Juancho, baile
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Por JOSÉ ARDILA
Ilustraciones de Elizabeth Builes
Vivía en Calle Estrecha un idiota.
Pasaba en las mañanas muy temprano por el frente de la casa y regresaba al final de la tarde, cargando regularmente un bulto en exceso pesado para cualquier ser humano.
Era idiota y grande y feo.
Y reaccionaba a su nombre y a una instrucción, Juancho, baile, con un contoneo y un balbuceo como de una alegría muy primaria y animal:
Baile, baile, baile, decía.
Y bailaba.
Y luego seguía su camino con la inexpresividad usual de su rostro, como si nada, como si hubiera estado atrapado brevemente en otra dimensión y lo hubiera ya olvidado.
Era chistoso siempre.
Nos reíamos la Íngrid y yo en la acera. Y a veces era ella la que gritaba Juancho, baile, y a veces era yo y a veces éramos los dos al mismo tiempo, en un coro involuntario, un Juancho, baile competido y desbocado por la agitación de la carrera desde la sala hasta la acera, desde el baño hasta la acera, desde el cuarto hasta la acera, porque de repente lo presentíamos llegar o cogíamos en el aire el grito de alguien más —del Julio. O del Topo. O de la Yainer—. Y era ese Juancho, baile, y luego su respuesta, baile, baile, baile, y las risas posteriores, por supuesto, y con frecuencia simultáneas y hasta pretéritas al baile mismo, al grito mismo, a su silueta grotesca, como un eclipse, aconteciendo en aquel firmamento otro que era la esquina de la calle.
De ese tamaño era la expectativa por la llegada del idiota.
Y de esa dimensión, nuestro aburrimiento, el peso de las horas muertas en el pueblo.
Regresábamos de la escuela, nos cambiábamos el uniforme, almorzábamos y nos parábamos en el marco de la puerta o la ventana a ver pasar el día, a verlo retroceder, mejor, hasta que la calle —es decir, el mundo— estuviera en los términos que mamá juzgaba una temperatura razonable. Y así todos los otros niños de la cuadra —la Yainer, claro. Y el Julio. Y el Topo—. Cada uno con la cabeza asomada en el umbral de su mundo impuesto por una línea incandescente.
Cruzar esa línea no era buena idea.
No tanto por el sol sino por mamá y su firme voluntad de no lidiar con las complicaciones que traen los muchachos insolados:
Llevarnos al hospital, por ejemplo.
Soportar los regaños del médico.
Aplicarnos cremas tres veces al día, por dos semanas seguidas.
Bajarnos la fiebre con baños de matarratón.
Socorrernos en el delirio de medianoche.
Excusarnos en la escuela.
Presionar para que nos desatrasáramos luego de las lecciones y las tareas perdidas.
No era posible estar seguro del castigo si mamá nos sorprendía jugando a pleno sol, apostando a dar primero la vuelta en bicicleta a la manzana, por ejemplo —con el Julio. Con la Yainer. Con el Topo. Aunque el Topo ganaba casi siempre y, por lo tanto, correr el riesgo en esa apuesta era algo innecesario—. Ni siquiera su estado de ánimo, el de mamá, era una pista suficientemente confiable. Podía estar muy contenta e igual caernos con dos o tres correazos de la nada, en las piernas, en la espalda, en el culo, o podía estar por el contrario muy furiosa o muy triste, con frecuencia las dos cosas, y darnos una advertencia suavecita, inofensiva, casi una caricia: ¿No ven, mijos, que se me queman toda la carita? Y a nosotros nos daba un no sé qué de vacío y de impotencia y nos íbamos para la casa en silencio, adoloridos muy adentro de las carnes, de los huesos, en el tuétano mismo del espíritu, a preferir los tres correazos en donde fuera necesario, que ver a mamá el resto del día en ese estado de ánimo todo peye, como de borde del abismo.
No tenía Juancho quién le cuidara la carita ni quién lo entrara a correazos cuando empezaba a quemarse con el sol. Vivía con su abuela y una tía. La tía cuidaba a la vieja y a Juancho no lo cuidaba nadie. Uno pasaba por su casa y sabía que Juancho estaba adentro porque la voz de la tía —tan de plumas coloridas suspendidas en el aire— revoloteaba entre los muros en un solo cacareo de su nombre: Juancho esto, Juancho lo otro, gritaba, vení para acá Juancho, pedazo de atembao, ayudame a cargar a mi mamá, Juancho, dónde está la plata, Juancho, ¿y querés que nos alimentemos a punta de boleja?, maldito mongolo, ¡Juancho!, ¡Juancho!, ¡Juancho!, es que si yo pudiera trabajar, ¡oíste, Juancho, te ibas demorando!, ¡Juancho!, ¡Señor mío, cuándo será que te lo llevas de mi lado!, ¡Juanchooooooo!, ¿es que estás sordo o es que yo no me hago entender?
La abuela no se oía nunca. Si uno no supiera suficiente —si no se hubiera enterado, por las conversaciones de los grandes, de que mucho tiempo atrás la vieja hacía fértil al infértil, secaba los instintos del infiel y destruía rivales por encargo a punta de rezos y yerbas traídas del Chocó— hubiera podido pensar incluso que llevaba la vida entera muerta. Era una cosa silenciosa y quieta, que veía uno en la sala de su casa o en la acera o en el patio cuando tenía la puerta abierta. Pero no se le veía nunca desplazarse. Estaba aquí o allá y punto, sin evidencia de haberse movido alguna vez. Imagino que cambiaba de lugar según los ánimos de la tía: una mujer despelucada, gigante, no tan gigante como Juancho, pero más aterradora. Nosotros —con el Topo. Con la Yainer. Con el Julio— toreábamos a la tía en nuestras noches de más aburrimiento. Golpeábamos un balón contra la fachada, por ejemplo, y aquello era siempre como provocar a un perro bravo. Emergía armada con escobas, con piedras, con agua hirviendo y hasta con mierda recién cagada, y la sentíamos detrás de nosotros a una velocidad que no encajaba con su cuerpo y que lo hacía todo más divertido, más genuina actividad de alto riesgo, y su voz aguda, muy aguda, siempre charra, ja, respirándonos en la nuca, bandidos, decía, bandidos, a joder con la chocha de su abuela, jajaja, delincuentes, pa meterlos presos o mandarlos a pelar. ¡Upa!, le gritábamos, ya habló la dura del barrio. Y entonces la tía de Juancho apalancaba su par de chanclas en la tierra y embestía con mucha más potencia, pero la traicionaba pronto su gordura, su ímpetu de tractomula vieja, y la íbamos dejando a distancias cada vez más seguras, con el corazón en plena revolución por el terror y la adrenalina de haber sobrevivido nuevamente a esas fauces, a esas dentelladas salivantes y nos volvíamos y la veíamos jadear, furiosa, frustrada por no poder matar muchacho, por no poder partirnos el pescuezo, yo los cojo, decía, ¡jua!, un día de estos los cojo, y van a ver, pelaos malparidos.
Qué risa.
Eso más o menos sabíamos de la familia de Juancho.
De lunes a domingo, como el sol mismo, salía el idiota en las mañanas y se guardaba en la tarde, con la piel brillante y vaporosa de tanto jornalear. Más negra que la piel del Julio y de la Yainer. Más negra que la de su tía y la de su abuela. Negra como la de ningún negro conocido. Negra como el tronco que ha ardido toda la noche en el incendio.
Insolado, probablemente.
Delirante cada noche, imagino.
Sin hospital.
Sin regaños del médico.
Sin cremas.
Sin baños de matarratón.
Curado, cada vez, en el transcurso de las horas nocturnas, a punta de la cantaleta desvelada de la tía.
Había estado Juancho siempre ahí, como otras tantas cosas de los pueblos, como la iglesia, como el río, como el árbol más grande del parque. Cuando mamá tenía nuestra edad, salía a la puerta de su propia casa a gritarle Juancho, baile a Juancho y se reía como nosotros, y Juancho respondía baile, baile, baile, y bailaba y continuaba su camino como si no hubiera sucedido nada.
Todo idéntico.
Y lo hacían también los diez hermanos de mamá.
Y sus primos.
Y la gente que había vivido desde siempre en Calle Estrecha y en cada calle en la que Juancho tuviera algún asunto. Lo hacía don Jairo, el de la tienda, cuando era niño. Y doña Brunilda, la testigo de Jehová. Y don Wilson, que manejaba el camión de Coca Cola. Y los vendedores de la plaza de mercado donde Juancho iba a bultear unas horas cada día. Y los papás del Julio y también los de la Yainer. No lo hacían los papás del Topo, por supuesto, porque llegaron desde la ciudad ya muy demasiado tarde y se creían, los papás del Topo —y el Topo mismo, a decir verdad—, mejor gente que nosotros. Les parecía todo lo de acá severa salvajada. Las calles polvorientas. La bulla. El clima. Para el Topo nunca había correazos si jugaba en pleno sol. En cambio, desde la puerta de la casa, le decía su mamá —le cantaba, mejor—: Mi amor, éntrate ya. Vida mía, mañana vas a amanecer enfermo. Te pido, por favor, corazón, que reflexiones sobre en qué te equivocaste y luego conversamos. Qué iban a entender ellos la belleza de un Juancho, baile bien gritado. Y luego el valor de lo demás. De que Juancho detuviera la marcha en ese instante, por ejemplo. Su gesto profundamente tonto y abstraído. Y que dijera: baile, baile, baile. Y que bailara, en efecto. Y que luego siguiera su camino. Y así mismo, hacia atrás, por cuatro generaciones mal contadas.
Juancho a los cuarenta: baile.
Juancho a los treinta: baile.
Juancho a los veinticinco: baile.
Juancho a los dieciséis: baile.
Baile, baile, baile.
Puede suponer uno que ya había algún niño en este pueblo diciendo Juancho, baile cuando Juancho era muy pelao, pero no ha sabido nadie nunca quién se lo dijo la primera vez de todas. Quién activó ese oculto mecanismo, y bajo qué circunstancia, y vio cómo funcionaba y luego divulgó el hallazgo poco a poco y fue heredado de padre a hijo y de padre a hijo y de padre a hijo hasta que llegó a nosotros, hasta esa exacta imagen de la Íngrid y yo y la Yainer y el Julio e incluso el Topo apostados en la acera, atentos al lentísimo retroceso del sol.
Como nuestra casa estaba casi al principio de la calle, podíamos ver llegar a Juancho antes que nadie, antes que el Julio o la Yainer o el Topo, que decía con frecuencia, y tenía cierto grado de razón, que veía mejor que cualquier otro, que la Íngrid, que el Julio, que la Yainer, que yo, que cualquier otro de la cuadra, del barrio, del pueblo entero, y corría mejor que nadie también y saltaba más alto que cualquiera y que hasta en Medellín la tenían difícil pa ganarle y que un día sería más fuerte que Juancho incluso, pero no para cargar bultos de leña o de banano o de mercado, sino para ser medallista olímpico y futbolista famoso.
Le creíamos la Íngrid y yo casi todo al Topo, excepto lo de Juancho, por supuesto.
No había forma de que alguien pudiera superar la fuerza del idiota. Solían pedirle cada 31 diciembre que contuviera al marrano para la cena de la cuadra. Y lo hacía Juancho solo. Él solo contra un marrano mono de 150 kilos, por lo bajo. Se aferraba al animal con sus brazos gigantescos y no lo soltaba nunca. Ni cuando lo bajaban del camión ni cuando le apuñaleaban el corazón y el marrano se retorcía con más violencia del puro instinto de no querer morirse ni cuando daba el último espasmo y el último alarido. Una noche se lo dije al Topo: Eso es embuste suyo, mijo, le dije. Embustero. ¿No se acuerda del marrano de diciembre? Haga algo así pues y le creo. ¿Sí ve? Chismoso. Y le dije exagerado. Muestre pues su fuerza, le dije. A ver, muestre. Y como el Topo no decía nada y lo veía yo envenenado de la ira y todos, la Íngrid, la Yainer, el Julio, nos miraban a punto de la risa, a punto de concederme el triunfo, le dije además que era un chicanero, que siempre había sido un chicanero y ya, que chicaneaba con todo, con su casa, con su bicicleta, con Medellín, con su balón profesional recién comprado, su álbum de historia natural, su Nintendo nuevo, sus juegos nuevos, y que no era para tanto, que chicaneaba con bobadas y con mentiras, le dije. ¿Y si era tan bueno vivir en Medellín por qué se vinieron para acá?, le dije. Pues cuenta. Lo creen bobo a uno, verdad. Y ya con todo el mundo en franca carcajada, el Topo respondió después de mucho tiempo: Al menos no tengo cara de chilapo como usted, y me empujó y dio la vuelta para meterse pa su casa y, uf, eso fue como si me encendieran algo quién sabe dónde, muy adentro, muy en un sitio que todavía no comprendo, porque apenas me dio la espalda el Topo, con todo y que no era necesario que yo hiciera nada, con todo y que el Topo estaba indudablemente derrotado, se me quedó un montón en la cabeza su tonito de soy mejor que vos, soy más inteligente que vos, soy más blanquito que vos, tengo una vida mejor que la que tenés vos y, de paso, una mamá mejor que la tuya. Y como con mamá nadie se mete, cogí una piedra y la lancé y le abrí al Topo la cabeza con una puntería que desconocía por completo; es decir, con una mera suerte de principiante, porque yo no crecería, como el Topo, para ser atleta ni futbolista ni nada demasiado fatigoso.
Y vino todo el drama, por supuesto.
Los gritos.
Gritaba el Topo con el terror de alguien que no ha sido herido nunca.
Gritaban la Yainer y el Julio y la Íngrid y hasta yo mismo me descubrí en ellos, en el reflejo puro de su miedo, gritando con la certeza del castigo que vendría. Con la obligación adquirida de pagarle un Topo nuevo a sus papás.
La sangre.
No tanta como en las marranadas de diciembre, pero suficiente para armar tremendo escándalo.
Su cabeza toda roja, empantanada.
Los vecinos.
Su desvergonzado afán de novedad.
Doña Brunilda:
En el santo nombre de Jesús, nuestro señor.
La mamá del Topo:
Pero qué te ha sucedido, corazón. Respira. Tranquilo. Cuéntame. Qué es lo que te han hecho.
Y mi mamá.
Sus ojos a medias tristes, a medias furibundos, brillando en la pequeña multitud. Silenciosa en esa plena algarabía.
Salvo para la escuela, no salimos de la casa por casi dos semanas.
Nada nos fue prohibido, en realidad.
Pero mamá se paseaba de la cama a la cocina y de la cocina a la máquina de coser y de la máquina al baño, sin dirigirnos la palabra.
La comida estaba ahí.
Siempre.
Los uniformes de la escuela, limpios y planchados cada madrugada.
Pero había anulado mamá nuestra presencia como quien saca de su vida a un par de traidores.
Y era cierto, en algún sentido: quizás la había traicionado.
Yo.
A mamá.
Solo yo.
En la oscuridad sofocante de las noches, la oíamos llorar.
Yo decía: Íngrid…
Y la Íngrid respondía: Sí…
Y no hacía falta que nos dijéramos nada más: mamá tenía roto el corazón. Y nuestro deber era llorar con ella hasta que llegara la mañana o se quedara dormida. Lo que sucediera primero.
Ahora veíamos pasar el mundo desde la puerta o la ventana, sin ánimo de mucha cosa. Ni siquiera de decirle Juancho, baile a Juancho. Ni siquiera de reírnos cuando la Yainer o el Julio lo gritaban, un poco mecánicamente, un poco como por no dejar, como por no perder la tradición. Y era en consecuencia un baile, baile, baile vacío, muy vacío. Despojado de propósito.
¿Jugamos ponchado?, nos decían luego.
Y nosotros respondíamos que no.
Que no podíamos.
Que mamá no nos dejaba.
Pero era mentira, desde luego. Mamá veía en el televisor la telenovela con la intacta dolorosa indiferencia de los últimos días.
Y entonces nos dedicábamos Íngrid y yo por horas a mirarlos —a la Yainer y al Julio— mientras se lanzaban y evadían una pelota triste, en la más triste ejecución de un juego desde que este mundo triste fue creado.
Al Topo lo devolvieron del hospital aquella misma noche. Supimos que le habían puesto 42 puntos exactos. Y lo respetamos un montón por eso, a decir verdad. Qué duro, dijimos. Y a cada quien lo que merece.
No lo dejaron salir tampoco, desde luego. Imagino que se pasaba los días frente al Nintendo, probando los juegos nuevos encargados por familiares de Medellín a otros familiares de la USA. La mamá pasaba por el frente de la casa con la cabeza erguida y con la mirada fija por allá, lejos, muy quién sabe dónde, un lugar en todo caso en el que no existíamos ni la Íngrid ni yo ni mamá ni Calle Estrecha ni el barrio ni este pueblo inmundo en el que le tocó vivir después de toda una vida en la ciudad.
En el día trece del encierro, sin embargo, justo después de la hora del almuerzo, vimos la cara tímida del Topo emerger por la ventana de su casa.
Era el día más caluroso del año. Hacía un sol vertical y tan intenso, que deformaba la visión de las cosas a unos pocos metros. La Íngrid y yo nos asomamos a la puerta más con el anhelo de pescar una brisa repentina que con las ganas de ver nada, en realidad. Supongo que por eso estaba el Topo ahí también, después de tanto tiempo, y que por la misma razón estaban la Yainer y el Julio asomados en sus propias puertas y ventanas. Y todavía varios vecinos más abanicándose el hervor de la tarde en las pocas aceras con techo de la cuadra. Olisquéabamos la calle, derretidos en el umbral de nuestras casas, como perros débiles y hambrientos que esperan, resignados, el momento de su muerte.
Y así se nos fue el resto del día.
Desvanecidos en aquella fiebre ajena a nuestros cuerpos.
Conectados por esa especie de insolación universal.
Sin cremas.
Sin regaños del médico.
Sin baños de matarratón.
Sin mamá que atendiera los delirios.
Cerca del final de la tarde, nos miramos el Topo y yo por primera vez.
Fue un gesto simultáneo.
Instintivo.
Animal.
La Íngrid, la Yainer y el Julio tardaron mucho más en reaccionar.
Salí a la acera.
También el Topo.
Y nos quedamos ahí parados.
Como en una peli de vaqueros.
Nada más era necesario.
El idiota dobló la esquina unos segundos después. Venía cargado con un bulto tan pesado, que, aunque avanzaba con firmeza, acentuaba cada paso con una precaución inusual. Yo di el primer disparo: Juancho, baile, dije. Grité. Salté a la calle. Y Juancho se detuvo, desde luego, y dijo: baile, baile, baile. Y bailó. Y siguió luego su camino. Y cuando empezaba a sentirme satisfecho, el Topo cayó casi de inmediato: Juancho, baile, dijo. Y Juancho se detuvo nuevamente, por supuesto. Y respondió: baile, baile, baile. Y bailó, con la torpeza que le permitía el peso en sus espaldas. Con la rotunda expresión de su idiotez mezclada con un lejano gesto de cansancio. Juancho, baile, dije. Y Juancho bailó otra vez para nosotros. Y dijo baile, baile, baile. Y luego emprendió la marcha nuevamente. Pero Íngrid gritó desde la acera: Juancho, baile. Y por ahí se fue más o menos todo. Seguimos cada paso de Juancho a lo largo de la calle. Baile, baile, baile, decía. Y bailaba. Y a veces era la Yainer la que decía Juancho, baile, y a veces el Julio y a veces el Topo y a veces yo y a veces la Íngrid. Y así. Y reíamos. Y gritábamos con una febril excitación. Como con el sol mismo ardiendo muy adentro, insolándonos el alma. Éramos felices por primera vez en trece días y lo sabíamos. Juancho bailaba para nosotros, para Calle Estrecha entera, mejor. Porque fuimos oyendo, mientras se agotaba del todo la luz del día y luego, mientras avanzaba la noche, las voces de vecinos celebrando. El paulatino florecer de una fiesta. Baile, baile, baile. No nos separamos del idiota. Atropellábamos las órdenes. Decíamos al tiempo Juancho, baile o Juancho no terminaba de bailar y ya alguien más estaba dando una orden nueva. Y Juancho no sabía qué hacer con esas voces superpuestas. Y bailaba, claro, pero volvía a empezar al instante. Entonces ya no decía baile, baile, baile, sino que se alargaba hasta, imagino, saldar las deudas mentales de los Juancho, baile dados uno tras de otro, baile, baile, baile. Baile, baile, baile. Baile, baile, baile… y luego intentaba seguir con su camino y a veces avanzaba unos pocos centímetros, pero ya alguno de nosotros estaba listo con un Juancho, baile diferente. Lo hicimos ya no sé por cuántas horas. Acompañamos a Juancho todo el recorrido, desde el principio de la calle hasta su casa, y le seguimos diciendo Juancho, baile incluso cuando caía, y aquello era realmente novedoso, porque no sabíamos que Juancho tuviera la capacidad innata de caer, no sospechábamos su debilidad. Y ahí, mientras estaba de rodillas, el bulto que cargaba apenas sostenido, aferrado a las espaldas de Juancho más por una suerte de obstinación o de costumbre, le decíamos Juancho, baile, y Juancho bailaba, por supuesto, y decía baile, baile, baile, con su profunda expresión de estar en otro lado o de querer estarlo al menos, y cuando trataba de levantarse le pedíamos de nuevo que bailara y él obedecía, por supuesto, obedecía incluso tendido plenamente en el polvo de la calle, baile, baile, baile, tan su apariencia de marrano apuñaleado, tan últimos espasmos y finales alaridos. Pero nosotros no nos detuvimos incluso en ese momento. Le decíamos Juancho, baile. Y él murmuraba baile, baile, baile, y se movía como bien se lo permitía la fatiga. Y se lo seguimos diciendo también cuando apareció la tía furibunda e intentó levantarlo a cantaleta, ¿te vas a dejar joder la vida, pendejo?, le decía, ¿no ves que sos más grande?, ¡levantate, Juancho, no me hagás pasar penas con la gente!, le gritaba. ¡Levantate, que mi mamá te está esperando! Y cuando entendió que no podía levantarlo, quiso ir decididamente por nosotros, porque no parábamos de decirle Juancho, baile a Juancho y Juancho no paraba de bailar ahí tirado, como estaba. Bailaba con los estremecimientos de una convulsión. Todo francamente charro. Muy eléctrico. Muy de pez fuera del agua. Entonces nos turnábamos, la Íngrid, el Julio, la Yainer, el Topo y yo. Nos escurríamos por entre los brazos de la gorda, esquivábamos sus proyectiles chanclas, sus escobazos, sus pedradas, y ja, la risa de todo el mundo, del Topo, de la Yainer, de la Íngrid, del Julio, de todo el mundo, ja, de doña Brunilda, la evangélica, de don Jairo, el de la tienda, de don Wilson, el del camión de Coca Cola, de los papás del Julio, de los papás de la Yainer, hasta de los papás del Topo, ahí parados, con su risita estreñida, pero peor es nada, nos dijimos, y lo mejor: la sorpresiva sonrisa de mamá, allá, lejana todavía, pero evidentemente divertida. Nos había perdonado. Y eso fue mera alegría pa nosotros. Para mí. Para la Íngrid. Porque la Íngrid y yo nos entendíamos en el secreto canal de los hermanos. Y nos mirábamos. Y nos reíamos a carcajadas mientras evadíamos a la tía de Juancho. Y ese sol de adentro brillaba, quemaba, como una supernova. Y bailábamos entonces con una especie de cancioncilla compuesta sobre la marcha, improvisada, con las instrucciones a Juancho. Con los Juancho, baile que decíamos. Juancho, baile, cantábamos. Baile, baile, baile. Juancho, baile. Baile, baile, baile. Juancho, baile. Baile, baile, baile. Y lo hubiéramos seguido haciendo, hubiéramos bailado y cantado y reído por el resto de la noche y en el proceso hubiéramos también cansado a la gorda, hasta que ya no pudiera ella moverse tampoco de tanto perseguirnos, de tan reducida, de tan consumida, de tanto bailar a nuestro ritmo, de tanto exponerse al fuego estelar que salía de nosotros. No hubiéramos parado, mejor dicho, si no fuera porque la abuela de Juancho apareció ahí, en mitad de todo, intacta en la viva llamarada, como aparecía en la sala de su casa o en la acera o en el patio: sin que nadie la advirtiera.
Nos detuvimos entonces.
Y luego nos callamos.
La abuela al pie de Juancho.
Inesperadamente alta.
Sin indicio alguno de enfermedad.
Juancho, quieto. Muy quieto. Murmurando todavía algunos baile, baile, baile. Blanco de tanto revolcarse en el polvo de la calle. Más blanco que el Topo y su papá y su mamá. Más blanco que ningún blanco conocido.
Y cuando estuvo la cuadra entera en el silencio más absoluto de su historia, paralizada por un miedo que creían los grandes ya olvidado, escuchamos la voz adolorida de la vieja: un llanto menudito, primero, transformado poco a poco en un ulular de selva virgen.
Pleno.
Omnipresente.
Reverberante en cada muro.
En cada mueble.
En cada cuerpo de la cuadra.
Parecía el lamento por todas las caritas quemadas por el sol desde el inicio de los tiempos.
Entonces, aferrados al más elemental de los instintos, retrocedimos sobre nuestros pasos hasta las puertas de las casas.
Y quedaron allá.
Ellos.
Distantes.
Solos.
La gorda casi desmayada.
La vieja recogida, abarcando con sus brazos largos, larguísimos, el cuerpo entero del idiota.
Y luego ya no pudimos verlos, por supuesto.
Porque puerta.
Porque muros.
Porque orden de dormirnos de inmediato y luces apagadas.
Pero oímos a la vieja hasta la primera luz del día siguiente y dudo mucho que alguien en Calle Estrecha hubiera sido capaz de dormir tranquilamente, de ignorarla, de dormir de cualquier forma.
Nadie volvió a ver a Juancho pasar por el frente de su casa.
Dicen que le cogió terror a la calle.
Que la abuela no hubiera resistido exponer de nuevo a su muchacho.
Que el idiota no terminó nunca de decir los baile, baile, baile que le quedaron pendientes.
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