Veo la foto, y aunque sé que es Medellín, su plaza, una época lejana, lo que taladra, en azaroso contrapunto, es la sentencia de Juan Rulfo, su descripción de otro pueblo, de Luvina: “Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza”. Pero no, ¿cuál tristeza? Me reconvengo, es solo una iglesia bajo un falso cielo de tormenta, el blanco y negro, la poca y afantasmada gente en un espacio que ahora rebosa, que es disputado por muchos; en últimas, no es más que la enfermedad de la literatura abriéndose paso, colonizando.
Vuelvo a la foto, cuento, de derecha a izquierda, por pura ociosidad, las puertas de la casa contigua a la iglesia, una, dos, tres, cuatro, cinco…, de pronto, como si no lo hubiera visto, se me atraviesa, salta, el hombre de a caballo, su ruana, su sombrero, y me permito, porque se impone, otra licencia: hace unos quince años, cuando era fumador serio, un domingo sin cigarrillos, más o menos a las nueve de la noche, en el punto exacto, quiero creer, donde el hombre cabalga, en la chaza más anónima, encontré un paquete de los ya para entonces muy escasos Camel sin filtro.
Una nimia alegría en la desangelada noche del Parque de Berrío en los primeros años del milenio. Hace nada, eso pasó hace nada, está allí, a la vuelta de la esquina, como se dice. Pero no, está en otro mundo, se me ocurre, tan lejos como 1891, el año de la foto, en que Melitón y Horacio, los hermanos Rodríguez, iban con su cámara de fuelle cargada con placas de vidrio, persiguiendo a Medellín, por trabajo, para ganarse el pan, dirán algunos, para que de pronto no se nos fuera a escapar el villorrio, la ciudad que ya estaba, sin estar, en la foto, o a convertirse en otra cosa, sin que nos diéramos cuenta, pensarán otros, más gloriosos, más románticos.
“Nuestros recuerdos como una de las regiones más remotas de lo que nos es exterior”, recito, palabra a palabra, como si se tratara de un mantra. Barajo autores posibles, un par de libros. No me convencen, pero tampoco me obsesiono, entonces dejo huérfana la frasecita lapidaria, como reverso irónico de la foto, de lo que me ha permitido: juego, derivas, recorridos truncos, palimpsesto.
En todo caso, hay que agradecer por esto último. Ese exterior, lo que ya es tan ajeno, el recuerdo desalojado, sin buscarse, me fue regalado. Desde otro suelo, desde otros muros, desde otra plaza, desde otro siglo, por obra y gracia de la foto, palpita, por un momento, entre muchas noches comunes, insignificantes, una noche de hace unos quince años, una foto distinta.
Ahora levanto la foto, la plaza, la iglesia, los parroquianos, el caballo y su jinete, doy tres golpes con su borde al escritorio, la acerco a la lámpara como si quisiera ver otra cosa, un detalle que me abra un camino inédito, pero antes de detenerme en nada, la suelto, de golpe, bocabajo, sobre un montoncito de libros.
“Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno”, recito, palabra a palabra, como si se tratara de un mantra. Pero esta vez no tengo que barajar autores posibles. Es Rulfo, su Luvina que regresa para asustar, como un celaje, como el cielo plomizo de la foto.