Número 145 Agosto de 2025
Muerte en vivo de Robert Walser
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por OMAR MAURICIO VELÁZQUEZ • Ilustración de Hansel Obando
En Bogotá, un hombre vivió casi veinte años en una alcantarilla, al frente de una iglesia, y allí enfermó hasta morir. Cuando escuché la historia de Lucas tuve la amarga sensación de que era poco extraordinaria para un país como Colombia. Supe de ella en una época en la que no pasaba de la primera plana de los diarios. La razón de mi poca información también estuvo motivada por mi escape de las redes sociales. Mi periplo como tuitero había terminado y agoté pronto el embeleco de las demás plataformas. Si acaso me enteraba de un hecho merecedor del anquilosado asunto de la tendencia era a oídas. Solo si la curiosidad malsana me seducía, abría una pestaña del navegador para escribir palabras como “Bogotá”, “habitante de calle” y “muerto”, así como lo hice aquella mañana en la que mi vecino me señaló la alcantarilla donde los dealers del barrio escondían el inventario de sustancias recreativas.
Me dijo apuntando con el dedo: “Lo único que les falta es atender desde ahí. Voy a ponerles una cámara pa que sepan que los estamos viendo”. Ante una afirmación de esas, repletas del brío libertario, personas más reposadas como yo contestamos con una sonrisa tímida que esconde el pavor. Me reí, y con la mirada clavada en la mohosa reja, recordé la historia de Lucas, la que me habían contado en un pasillo de la universidad. Entré a mi casa, me senté en el escritorio y, como gozaba de mi año sabático, aproveché mi libertad en el manejo del tiempo para esos deleites que hoy son estudiados bajo la lupa de la procrastinación. Abrí el buscador con las palabras clave y le di clic a “imágenes”.
Confirmé que la insensibilidad para atisbar la tragedia de nuestra cotidianidad tenía que ver con cómo hemos convertido en golosina a la prensa.
Del asombro pasé a la conmoción. Se abrió en mi cabeza un arrume de juicios de valor, virtudes, justicia, empatía y tragedia. También se me reveló la prueba más genuina del proverbio “la realidad supera la ficción”. En una de las fotografías, fue irremediable pensar que Lucas era idéntico a Monsieur Merde, un ermitaño encarnado por el actor Denis Lavant, que vive subterráneamente en el Tokio y el París de las películas del director francés Leos Carax. El personaje de la ficción nos produce ansiedad, nos inquieta, nos agobia y nos empuja a esa curiosidad de saber por qué alguien viviría en una alcantarilla. Lucas, el de la vida real, no era un ermitaño vestido de traje. Podría inquietarnos su historia, pero ante todo convocaba ternura, solidaridad y un irremediable deseo por sacarlo de allí. De repente estaba ante dos universos corriendo en paralelo. Cosas que por cierto no son inventos del cine de superhéroes, pero esa es otra cuestión que puedo —debería— desarrollar en otro texto, y no aquí.
Los titulares de la muerte de Lucas, el que vivía en una alcantarilla bogotana, me fueron llevando en cascada a un amargo popurrí de fallecidos en distintos lugares; eran anónimos unos, con nombre propio otros. Confirmé que la insensibilidad para atisbar la tragedia de nuestra cotidianidad tenía que ver con cómo hemos convertido en golosina a la prensa. Nada nuevo. Eso que nombraban amarillismo las viejas escuelas de periodismo hoy asalta sin pudor cromático a todos los principales diarios. Nada nuevo. Todos los días aparece el cuerpo inerte de alguien en un parque, en la calle, en el lecho de un río, sobre la acera. En esa concatenación del algoritmo, días después de escudriñar en la naturaleza morbosa de la percepción, mi mente recordó la imagen del cuerpo de Robert Walser, el escritor suizo de las micrografías, tendido sobre la nieve. Yo mismo la tenía en una diapositiva, y con ella pretendí, por mucho tiempo, empujar la reflexión de mis estudiantes de teoría de la imagen.
Mi intención era asombrarlos, producirles inquietud ante aquel cuerpo que precedido por sus propias huellas reposaba sobre un blanco inmaculado. Sentí una agitación nueva. En ocasiones tenemos que nombrar las cosas para hacer visible lo obvio. Entendí que no conmovía a mis alumnos presentando los despojos de Walser porque ellos veían regueros de muertos tirados en el suelo todos los días. Porque hoy los medios nos empujan sin pudor a que el terror no nos aterre. El dolor de otro ha dejado de ser dolor porque se convirtió en moneda corriente en forma de dato. El periplo de nuestras zambullidas digitales deja rastro y, en el mercado digital actual, esa huella vende. Los medios, aupados por el afán impreciso de la pirotecnia, registran desde lentes indiferentes el paso de cualquiera al más allá. Sus fuentes ya no están donde solían estar, habitan la vorágine de capturas de accidentes hechas por celulares y cámaras de seguridad, de esta manera, todos los días quedan inventariadas varias muertes en video y fotografía.
Dediqué varios días a rastrear periódicos viejos. Nada evidenciaba la trascendencia del deceso de Walser. Infructuosamente me precipité a un abismo de archivos de la época tratando de encontrar cómo se presentó la noticia de su muerte. Pero la partida del escritor fue tan silenciosa y discreta como sus últimos años de vida. Solo pude constatar a retazos que lo encontraron unos niños, cerca del manicomio de Herisau en Suiza, en el que pasó largamente recluido, y que un policía llamado Jakob Tuggener fue quien tomó la célebre fotografía. La prensa literaria le dedicó algo más de atención a su muerte que la generalista, y nada evidenciaba que aquella fracción de realidad mereciera los embates mediáticos que se darían hoy en ocasión de la pérdida de un artista en tales circunstancias. De repente, noté que yo mismo había olvidado la vida y el destino de Lucas, el de la alcantarilla.Una mañana saqué la imagen de Walser del hilo de diapositivas. Apagué el computador y me dispuse a salir para espantar el entumecimiento. No mucho después de cruzar la puerta, me encontré con el vecino que me anunció con euforia que ya había instalado su sistema de vigilancia. “¿Te acordás de don Roberto, el viejito que vendía incienso en el parque?”, me dijo. Moví mi cabeza negativamente pero inquieto, mientras él terminaba: “Estaba como medio borracho y venía por la acera. Cayó ahí boca abajo, muerto. Quedó en la cámara”.