno y,
bueno, respéteme, don Gonzalo, o no le trato más a esa vaca,
pero Gonzalo,
ah entonces seguro que amanece buena y sana,
y Gerardino,
mire, ¡le advierto que aquí en el pueblo no hay otro veterinario!,
y don Gonzalo,
es que yo todavía no doy con el primero,
y Gerardino viendo cómo eran las cosas,
¡usted no sabe de esto, usted no es profesional!,
y,
ah, ¿a dejar morir animales eso lo aprendió en el Sena?,
le soltó entonces Gonzalo y a Gerardino le hirió, eso del Sena, le dolió en el hígado o el riñón o en algún lado,
porque Gerardino sí había ido al Sena a estudiar veterinaria y aunque don Gonzalo no podía saberlo no se había graduado, Bogotá le había parecido el lugar más violento del mundo y además de todo caro y en menos de seis meses se había comido la plata que había llevado y la poca que había ganado se la había jugado toda en un esferódromo de la carrera Décima, el casino de los pobres, y después de cuatro o cinco llamadas largas y llorosas la mamá lo había convencido de volverse a Subachoque, le había ofrecido una pieza en la casa familiar, que le hacían una puertica hacia la calle para que pudiera tener su independencia, que ella hablaba con el papá para que no se pelearan, y entonces Gerardino empacó sus fotocopias prometiéndose estudiar él solo y se esfumó por la Ochenta y,
bueno,
dijo Gerardino con el comentario de Gonzalo aún clavado en el riñón o el páncreas o por ahí cerquita en algún órgano vital y,
bueno,
le completó don Gonzalo no sin un poco de rabia aún pero ya habiendo entendido que se le había ido la mano, que el tema era la Tulia y no el otro, y que estaba confundiendo el mal con la falta de cura, por lo cual bajó la mirada y asintió con la cabeza en señal de acatamiento del diagnóstico del médico, y entonces Gerardino descansó también, ahora un poco arrepentido de no haber sido más duro, de haber levantado un brazo a sabiendas de que don Gonzalo jamás se iba a pelear con él, por furioso que estuviera, porque era un asustadizo y eso lo sabía todo el pueblo y entonces,
hay que esperar a ver qué pasa, si se cura,
le concedió a don Gonzalo viendo que él también iba amenguando y ya dándose la vuelta para irse y,
bueno,
le respondió don Gonzalo mirando a la Sixta Tulia de reojo, sintiéndose confundido, incapaz de encontrar de nuevo el lugar en que había estado hacía unos minutos, el lugar ante la vida, furioso y triste a la vez, herido y quieto a la vez, desesperanzado y firme al mismo tiempo, pensando en cuál podía ser la gracia de una vida así, para Sixta Tulia, echada en un potrero sin ganas de vivir, pero para él también, atrapado en ese limbo, con una tristeza que daba rabia y unos ataques de rabia que no dejaban más que una tristeza ancha y ajena, como esas natas blandas que a veces tapan el cielo y que no son ni nube ni sol, ni frío ni calor, sino como un barro de arriba, un desamparo general y,
desamparo es desamparo,
se dijo don Gonzalo ya empezando a filosofar cuando lo sorprendió un repique en el portón, en la campana del portón más bien, de la que alguien estaba jalando como queriendo descolgarla de lo duro, pique y repique la campanita y entonces don Gonzalo hacia allá fue, dejando sola a la Sixta y aún sin saber que lo que se iba a encontrar bajo el portón iba a dejarlo mudo, iba a dejarlo tieso, sin palabra que decir, sin frase que rematar, sin aliento para preguntar ¿quién es?, pues era Inés, Inés la panadera, la misma Inés de siempre pero esta vez más hermosa, que venía corriendo por unos huevos, que se le habían acabado y había dejado sola la panadería, es decir que era el Amor bajo el portón, era el ángel de los huevos del Amor, era la mismísima gallina del Amor, a pesar de que Gonzalo a Inés la conocía hacía años, la había visto bajo esa misma luz y bajo otras veinte luces en muchas ocasiones y sabía perfectamente que trabajaba en la Paciencia, y sabía que era hija de unos campesinos viejos de allá del páramo de Arce y sin embargo, a pesar de saber todo eso y de haber visto a Inesita en esa luz y en otras treinta luces tantas veces, don Gonzalo no sabía a qué gallo despertar, a qué curubo treparse, a qué velocidad salir corriendo a buscar a don Isaí para contarle que en ese portón de la finca por el que no entraba sino el polvo del camino estaba roja y rebosante la gallina del Amor y,
¡ay es ay!,
suspiró hondo don Gonzalo, pues aunque su confusión era evidente, y evidente la ensalada de palabras que el Amor le había aliñado en la cabeza, la joven Inés sí se parecía, mal que mal, a una gallina, con su pico de nariz y sus anchas caderas emplumadas, y bien visto también a una almojábana, por sus dorados cachetes de sol y yema de huevo, y a una curuba también, con sus ojos verdes y su pelo de resortes enganchados, y a una cuajada, por qué no, a una cuajada blanca y fresca bajo el chorro dulce y ocre del melao del Amor, ¡y a un roscón!, a un dulce de papayuela y,
que los huevos, Gonzalito, que tengo la Paciencia sola,
volvió a decirle Inesita un poco desesperada y en esas la hoja del portón, que don Gonzalo había dejado entrecerrada al salir, se entreabrió un poco y asomó por ella la cara de Gerardino como una oveja perdida, la cara de Gerardino solamente, y sonriendo el veterinario saludó a Inesita levantándose el sombrero y haciendo una especie de venia que no le salió muy bien pero que logró robarse la atención de la panadera y de ese modo apropiarse de la crisis en cuestión, que como Inesita explicaba ahora por tercera vez, consistía simplemente en que se había quedado sin huevos, y si ellos no tenían que le prestaran, si ahí en Las Granjas tampoco les quedaba ni uno, como la cara de Gonzalo parecía indicar, entonces le iba a tocar irse hasta el puro pueblo o sabía Dios hasta dónde, parte de la frase que Inesita dijo con más drama del que sin duda merecía pues el pueblo quedaba a diez minutos como mucho y la tienda de don Augusto, que era la más cercana, a otros ocho o diez minutos como mucho, pero la clara intención era que los caballeros que con tanta diligencia se peleaban con pequeños empujones el puesto bajo el portón para quedar frente a ella, tuvieran la idea galana de ir a traerle los huevos, y a este razonamiento llegó el veterinario bastante tiempo antes que Gonzalo, que aún miraba a Inesita con la boca descolgada en parte porque veía, o por lo menos creía ver, que Inesita lo miraba a él también de una forma que no le conocía, ni a ella ni a mujer ninguna para el caso, batiéndole las pestañas como unas maripositas a punto de salir al vuelo, y directo a la pupila, por lo menos hasta que el veterinario lo sacudió de su idilio con un empujón seguro y adueñándose del proscenio dijo,
usted tranquila, Inesita, que aquí en la tienda de Augusto seguro que tienen huevos,
e Inesita,
ay, ¿usted sí cree, Gerardino?,
y Gerardino,
claro, mija, si quiere yo mismo voy, que por aquí por adentro se llega allá ligerito,
y,
tan atento, Gerardino, cómo le agradecería,
le respondió Inesita dispuesta a justificar no estar yendo ella misma con más de un motivo apremiante, pero para entonces Gerardino ya se había dado la vuelta y había emprendido el camino, para sorpresa de Gonzalo y sobre todo de Inesita, que no había alcanzado a decirle que los huevos se los trajera pero a la panadería, que no la podía dejar sola mientras él iba y volvía, y,
ay Gonzalo, no le dije que se fuera a la Paciencia,
y don Gonzalo enamorado,
no, claro,
sin saber de qué le hablaban y,
es que él va a volver aquí,
le dijo Inés a Gonzalo como haciéndole entender, pero Gonzalo perdido,
¡seguro!,
e Inesita,
y ahora qué hago, si yo aquí no voy a estar,
y Gonzalito,
¡pues quédese!,
pero Inesita,
¡no puedo!,
y don Gonzalo,
¿y entonces?,
y ahí Inesita lo miró como un pajarito flaco, con los ojos bien abiertos y los hombros agachados, y finalmente Gonzalo,
¡o voy yo!, y más bien le aviso,
e Inesita,
¿sí, Gonzalo?,
y don Gonzalo,
¡pues claro!,
y entonces Inés,
espere, y qué pasa si se cruzan,
y don Gonzalo,
no creo,
e Inesita,
no va y sea, Gonzalito, por qué no mejor va usted y me lleva una bandeja allá a la panadería,
y Gonzalito,
¡también!,
le dijo al fin a Inesita y se mordió el labio con fuerza como castigo por no haber entendido antes lo que le estaban diciendo, es decir que fuera él y le llevara los huevos, él Gonzalo, él Gonzalito, no la mula de Gerardino que se había ido sin oír el resto de la tarea, y al tiro salió volando sin siquiera despedirse y dejando el portón abierto de par en par y,
bruto es bruto,
se regañó a sí mismo Gonzalo.
* Este texto hace parte del libro Pan y paciencia publicado por Alfaguara en el 2023.
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