Yo también fui caballero de la virgen
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Por SANTIAGO RODAS
Ilustración de Camila López
Serían las siete y media de una noche calurosa como solo se cocinaban a principios de los dos mil. Me bajé de un Sabaneta y caminé por el costado de la iglesia del Parque del Poblado Me percaté que adentro varios músicos, vestidos de una manera particular, ensayaban con trombones, liras y trompetas. Yo, de unos doce años, más o menos ateo, me senté como si estuviera en una liturgia y escuché una media hora el ensayo barroco. Estaba perdido en los senderos de la música hasta que el hambre me hizo buscar una empanada.
En el segundo mordisco uno de los tipos disfrazados como templarios me abordó y me preguntó que si me gustaba la música y le dije que sí, y ¿dónde vive?, y yo, en El Poblado, pero en los barrios, digo, no en las unidades, enfaticé, y el templario: le gustaría ensayar con nosotros. Y yo: no sé, tendría que pensarlo, no sé tocar ningún instrumento, mientras le pegaba el quinto y casi último mordisco a la empanada de iglesia. Si le parece me da su teléfono y prueba este viernes a ver si le gusta el espacio. Y yo respondí, con la confianza que solo tienen quienes acaban de calmar el hambre, con el número fijo de la casa, pasando la puntica de la empanada con un sorbo burbujeante de Ponymalta.
Me recogieron dos hombres en una camioneta, vestidos con atuendos del uso privativo de los caballeros de la virgen, botas de cuero negras, túnica color crema y por encima un velo marrón oscuro con una rojiblanca cruz de Santiago estampada en la parte frontal. Condujeron desde mi barrio hasta la loma de Los Balsos. Cuando se abrieron las puertas automáticas del lugar lo primero que vi fue una piscina en forma de guitarra. Al fondo unos niños de mi edad practicaban kung-fu, vestidos de blanco, otros jugaban baloncesto. Me presentaron cada uno de los espacios verdes, las placas deportivas y la casa más grande que había pisado a mi atea edad. La recorrimos por dentro: lujosa, limpia, con escaleras de una madera de apariencia fina, tapetes, lámparas, olores de casa decorada por las manos de una clase solvente. Hombres disfrazados rezaban y revoloteaban por las habitaciones, se decían señor, señor esto, señor aquello, señor acá, señor acullá. Señor Santiago, mucho gusto, me decían, y yo respondía perplejo al cardumen de saludos. Al pasar por una de las habitaciones uno de los caballeros me dijo: aquí hay que hacer una oración para poder entrar. Me explicaron la oración y me hicieron arrodillar en frente a la Virgen del Carmen.
Caía la tarde en la loma de Los Balsos. La piscina en forma de guitarra estaba casi quieta con unas cuantas ondas que perturbaban la homogeneidad lisa del agua por alguna hoja caída de un carbonero o la flor madura de algún gualanday. Vamos a hacer una pizza entre todos, dijo uno de los uniformados. Seis niños de los once a los trece años, sin uniforme caballeril, cortamos tomate, rallamos queso, amasamos con nuestras manos la base de la pizza en una cocina con un horno de metal en el que artefinalizaríamos, alrededor de una hora a la sazón de un fuego lento, varias pizzas como para unas quince personas. Dos uniformados vigilaban el proceso, cuidaban los cuchillos, el horno, las cantidades. En el comedor volvimos a rezar y dos o tres niños dieron las gracias a diostodopoderoso por los alimentos y por la bondad eterna. Llegué a casa feliz con el hallazgo. Dormí reconstruyendo cada fragmento de la tarde. Quería seguir, estaba deslumbrado.
A los ocho días ocurrió algo similar. La piscina en forma de guitarra, rezos, saludos señor Santiago. ¿Por qué señor? Pregunté. Porque estamos casados con la virgen, señor Santiago. Me regalaron un pequeño rosario y el librito con las oraciones, cocinamos, jugamos basquetbol, rezamos, saludamos a la virgen, nos arrodillamos ante la virgen, nos despedimos de la virgen. Se empezaba a conformar un pequeño grupo de niños que nos encontrábamos cada ocho días a cocinar, a hablar de nuestra vida y, en definitiva, a ser inoculados con el virus religioso que se esparcía, lento pero seguro, por nuestros cuerpos y espíritus.
Como era de esperarse mi padre se opuso cuando supo que llevaba dos meses visitando la casa en Los Balsos. Son los caballeros de la virgen, padre, le dije. Él enmudeció y me dejó solo en mi habitación. El cuadro de Marx colgado en mi casa me miraba con un recelo ardiente cada vez que pasaba por su lado, apretaba el monóculo en su mano, ensortijaba sus barbas y yo con el rosario en el bolsillo, y con el ateísmo guardado en algún cajón del nochero, rezaba los gloriosos, los dolorosos cada noche, con un fervor desconocido. Una nueva pureza me colmaba, la presencia de diostodopoderoso iluminaba mis pasos encaminado al salvamento de las almas pecadoras. Mi padre intentó persuadirme, sin éxito, mi madre le arguyó: está creciendo, dejemos que tome sus propias decisiones.
Una mañana debí acompañar el recorrido de la virgen de porcelana con uno de los caballeros por las casas de los contribuyentes. Solían hacer rutas semanales con la virgen por las residencias de personas cercanas al culto. La primera, en la loma de Los Parra, fue una visita rápida, en una casa de unas cuatro cuadras de largo y de una sola planta, con espacios verdes, vidrios de paredes enteras, tapetes en los que se hundían los pies varios centímetros mientras se caminaba, candelabros, nuevos lujos ante mis ojos de niño de barrio. Al finalizar las oraciones una mujer mayor le entregó al disfrazado un fajo de billetes de alta denominación. Luego fuimos a Belén e hicimos las oraciones por una mujer en cama. Tenía cáncer en el cerebro, me explicó uno de sus hijos. El caballero puso la virgen a un lado de la cama y dejó que la mujer la tocara por un momento, hicimos las oraciones y al final otro rollito de billetes, esta vez de mediana denominación y unas gracias hondas por parte de la familia. Le dije al caballero que no era capaz de seguir con las visitas y me acercaron hasta un lugar en el que pudiera tomar un bus hacia mi casa.
Las emisoras anunciaron que llegaba diciembre y con él una propuesta de los caballeros de la virgen: trabajo infantil. Montaron un pesebre móvil en un centro comercial cuyo eslogan era “Chévere” y pusieron sobre nuestros hombros infantes la enorme responsabilidad de operarlo en calidad de obreros subterráneos. La actividad consistía en una serie de shows en vivo en los que nosotros, el grupo conformado de los once a los trece años, movíamos las miniaturas, las puertas, desde las entrañas del escenario pesebrero, además de las luces de punto que iluminaban, cuando la narración en off así lo requería, a los Reyes Magos, el Niño Jesús, los pastorcitos. Yo era el encargado de levantar la cruz sacramentada de nuestro señor Jesucristo, de cerrar las puertas de algunas casas, de hacer sonar los truenos que anunciaban la muerte de nuestroseñor con una lámina de metal; todo desde abajo, tras bambalinas, adentro del monstruo como decía Martí, con poleas, palancas y varillas. Y rápido le cogí el tiro, la merijunjuña y repartí mis conocimientos y habilidades como se reparte el cuerpo de Cristo en las misas. Resulté siendo el operario estrella y me vanagloriaba de ello con algunos comentarios sardónicos cuando veía que otro de los nuestros se descoordinaba, se demoraba una milésima en una de las poleas o fallaba en el timing luminotécnico. A la salida del espectáculo cazábamos a las señoras y les vendíamos denarios en la módica suma de cinco mil pesos. La mayoría compraba los detalles en oro de fantasía con la cara de la Virgen de Fátima bien estampada en el centro de las alhajas y como éramos parte de los caballeros de la virgen no nos robábamos ni las propinas ni las donaciones. Todos por el camino del bien.
Con el buen recaudo de las presentaciones, a los caballeros disfrazados les surgió la andina idea de viajar a Quito, y nos invitaron a viajar con ellos si vendíamos unos cien denarios en las presentaciones en la gran superficie. Y lo conseguimos con el sudor de nuestras frentes por el calor infernal debajo de pesebre. Y pedimos el permiso a nuestros padres para viajar por tierra a los paisajes ecuatorianos y como si la virgen hubiera intercedido por el grupo de los once a los trece años, nuestros padres accedieron y también compraron denarios y nuestra familia compró denarios y la ciudad se inundó de los denarios vendidos bajo el pesebre chévere para que nosotros pudiéramos salir por primera vez del país.
Yo me fui en flota hasta Cali con uno de los disfrazados, allí nos reunimos con el grupo. Dormimos en la segunda casa más grande que había pisado, un condominio blanco que tenía un lago artificial en el medio y mucha vegetación. Y también tenía pesebre móvil, parecía, a todas luces, que era una buena estrategia para vender más denarios. Pasamos la noche allí, al otro día visitamos el zoológico y luego nos embarcamos en una camioneta para Pasto. Dormimos cerca de Las Lajas en una gran habitación de un convento neblinoso. Alguien contó la historia de una mujer que antes de casarse, con el vestido del matrimonio puesto, se arrojó por uno de los desfiladeros y que desde ese día se aparecía por las habitaciones, con su espectro matrimonial, para hacer que la gente buscara el abismo y se arrojara. La imagen de la mujer me estremeció y me caló un frío entre los huesos: dos fríos trenzados, el de Pasto y el del miedo, por ello dormí poco y mal. Recé el rosario mentalmente para soportar las imágenes de la mujer y me sentí acompañado por el murmullo de los salmos en mi cabeza. Al día siguiente visitamos la catedral de Las Lajas. Rezamos, pedimos por la virgen y vimos los agradecimientos en forma de placas por los milagros de la virgen concedidos a los devotos y sus familias.
Atravesamos la frontera. En medio del papeleo para pasar a Tulcán a uno del grupo de once a trece años le robaron el morral, lo sacaron de la camioneta y nadie vio nada. Después debimos prestarle ropa y algún dinero que recogimos entre todos. Cambiamos los pesos a dólares. Entramos a Ecuador y en unas horas estábamos en Quito.
Vi una ciudad grande y fría y blanca, con las laderas populares pintadas de colores, vi semáforos con muñequitos tecnológicos en movimiento de los que aún no existían en Colombia. Me sorprendió la presencia importante de indígenas en todas partes: en las plazas, en los centros comerciales, en los restaurantes. Ciudadanos igual que cualquiera. Muy distinto a lo que veía en mi ciudad.
Nos hospedamos en una casa grande que parecía un colegio. Visitamos iglesias, tomamos fotos, rezamos, peleamos sin que los uniformados se dieran cuenta, nos golpeamos, visitamos curas, aprendimos de la historia de la ciudad, vimos una de las astillas originales de la cruz en la que nuestroseñorjesucristo dio la vida por nosotros, visitamos iglesias, visitamos curas, rezamos, subimos al techo de una catedral, nos encomendamos a la virgen, nos encontramos con los caballeros de la virgen de Quito, compramos suvenires de vírgenes, rosarios, postales. Señor acá, señor acullá, señor Santiago, sí señor, fuego, sonrisas, realidad y dolor. Trepamos a la enorme escultura de la virgen de Quito, divisamos la ciudad entera, la capital entera, las catedrales derramadas por todas partes como esporas gigantescas de concreto que se reproducían por las calles.
Subimos al Cotopaxi y conocí el milagro de la nieve por primera vez. Los cristales del hielo entre mis manos. Tomamos vino para el frío, jugamos con la nieve. Perdí mi cámara de fotos entre las piedras, sentí el ardor en mis pulmones. Al bajar, el paisaje montañoso y helado me dejó un mensaje, los dedos del altísimo sabían cómo tallar las formas perfectas del horizonte para los ojos de un adolescente que sabía, sin saberlo del todo, que en este justo instante estaba en el lugar correcto. Si mal no recuerdo se me escaparon unas lágrimas con olor a rosas como el cuerpo incorrupto de San Juan de la Cruz.
El último día recorrimos la Mitad del mundo y compramos regalos para nuestras familias. El capital producto de la venta de los denarios se agotaba y escurrimos los últimos dólares para llevar algún testimonio del viaje.
Regresamos a Pasto y luego a Cali por carretera. Y desde Cali tomamos rumbo a Medellín. El grupo de once a trece años nos turnábamos para ir en la parte descubierta de la camioneta, escondidos de las autoridades como polizontes, entre los morrales. Rezamos, escuchamos música, dejamos que el silencio se asentara en medio del paisaje del río Cauca. Me aguanté una orinada por más de tres horas, en las que vi al diablo, a la virgen, a dios, y al viruñas, hasta que después de golpear un rato la ventana pararon un momento para hacer aguas en la vera del río.
Me dejaron en casa con la sensación extraña que queda en el cuerpo después de un viaje.
Seguí la rutina semanal de ir a la casa con la piscina en forma de guitarra, que, según rumores, había sido entregada a los caballeros por extinción de dominio. Seguí con el rosario, con las preparaciones de la cena con los colegas, con las despedidas de la virgen, insistí en hablar con Dios y seguir por el camino del bien. Pero una fatídica y reveladora tarde noche, cuando los uniformados de la virgen me iban a llevar a casa, desde el asiento de atrás en el carro, escuché una conversación, como se entienden los caballeros de la virgen, que versaba sobre un regalo musical. Uno de ellos estaba decepcionado porque le iban a entregar un CD con la música de unas marchas a un cura muy cercano a los caballeros, el otro decía que si bien la punta de la caja de plástico estaba toteada, el CD funcionaba a la perfección. El primero, con la investidura que le otorgaba la Virgen de Fátima, dijo con una voz autoritaria que esos no eran regalos para un cura, que respetara, que, si mucho, el CD se lo podrían a entregar a la empleada doméstica de la casa, remató. El otro se mostró de acuerdo y cedió ante los argumentos del primero. Yo pensé en mi tía Ninfa Rosa de Jesús, en mi tía Teresa, en las madres con ese mismo oficio de tres o cuatro de mis compañeras de la escuela y algo en mi cabeza se desmoronó. Vi pequeños a los caballeros disfrazados con sus boticas negras, sentí rabia e impotencia. Estos eran los que ayudaban al prójimo, estos eran los que entregaban el pan de su boca para el enfermo o el necesitado. Estos los que propendían por la igualdad en el mundo. Estos los que entendían el camino, la verdad y la vida.
Al llegar a casa el cuadro de Marx me miraba de otra manera, yo le devolví una mirada firme y entendí que no podía seguir tan campante en el camino del futuro disfraz. Quizá, después de todo, ese no era mi lugar. Ese día guardé el rosario en el nochero con el librito y desempolvé mi ateísmo maltrecho que estaba arrugado y perdido. Seguro insulté a Dios, la imagen divina empezó a desvanecerse y a alejarse. Quizá me eché la bendición al revés para probar otros caminos.
Los caballeros llamaron durante tres semanas a preguntar por mi ausencia. Le dije a mi madre que respondiera que no estaba. Ellos insistieron algunas semanas más, pero luego el teléfono dejó de sonar. Nunca los volví a visitar y alguna vez me los topé en un restaurante, volteé la mirada, como Dios manda.
Tomé el camino trazado por la uña del quenosenombra, el mismo sendero que iluminaría mi mediocre ateísmo y que ondea, como una bandera oscura, cada vez que paso por una iglesia y escucho la música barroca que sale de sus entrañas.
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