Número 143 // Marzo 2025

Hace diez años murió el 9, Albeiro Lopera, un testigo de pleitos y violencia en Medellín, un protagonista de punk y películas con calle, un todero de talla y bota tubo. Trabajó en la agencia Reuters, mecaniquió en La vendedora de rosas y le hizo el coro a la Lavandería real de Bajo Tierra. Un punkero que no entraba con los taches arriba. Desde UC va un rebobinado y un homenaje: un fragmento del libro de Alfonso Buitrago sobre un mito de El Guanábano.

La invención de sí mismo

por ALFONSO BUITRAGO
Ilustraciones de Camilo Restrepo

A principios de 1993, después de ver unos retratos en blanco y negro de 20 por 25 centímetros que le mostró un joven desconocido en el Parque del Periodista y le dijo que los había hecho en una academia cercana, el 9 fue a Asfo y se inscribió en el curso básico de fotografía. La Academia ocupaba dos pisos de una casa de fachada de piedra bogotana, ubicada sobre la carrera Girardot, a una cuadra del parque. En ese tiempo, Albeiro trabajaba como mensajero en Barrio Triste y no tenía dinero para pagar la matrícula ni para comprar materiales ni mucho menos para una cámara profesional, pues la Polaroid que le había regalado su hermana no le servía para el curso. Todavía estaba de novio de Gloria, quien estudiaba Contaduría y trabajaba como auxiliar contable en un negocio de mármol. Con el apoyo de ella para pagar la matrícula decidió desprenderse de su amada motocicleta Catalina para comprarse una cámara profesional. Un amor se cura con otro: la vendió por 250 mil pesos y con ese dinero se compró una Zenit XT de segunda a la que se le atascaba el diafragma —luego consiguió la Pentax K1000 con la que se graduó y salió de su casa esa tarde de diciembre de 1993 cuando mataron a Pablo Escobar.

En el Parque del Periodista hizo amistad con John Jaramillo y Gloria Uribe, dos de los socios fundadores del bar El Guanábano, quienes lo acogieron y le abrieron las puertas del negocio. En el bar conoció al artista Álvaro Correa, apenas unos años mayor que él, quien empezaba a dictar clase en la Universidad Nacional. Álvaro hacía parte de esa manada de “refugiados” a la que él llama la “fraternidad de El Guanábano”.

—Uno intuía una dulzura y una sabiduría de la calle en el 9. En medio de su rudeza y hosquedad era tierno. Había más maldad en nosotros. La gente de afuera nos veía como unos perdidos, pero estábamos perdidos producto de una gran curiosidad —dice Álvaro.

—Ey, Alvarito, dejame entrar a tu clase, yo tengo unas ideas… —le decía el 9.

Álvaro dictaba las materias Tridimensional I y II de la carrera de Artes Plásticas y accedió a recibirlo como asistente. El 9 no se relacionó mucho con los estudiantes matriculados y se dedicó a poner en práctica las ideas que le brotaban de ver chatarra en Barrio Triste. Al interés por la fotografía le sumó la escultura con piñones, tuercas y tornillos en desuso. Una materia prima etimológicamente acorde con un incipiente artista punk.

—Encontré más compromiso en él que en muchos estudiantes. Era auténtico, el 9 parecía “nuevecito” —recuerda Álvaro.

Ahí mismo, en El Guanábano, en 1994, conoció a la Mona, una chica cinco años menor que él que había estudiado fotografía en la Academia Yurupary.

—La Mona era una loca, sin freno. El 9 la protegía, le daba regalitos. La gente pensaba que ella lo estaba salvando, pero era al revés —dice Álvaro.

Era hija de un médico prestigioso y tenía un estudio donde fotografiaba a pacientes de cirugía estética. Una “niña bien” del barrio El Poblado que ganaba mucho dinero con el antes y el después de unos cuerpos modificados.

—Cuando lo conocí estaba haciendo esculturas con repuestos viejos de carro. Eran unos candelabros que hacía en la azotea de la casa de La América —recuerda la Mona—. Nuestra relación era muy punk, de fiesta, de música, y a él le llamó la atención que yo fuera fotógrafa. Le mostraba fotos, le prestaba libros y nos íbamos con la cámara para Barrio Triste. Me gustaba como se vestía, lo burdo que era, su sentido del humor. Siempre tenía algo nuevo que mostrarme o contarme.

El 9, a pesar de su coraza de chaqueta, taches y botas, era de pulpa blanda, suficientemente dulce (o amarga) como para seducir a la niña de clase alta. Con ella probó que era capaz de conquistar a una mujer de una familia y un origen muy diferentes a los suyos. Se enamoraron y se pusieron a trabajar juntos. El estudio de la Mona era una casa con cinco habitaciones y patio, en el barrio Laureles, que compartía con artesanos, artistas, fotógrafos y cineastas. Allí se hacían documentales, películas, fotografía publicitaria y de moda, artesanías y obras de arte.

—Era como La Factoría de Andy Warhol —dice la Mona.

En esa maquila de deseos e ilusiones, el 9 intuyó un porvenir diferente a la mensajería, uno en el que podría dedicarse a la fotografía y, además, se dio cuenta de que podía ser malo sin hacerle daño a nadie. Se expuso a un ambiente creativo que lo llevaría a incursionar como actor en producciones cinematográficas, en las que dejó ver su talento e histrionismo en roles que parecían hechos para él. Allí conoció al director de cine Víctor Gaviria y a una generación de jóvenes que quería aprender a contar historias en la pantalla grande y componiendo canciones, como varios integrantes de la banda Bajo Tierra, que se unieron al equipo de trabajo de Gaviria cuando en 1996 empezó el rodaje de La vendedora de rosas.

La película no podía ser más propicia y atractiva para el 9, pues muchos de los personajes provenían de las calles de Barrio Triste, un lugar que él conocía y quería como propio. A lo largo de su vida, solo dejó de visitar y fotografiar ese lugar cuando su enfermedad se lo impenía. Un barrio de aspecto gris y a la vez colorido, de mecánicos callejeros engrasados, comerciantes de repuestos y lleno de vida marginal, encarnaba su preferencia por la gente humilde, lo que en términos sociológicos podríamos llamar “su conciencia de clase”.

***

En Barrio Triste, la Mona también conoció una clase social diferente a la que pertenecía, y empezó a visitar el lugar con el 9 para fotografiar a los habitantes del barrio. A veces los llevaba al estudio y les hacía retratos de gran formato, que ampliaba en el cuarto oscuro con papel pegado a la pared y echándoles el revelador y el fijador con una trapeadora —años después, con esos retratos, la Mona haría una exposición en Nueva York—. El 9 le ayudaba en el cuarto oscuro y así se fue acercando al oficio de fotógrafo de manera profesional.

En el rodaje de La vendedora de rosas, el 9 conoció a Gloria Nancy Monsalve, encargada del tras escena de la película, quien luego dirigió Alexandra Pomaluna —una adaptación del cuento Bola de sebo, de Guy de Maupassant—, su segundo cortometraje. Gloria Nancy fue la primera en ver en el 9 a un personaje de película. El asesinato de otro amigo punkero, conocido como el Botas, y con quien Gloria Nancy había caracterizado al antagonista de su corto, le dio la oportunidad al 9 de ser actor, de hacer de malo en la ficción.

—De una me dijo que sí, no lo dudó un segundo —recuerda Gloria Nancy.

El asesinato de un amigo lo sacó de la realidad de Bello; el de otro, lo metió en el mundo de ficción de Medellín. Y una vez más, sin tener idea del oficio, por intuición, curiosidad o necesidad, Albeiro asumió con desparpajo un encargo desconocido. Alexandra Pomaluna (estrenada en 1998) es la historia de un travesti que llega a un barrio popular y se encuentra con el rechazo de sus vecinos, luego con una empatía por conveniencia y finalmente vuelve a ser despreciado.

—El 9 hace de antagonista, un personaje que se llama el Chardi, que hace que se propicie un vínculo entre la cuadra y el travesti —dice Gloria Nancy.

El Chardi se roba a un niño, el único amiguito de Alexandra en el barrio, y lo usa para someterla y humillarla. Finalmente, el Chardi es asesinado por el Tío, un personaje caracterizado por Giovanny Patiño, quien había actuado en La vendedora de rosas y era un líder social de Barrio Triste, conocido como Papá Giovanny, a quien el 9 conocía desde su tiempo de mensajero. Papá Giovanny se convertiría en uno de sus mejores amigos y después trabajarían juntos como enlaces y guías en proyectos internacionales de periodismo y de fotografía, como el realizado en 2003 con la fotógrafa Meredith Davenport y la periodista Eliza Griswold para la revista National Geographic.

Meredith había trabajado varios años en Colombia como fotógrafa freelance de la AFP y luego había estado en países en guerra como Sudán, documentando para la National Geographic las consecuencias de vivir en medio de un conflicto permanente. Quería seguir explorando el mismo tema en Medellín a través de las historias de cinco personas que vivieran en una cultura atravesada por la violencia. La publicación causó polémica entre las autoridades de la ciudad. El artículo, titulado “Medellín, historias de una guerra urbana”, fue publicado en 2005, cuando lo único que la ciudad quería mostrar afuera era su “cara bonita”. La entradilla del texto muestra la forma como la revista extrajera entendía lo que estaba pasando en Medellín: “Violencia, drogas y pobreza son una mezcla mortal en la notoria capital colombiana del asesinato. ¿Hay esperanza para un cambio duradero?”.

—El 9 se mimetizó mucho con su personaje en Alexandra Pomaluna y se veía muy malo —dice Gloria Nancy—. Era un grinch, huraño, serio y bravo, pero precioso. Nos reíamos mucho y actuó muy bien. Un día estábamos grabando en el bar Vinacure, estábamos amanecidos, cansados y nos querían echar de la locación. A las seis de la mañana estábamos a punto de tirar la toalla y nos faltaba una escena en la que el 9 tenía que entrar a una pieza donde tenía al niño secuestrado, se daba cuenta de que se le había escapado y se tenía que enfurecer con sus secuaces. Era una toma única, había cincuenta ojerosos esperando a que quedara como quedara, y el 9 entró a la pieza y lo primero que dijo, muy amanerado, fue: “Ay, brutas, el niño, ¿dónde está?”. Con eso tuvimos para descosernos de la risa.

El director alemán Barbet Schroeder, quien por esa misma época preparaba la grabación de La virgen de los sicarios (estrenada en el 2000), basada en el libro del escritor Fernando Vallejo, vio Alexandra Pomaluma y se enamoró de la historia. La hizo subtitular al inglés, la envió a varios concursos y escogió al 9 para que apareciera en su película, en la que es un baterista punkero que resulta asesinado por Alexis, el amante del protagonista.

Al estudio de la Mona en Laureles también iba Fredy Builes, amigo del 9 desde la época de Bello y con quien se había reencontrado en el barrio La América, cuando Fredy estudiaba teatro en la Escuela Popular de Artes. Fredy era cuatro años menor que el 9, bajito, de barriga incipiente, carirredondo y de ojos saltones. No podían ser más diferentes y complementarios, como El Gordo y El Flaco en tierras montañeras.

Fredy prefería el rock y era de apariencia hippie, pero de espíritu práctico y alma de comerciante, mucho más acorde con el estereotipo de un paisa nacido en Bello. Sus prioridades eran las mujeres, el sexo y la buena vida. No quería ir en contra de nadie y al reencontrarse con el 9 decidió seguirlo adonde fuera. El 9 se fue convirtiendo en un padre putativo, en su mentor. Se pasó el resto de la vida reprendiéndole su gusto por las mujeres y sus deseos morbosos, y ayudándolo a salir adelante. Fredy trabajaba como mensajero de un laboratorio dental, pero la mayor parte del tiempo se la pasaba con el 9 en paseos, fiestas y conciertos. Se iban a acampar al golfo de Urabá, donde sobrevivían vendiendo ropa de segunda que Fredy llevaba en un maletín desde Medellín. En Medellín, tierra de textiles, vivieron la época de la Lavandería Real, un local desocupado de una famosa lavandería del centro de la ciudad donde la banda de rock Bajo Tierra participó de varias fiestas y en 1997 hizo el lanzamiento de su disco homónimo. El trabajo incluía canciones como Todo bien, que expresaban el sentimiento de la generación del 9 en la década de los noventa: “Y me mezclé y todo mezclé / no hubo nada en la requisa / no hubo toque en el retén / y mezclé, de todo mezclé / ten cuidado en los cruces / y a la final coroné”.

—El 9 iba con una cresta de la cabeza a la cola. Fue roadie, consejero espiritual, aguatero, compañero de libaciones, fiel seguidor y crítico del grupo —dice Camilo Suárez, vocalista de Bajo Tierra entre 1994 y 1997.

Iba a esas fiestas de la lavandería con Olafo, el San Bernardo que había comprado luego de empeñar su cámara fotográfica.

—Salía borracho de la Lavandería Real, con la arrogancia de los punks de la época, y después lo veía dormido en una acera encima de Olafo —dice Fredy.

En el estudio de Laureles, Fredy y el 9 vivían en función de la fotografía y del mundo audiovisual. Llegaban modelos y reinas de belleza con una prescripción médica para que la Mona les tomara fotos a las cirugías que se habían hecho, y Fredy y el 9 se peleaban por estar en las tomas. La Mona tenía que mandarlos para el patio para que no espantaran a los clientes. Las pacientes se desvestían, se ponían una bata y querían salir de ahí lo más pronto posible.

—¡Mona, Mona! Andá revelá las fotos que queremos pillar —le decía el 9 y se metía con ella al cuarto oscuro.

Fredy también quedó tocado por la factoría. En ese ambiente se le despertó la pasión por la fotografía y, tal como le pasó al 9, tendría su oportunidad como actor de cine. Fredy empezó a estudiar camarografía y cuando el 9 se vinculó a Reuters, lo recomendó como su reemplazo en El Mundo. Así se convirtió en reportero gráfico y siguiendo la estela encorvada de su mentor, años después Fredy sería el segundo joven salido de un barrio obrero de Bello que daría el salto a las grandes ligas de una agencia internacional de noticias. Por recomendación de su amigo, también fue contratado por Reuters.

El 9 y Fredy harían una pareja memorable de secuestradores, Chócolo y Gurre, en la película Apocalípsur, de Javier Mejía, grabada entre 2001 y 2002 y estrenada en el Festival de Cine de Cartagena en 2007, en el que ganó el India Catalina a mejor película colombiana.

—De una pensé en el 9 para hacer de Chócolo. Lo había visto en Alexandra Pomaluna y me sorprendió, porque era un sicario con una sensibilidad diferente. Llegó al casting con Fredy y parecían un chiste. Yo quería jugar con dos personajes torpes que caen a ese mundo de la delincuencia sin habilidades ni mucho vuelo intelectual —dice Javier.

—Yo trabajaba en El Mundo y me había dado cuenta de lo difícil que era ser reportero gráfico. Estaba agotado. El rodaje fue como unas vacaciones. El 9 se pasó regañándome; porque me gustaba la maquilladora, porque no decía las cosas como él quería —dice Fredy.

—Eran como Pernito y Tuerquita, dos payasos, pero bandidos. Se hacían bromas y se salían del libreto, pero funcionaban muy bien, porque se les sentía la compinchería —dice Javier.

La película comienza con un texto que dice: “Entre los años 1989 y 1992 fueron asesinadas en Medellín más de 25 mil personas… Algunos jóvenes llamaron a estos años el Apocalípsur”, y cuenta la historia de cuatro amigos de clase media que recuerdan sus vivencias de esa época con el Flaco, quien por amenazas emigra a Inglaterra. Una de esas vivencias ocurre cuando Chócolo y Gurre secuestran a Caliche y lo meten en una mazmorra en el patio de una casa vieja donde tienen encerrado al Flaco.

—El rodaje de la caleta era muy difícil, siempre de noche, pero fue muy divertido. En los ensayos, el 9 le decía torombolo a Fredy y eso no estaba en el guión, le salía así, pero a Fredy no le gustaba —dice Javier.

—No le digás torombolo —le decía Javier al 9.

—¿Pero cuando rodemos sí le puedo decir? —le decía el 9.

—Cuando rodemos sí, pero en el ensayo no le digás nada.

—Diciéndome torombolo me hacía quedar mal. Cada vez que había un corte, yo pedía maquillaje y al 9 le daba rabia. Yo le decía: ¿a vos no te gusta que te acaricien la cara o qué? —recuerda Fredy.

La secuencia del secuestro es un flashback de unos veinte minutos y muestra con ironía a dos personajes que Fredy y el 9 llevaban por dentro, que conocían de crianza.

La Mona seguía enseñándole trucos del oficio al 9. Veían fotografías solarizadas del fotógrafo estadounidense Man Ray en un libro y se metían al cuarto oscuro a tratar de obtener los mismos efectos.

—Prendé la luz, apagala, prendela —le indicaba la Mona.