Salsaludando

por FERNANDO MORA MELÉNDEZ • Fotografías de Juan Fernando Ospina

30 años de salsa y sabor

octubre de 2015

Cheo Feliciano lanzó en 1975 una canción en la que hacía un homenaje a distintos lugares de Venezuela, en la que iba recordando, en un vagabundeo, sitios queridos y algunos amigos. Se llamaba Salsaludando. Inspirado en esa melodía, Elmer Vergara, uno de los primeros directores que tuvo Latina Stereo, le sugirió al locutor Jairo Luis García que probara en cabina una idea parecida. García no tenía nombres de personas para saludar en ese momento, estaba recién llegado a la emisora. Se le ocurrió inventar algunos; luego tomó prestados sitios de la urbe, los que aparecían en una de las páginas más leídas del periódico, los clasificados. El tono se fue depurando a medida que la gente de verdad, desde las barriadas, empezó a llamar para recordar a alguien de su esquina salsera, a sus compinches de ritmo y hasta a sus compañeros de labores en alguna bodega, oficina, lavadero de taxis o venta de jugos.

Los nombres de pila, o los apodos, empezaron a oírse los sábados en el horario de seis a diez de la noche. Desde el inicio los oyentes sintieron que aquel gesto era algo más que saludarse; se estaban reconociendo como parte de una tribu urbana en torno a los ritmos afrolatinos y caribeños. Antes de que existieran las redes sociales muchos de los convocados por el son de la emisora tejieron una red de amigos para encontrarse en lo que Sam Shepard llamó ‘‘el país imaginario de la radio”. Con ese poder que tiene el sonido para provocar imágenes, los sitios dichos por un oyente, o por la voz de Jairo Luis, aparecían en la mente de todos junto con las caras de los personajes, así no los hubieran visto en la vida. Luego, los más insistentes con sus llamadas, empezaron a ganar cierta celebridad incluso en otros horarios. Fueron los hermanos mayores de esa tribu quienes en algún momento sintieron que ya era tiempo de verse en un recoveco de la ciudad, con la presencia y la figura, para oír salsa o hablar de ella, cambalachear música, chismes, camisetas y algunos fetiches de la secta latina.

El ambiente del programa se siente en cualquier fragmento. Al fondo se oye el piano sandunguero de Noro Morales, en su canción Vitamina. Entonces suena la voz:
—Seguimos, seguimos saludando… a ver, ¿quién está en la línea?
—Habla Vicky Tru, desde Barcelona, era para saludarlos y dedicarle un disco, El bacán, a Piolín. También es para preguntarle a él por qué que no volvió a saludar, ¿qué pasó?, ¿sería que se pasó a Olímpica?, ¿o a esa otra emisora romántica? También quiero saludar a la gente del ventiadero, a Nena y Pedrito, y a todos allá en el Morro, a Tatatá, a Robin Salsa…
—No se le olvide Tornillo —le recuerda Jairo Luis.
—¿Y usted por qué habla de Tornillo?
—Porque yo lo conozco.
Si él lo dice es porque lo ha visto, se ha cruzado con Tornillo en la calle, cuando alguno se presenta a sí mismo, o en los conciertos, como el de las leyendas de la salsa, donde los oyentes legendarios de la emisora como Bozo’ e leche, la Vieja Chila o Chucho Boogaloo, recibían aplausos por igual que las estrellas de las orquestas.

Adriana Rave, una de las locutoras que estuvo con Jairo Luis en el programa de los salsaludos, recuerda que en su época además del combo gozón de siempre entraban llamadas de gente que estaba muy lejos, sintonizada a través de la señal digital. Uno de ellos era un soldado colombiano que andaba con el contingente internacional que invadió Afganistán. Contó que un compañero había muerto el día anterior en combates contra los talibanes y que andaba muy triste. Dijo que ambos oían la emisora en el frente, en su computador portátil, y que ahora quería recordar el nombre del fallecido.

Rave también evoca saludos de todos los bandos, soldados de las Fuerzas Armadas que mencionan a sus lanzas; pero también guerrilleros, uno de ellos, que se hacía llamar Comandante Trapeadora, reportaba sintonía con su alias desde las montañas de Colombia. Otra ocasión, que no olvida, fue aquella en la que llamaron de un submarino, dieron sus coordenadas y la velocidad en nudos a la que viajaban. “Tenemos amplificada la emisora en toda la nave”, fue una frase que se le quedó grabada.

Otra vez, Jairo Luis estaba tomando nota en uno de sus enmarañados papeles, donde copia las listas interminables de nombres para saludar. La voz de un muchacho desde un teléfono público le hacía la lista de los parceros a los que quería mandar un mensaje. De repente, la voz cesó, se oyeron varios disparos. Luego alguien que debía estar muy cerca se acercó a la bocina.
—Oiga, hermano —le dijo a Jairo con la voz agitada—, al parcerito con el que usted estaba hablando lo acaban de matar.

Las historias de tinte duro se filtran entre salsaludos. A otro oyente del Club de amigos de la salsa, Pipe Salsa, lo habían amenazado por Belén, donde vivía. Llamó a Jairo Luis y le contó:
—Estoy caliente, hermano, me quieren matar.
—¿Por qué te quieren matar, hombre Pipe?
—Yo no sé, Jairo, no les he hecho nada, pero se enamoraron de mí.
—¿Y qué vas a hacer entonces?
—Jairo, yo me voy con Néstor para Cartagena, pero antes quiero que me salude y que diga que me voy.
—Pero, ¿cómo querés Pipe que te salude, si estás caliente y te quieren matar?
—No le hace, Jairo, por favor, salúdeme y diga que me voy para Cartagena.
El hombre insistió tanto que Jairo no tuvo más remedio que saludarlo al aire y anunciar que el sábado se iría para Cartagena.
Nunca viajó, la víspera lo asesinaron en su vecindario.

También llamó la esposa de un oyente, con su voz adelgazada por el llanto. Contó la última voluntad de su esposo. Le dijo que si a él lo mataban solo quería una cosa: que ella llamara a los salsaludos y mencionara a todos los amigos que había tenido y que los invitara al entierro porque quería que fueran a despedirlo. Así lo hizo Jairo Luis. Mencionó el lugar y la hora del encuentro. Pero luego agregó las frases con las que siempre concluye sus obituarios:
—Otro que emprendió ese camino sin retorno… y se fue sin decirnos adiós… Paz en su tumba.

Los fieles del programa no solo se precian de no escuchar ninguna otra estación radial sino de haber hablado con su locutor más emblemático, como si se tratara de una especie de pontífice salsero, de la secta de Oshún Obatalá. Piolín, conductor de taxi, es uno de sus admiradores incondicionales. Mientras maneja su móvil cuenta que muchos amigos de su gremio tratan de conectarse con Latina para enviar sus salsaludos pero siempre encuentran la línea ocupada.
—Me acusan de tener línea directa con Jairo Luis —dice—, pero eso no es así. Yo llamo como cualquiera por el teléfono fijo, sin hacer trampa.

Ayer por ejemplo, en Sentimiento Latino, no era hora de salsaludos, pero no se contuvo y llamó. Ahí mismo entró:
—Hola Piolito.
—Hola Viviana, me tenés hoy todo quebrantado con esos boleros de Héctor Lavoe…

Piolín tiene una larga lista de nombres, también tiene versiones cortas, según esté el ánimo para llamar. Habla de los tipos duros que lo buscan, algunos recién salidos de la cárcel, y le dicen su apodo para que él lo haga decir al aire.
—He dejado de llamar para no cansar, para no quemarme mucho… Pero por ahí los parceros vuelven y me dicen: “¡Ey, Piolo, tirame el saludito, vos que mantenés conectado! Yo soy Toñito, y aquí en Pedregal a la orden, pa las que sea.

Latina Stereo y sus salsaludos tienen tanta influencia que la cúpula que maneja estas calles se hace en su esquina con la grabadora a todo taco, esperando que Piolín haga la tarea, quieren que sus chapas se oigan por las ondas de la radio.

Al otro lado de Laureles, por donde andaba el taxi color canario de Piolín, estaba la Vieja Chila, en Aranjuez, apenas recuperándose de una larga temporada en el hospital, donde se paseaba ansiosa por la habitación que compartía con otras enfermas. Pensaron que era el efecto de alguna pastilla que le estaba alterando los nervios; pero era la ausencia de salsa la fuente de aflicción, de acuerdo con su propio diagnóstico: “Me hacía falta Latina como un putas”.

De pronto, a una paciente vecina le trajeron un radio de corriente. La Vieja Chila se ofreció para conectarlo y ponerlo a funcionar, mientras una enfermera hacía un gesto de inquietud.

—¿Qué música va a poner? —preguntó la vecina que quería que le pusieran Radio Cristal.
—Sí, aquí viene su Radio Cristal —dijo Chila, socarrona, pero lo que se oyó fue la nota melosa de Maelo, en la única frecuencia posible en el universo, la cien punto nueve. Entonces a la Vieja le volvió el alma al cuerpo.
Luego vino al médico a revisarla.
—Doña Cecilia, lo que pasa es que usted tiene el corazón grande, y tenemos que estar en observación porque esto de verdad es muy delicado.
—¡Cómo se le ocurre, doctor, que yo vaya a tener eso! Yo no tengo el corazón grande sino para mis salseros…
—Yo también soy salsero, doña Cecilia.

El día que la Vieja Chila regresó a su casa, los otros fieles de la manada descansaron y quedaron a la espera de la próxima vez, cuando se vuelvan a ver en público. Mientras tanto se seguirán encontrando en la onda de la alegría, al escuchar de nuevo sus nombres bajo la emoción de un salsaludo en la voz ronca de la Vieja Chila…
—Un saludo para todos los salseros, un saludo para Héctor la Ñiga, Adrián el Sonero, Walter el Zurdo, Chocho Salsa, Zarquito de La Pradera, Juancho la Banca, el Pana, Mical, Néstor Arboleda, la Lambada, Robin Salsa, Bozo e’ leche, Caliche el Barbado, Martha Loaiza, Ana Loaiza; y para todos los muchachos aquí en Manrique Oriental: para Conchito, Bladimir, el Negro Nilson, Papichi, Pepo, y para las Plásticas y al Gordito allá en los Estados Unidos. Para Cesitar, el Pez, Piolín, para Néstor el Primo y para todos los de la mancha amarilla que están en sintonía a esta hora y siempre; para el Crespo, el Chapulín, la Mariposa, el Zarquito de la barbería, Walter, Chansin, Chenier, Diego el Flaco, la Lluvia, para Marilyn y para todos los salseros y salseras aquí en Medellín y en todos los rincones del mundo”.