En 2025 se cumplen cincuenta años de la publicación de Te Quiero Mucho Poquito Nada, el libro con el que Félix Ángel resquebrajó una de las convenciones paisas que ni siquiera los rebeldes nadaístas se atrevieron a tocar: hay hombres que son maricas. Era 1975 y Medellín era otra ciudad, pero muy parecida a la de hoy. Este es el prefacio que escribe el autor a la edición homenaje que publica la editorial Eafit.
Te Quiero Mucho, Poquito Nada. Cincuenta años y un prefacio.
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por FÉLIX ÁNGEL
Ilustraciones por el autor
Nací en 1949, en el momento impreciso en el que el equinoccio de otoño se acercaba sin certeza al final del verano, señalando el inicio de una nueva estación. Hablo desde la perspectiva del ciclo natural del tiempo en una latitud que no es en la que originalmente nací, pero he llegado a asimilar como si así fuese. La Guerra Fría fue mi hermana, nacida el mismo año y casi al mismo tiempo, sin importar lo que diga mucha gente. Hubo una premonición en ambos sucesos que tardaría años en comprender. Pero no quiero adelantarme.
Poco después de ser dado a luz, unas noches después, me llevaron de urgencia, al amanecer, a la capilla del hospital San Vicente de Paul, en Medellín. Mi padre tuvo que improvisar, llamando a algunos amigos cercanos a esa hora inoportuna –quien estuviera disponible– para que sirvieran de padrinos. Necesitaba bautizarme sin demora. Me estaba muriendo y mi religiosa familia quería evitarme ir al Limbo, aunque a veces sentí que estaba allí, especialmente durante mi adolescencia. Los médicos habían dicho que no podían hacer nada. El certificado de nacimiento notariado indica claramente que la situación era desesperada. Como último y único homenaje que mis padres podían otorgarme en ese momento de impotencia, fui ungido con un nombre que se ha llevado en mi familia por generaciones desde el siglo xvii, en lo que respecta a los documentos existentes, y del cual siempre he estado orgulloso.
No morí. La muerte nunca me ha perdonado haberla derrotado en esa y en posteriores batallas, ni la vida que se había dado por vencida conmigo, dando por sentada mi muerte. La vida, sin embargo, me gusta pensar, me compensó en ese momento de renacimiento con un don precioso, el talento de la creatividad, algo que solo la naturaleza tiene la prerrogativa de otorgar y que nadie más puede comprar o transferir. Sé de lo que hablo.
Nunca he podido documentar, salvo por los chismes familiares, que, al parecer, tuve un hermano gemelo que no alcanzó a gozar la misma suerte, aunque probablemente la suerte no tiene nada que ver con la muerte. Mis padres nunca sacaron el tema. Cuando preguntaba al respecto, mi madre lo tomaba como si se tratara de una suposición, llamando a mi concepción “un embarazo difícil”, mientras sostenía en la mano una taza de té, con el disgusto de los malos recuerdos empañando su benévola sonrisa. Sea un hecho o no, parece que estaba destinado a vivir la vida como un sobreviviente, y muchos pueden argumentar que ese ha sido el caso. He sentido muchas veces que me estoy muriendo, solo para volver con un deseo reforzado de estar vivo. He amado la vida intensamente. Sobre la base de ese episodio creo que me convertí en un luchador en un mundo que, al parecer, no me quería.
Hay muchas razones para ello. Siempre he sentido que me falta una parte de mí. La creatividad me lo ha compensado generosamente. Todavía era un adolescente cuando me di cuenta de que era muy diferente a los estándares que la sociedad tenía establecidos para personas afortunadas como yo, y me llevaría unos años más asumir mi destino sin dudarlo, sabiendo el riesgo de convertirme en un paria. Tuve que hacerlo todo yo solo. No tenía modelos a seguir, ni en el circuito familiar ni en el entorno social en el que crecí.
Ese momento llegó en 1974 cuando, después de regresar de mi primer viaje a los Estados Unidos, decidí volver a mis escritos de juventud y asumir la responsabilidad de definir a los demás quién era realmente. Fue un punto de inflexión en mi vida. Escribí Te Quiero Mucho Poquito Nada en tres semanas, hice los gráficos, vendí el libro a mis amigos y lo publiqué clandestinamente con mi propio dinero al año siguiente. Para entonces yo era muy conocido localmente como artista visual, y razonablemente conocido a nivel nacional. Han pasado cincuenta años desde entonces.
Pero ¿quién era yo, realmente?
No hay una respuesta simple a esa pregunta. Desde que tenía seis años hasta que recibí mi bachillerato estudié en el mejor colegio de la ciudad, al estilo militar. Aprendí a leer y escribir a los cuatro años, durante mi educación infantil con las Hermanas Salesianas. Posteriormente, a los seis años comencé mi escuela primaria con los Hermanos Cristianos. Mi camino para convertirme en un miembro piadoso, decente y útil de la sociedad parecía estar asegurado. Mis padres eran proveedores y gerentes al mismo tiempo, la única manera de mantener bajo control un hogar de dieciséis personas que los incluía a ellos, diez hijos, dos empleadas domésticas, una lavandera a tiempo parcial y otra como planchadora, en la casa de la ciudad. En el campo, donde la familia poseía una hermosa finca, pasábamos muchos fines de semana, y las vacaciones de medio y fin de año, blindado de malas e indeseables compañías. Esa es otra historia. Mis padres eran disciplinarios a cargo. Tal vez tenían que serlo. Para mí, no había una diferencia fundamental entre la escuela y el hogar.
Siempre miré a mi padre como un hombre muy respetado, brusco e inteligente, gerente de una empresa estadounidense. Era un liberal proclamado que admiraba a Franklin Delano Roosevelt, pero conservador acérrimo en materia de prejuicios. Era generoso y de mente abierta con sus amigos, pero mantenía un ojo inquisitivo sobre cómo nosotros, los niños, gastábamos el dinero y nos relacionábamos socialmente. Era una especie de contradicción. Todos los seres humanos lo son, probablemente. Siempre estuvo dispuesto a ayudar a los necesitados y a los desfavorecidos, al mismo tiempo que estaba muy interesado en los militares como protectores de la Libertad y el Orden. La Guerra de los Mil Días, de la que tanto oyó hablar mientras crecía, aunque no la vivió, nunca había terminado para él.
Nació en Vilachuaga, el estado familiar del linaje de los Vallejo, en Rionegro (por cierto, la vieja casa aún existe), escuchando, de padres y familiares, los horrores de la Guerra Civil, así como en Colombia la generación de la Guerra Fría hemos hecho leyendo sobre los abusos y la degradación del conflicto armado del país, presenciando con horror constante las acciones criminales de la narcoguerrilla y su interminable relato
Como lo hicieron muchas personas progresistas y conservadoras a principios de la década de 1950, entre ellas Gonzalo Arango –el fundador del movimiento literario nadaísta–, mi padre y muchos miembros de mi familia apoyaron en 1953 el gobierno de transición (todos asumieron que iba a ser de transición) del general Gustavo Rojas Pinilla, sentado en la silla presidencial después de un acuerdo negociado por los líderes de los partidos Liberal y Conservador, los partidos políticos tradicionales colombianos, en reemplazo del presidente electo Laureano Gómez quien no pudo mantener el control del país, consumido por la violencia. Mi tío Félix Antonio Ángel Vallejo, incluso, sirvió a Rojas en asignaciones diplomáticas, formó parte del círculo íntimo de la intelectualidad asesorando al general y se convirtió en miembro de la Asamblea Nacional Constituyente, donde ayudó a redactar la nueva constitución con la que Rojas planeaba gobernar el país a su manera. El tío Félix pagó drásticamente por tal servicio. Después de la rebelión de 1957, que derrocó a Rojas, fue enviado al exilio con su esposa, durante veinte años. Como en la mayoría de los acontecimientos desagradables de mi familia, el caso de Félix Ángel Vallejo nunca se mencionó ni se discutió.
La Guerra Fría fue denunciada oficialmente por el 33º presidente de los Estados Unidos, Harry S. Truman, en 1949, cuando el 23 de septiembre –más o menos en los mismos días en que se suponía que yo iba a morir– informó al mundo que la URSS ya había desarrollado y probado con éxito su capacidad nuclear. El término había sido utilizado en 1945 y 1946 por el escritor y periodista británico George Orwell, y en 1947 por Walter Lippmann en su libro La Guerra Fría, pero aún no era una expresión globalizada, y solo se aplicada a las escaramuzas de la posguerra entre Gran Bretaña y Rusia. Sin embargo, después de 1949, con el anuncio de Truman y la confirmación de Rusia, la Guerra Fría y la división que creó literalmente partieron el mundo en dos debido a las radicales diferencias ideológicas entre el capitalismo y el comunismo. El alineamiento de los países sudamericanos con los Estados Unidos en las Américas, aunque insignificante desde el punto de vista económico, fue crucial desde el punto de vista geopolítico con respecto a la contención de las ideas socialistas a nivel hemisférico. En ese clima, cualquier mención o alusión a causas sociales era justificación suficiente para llamar al orador “comunista”.
En 1956, oficialmente matriculado como semiinterno en el mejor colegio de Medellín, me levantaba con mis hermanos y hermanas a las cuatro de la mañana para ducharnos con agua fría, vestirnos bien (en la escuela teníamos que usar una chaqueta todo el tiempo) antes del desayuno. Para los días regulares no teníamos uniforme, pero sí obligatoriamente cada primer viernes de mes para recibir la comunión, y otro para marchar por las calles como orgullosos falangistas durante las celebraciones nacionales oficiales, como el Corpus Christi y el Sagrado Corazón de Jesús, al que el país había sido consagrado en 1902 como un medio para ayudar a poner fin a la Guerra de los Mil Días. Un retrato del Sagrado Corazón de Jesús reinaba supremo en los salones y salas de estar de familias ricas y pobres por igual, incluida la mía.
Al llegar a la escuela a las 7 de la mañana todos los días los estudiantes éramos sometidos a inspección: vestimenta adecuada, zapatos embetunados y medias, cabello apropiadamente corto, manos limpias y uñas arregladas. Quien no pasara la inspección era devuelto a su casa. De ahí nos dirigíamos a la capilla, una maravilla neogótica moderna de indiscutible interés arquitectónico. Recuerdo disfrutar, durante la misa, del espectáculo que creaban los rayos del sol que entraban por los vitrales mezclados con el humo del incienso quemado. Me parecía visualmente un espectáculo teatral.
En el jardín de infantes, y más tarde en la escuela primaria, siempre me reclutaron para eventos de entretenimiento relacionados con la escuela, como obras de teatro, recitales de poesía y canto, y para celebraciones religiosas especiales, públicas y privadas. Mi voz de niño tenía un registro de soprano, y a los trece años, cuando mi voz cambió debido a la pubertad, se transformó en tenor en cuestión de tres semanas. Tuve mi primera exposición de acuarelas y collages a los catorce años durante las celebraciones anuales de la escuela en honor a San Juan Bautista de la Salle. Ese mismo año di mi primera conferencia a mis compañeros de clase sobre la historia de los impresionistas, como parte de un proyecto de investigación literaria. Desarrollé la costumbre de pasar las tardes de los sábados y a veces los domingos, saltándome el fin de semana en la casa de campo con mis hermanos y hermanas, leyendo sobre arte, artesanía y fotografía. Mis padres no me permitían ir al cine con mis amigos a esa edad sin un adulto, “porque había mucha gente mala abusando de los niños en esos lugares”.
Con la pubertad llegaron otros cambios más intrigantes. Me llevé bien con las chicas, pero no las encontré atractivas sexualmente, algo con lo que la mayoría de mis compañeros de clase se mantenían obsesionados. Desde pequeño pude decir quiénes eran los compañeros de clase más guapos, pero ahora los miraba con otros ojos. Por supuesto, no se lo mencioné a nadie. El ambiente era intoxicante y homofóbico y al ser educado en el temor de Dios bajo el terror de la religión, llegué a la conclusión de que estaba en serios problemas, y que era mejor guardar mi secreto conmigo mismo.
Ser cuestionado por algunos de mis propios compañeros de clase era inevitable. El desafío que los matones siempre perseguían, permanentemente trastornados con su virilidad, o, mejor dicho, temerosos con la idea de que alguien pudiera pensar que no eran lo suficientemente varoniles, era molesto. Rara vez tuve problemas con los chicos inteligentes de la clase. Por lo general, era con los medio tontos, los más tontos y los estúpidos, y así fue cómo descubrí, para mi propia satisfacción, que tenía una proclividad natural a la ironía y al sarcasmo, lo que me metió en problemas más de una vez, no solo con mis compañeros de clase, sino también con mis padres y maestros, experimentando las consecuencias. Por lo general, yo era el más joven del grupo, del tipo que los mayores encuentran conveniente para acosar. No es que evitara la confrontación. Qué diablos, pensaba, ya había vencido a la muerte, ¿recuerdan?
Mientras crecía, tuve la impresión de que todas las familias de la ciudad eran como la mía. Los niños no piensan como los adultos, obviamente. Es justo cuando uno comienza a madurar, o al menos a entrar en ese umbral más temprano de la edad adulta que representa la escuela secundaria, que ciertas acciones de los individuos y de la sociedad como grupo se vuelven tan obvias y la mente procesa ciertos aspectos de la realidad de una manera de la que uno no era consciente antes. Eso me pasó en relación con los prejuicios. El ambiente en la escuela era bastante homogéneo como segmento de la población de Medellín, proveniente de familias acomodadas y acostumbradas a las ventajas que conceden el dinero y los apellidos, especialmente en ese tiempo. Hoy día es solo el dinero. Cuanto más rico era el niño, más prejuicioso era, más mimado, más insensible a los problemas sociales. Por ejemplo, la escuela siempre enfatizó en la caridad de una manera condescendiente, lo que muchos tradujeron como algo que se hace con lo que no se necesita. Si cuesta, es un asunto totalmente diferente.
Tanto en el hogar como en la escuela, el ambiente social era venenoso, discriminatorio. También era hipócrita; predicaba una cosa, pero en muchos casos hacía lo contrario o nada, siempre preocupado por los chismes y por lo que la gente diría si se involucrara en algo fuera de costumbre. El adulterio, por ejemplo, podía ser excusable si se manejaba con discreción, y cuando no, era algo que los hombres hacían de todos modos. Si se trataba de una mujer, había un adjetivo para ella, pero si pertenecía a una familia distinguida con recursos, se reía y su comportamiento estaba salpicado de excusas. La vida seguía como si poco hubiera pasado. Después de todo, Dios perdona todos los pecados siempre y cuando el culpable se arrepienta, permitiendo que los arrepentidos reciban la comunión con la satisfacción de vencer al sistema.
La homofobia fue una gran parte de ello. Olvidémonos de la libertad individual, del respeto a los derechos humanos e incluso de la caridad. Aquellos que de alguna manera simpatizaban con esas ideas se referían a la “compasión” desde una distancia respetable, con indulgencia despreciable y simulada. Era vergonzoso. Ser diferente siempre será un gran pecado, entonces imaginemos lo que significaba ser gay. Todas las banderas se izaban a la más minúscula señal. Es por eso por lo que los padres, a la menor insinuación, encendían las alarmas y sospechaban hasta de una ida rutinaria al baño a orinar. A veces manejé la situación con más gracia que otras, pero nunca me acerqué a mis padres con el tema, ni ellos se aproximaron para hablar de este. Mi impresión es que, a pesar de las sospechas, estaban profundamente convencidos de que un caso como el mío no podía ser posible en su propia familia. Ambos murieron sin que ni ellos ni yo sacáramos el asunto a discusión.
El resultado era previsible. La distancia creció entre nosotros, disociándome cada vez más de ellos por respeto a su propia visión del mundo, un respeto que les debía según la cultura en la que me educaron. La distancia virtual dificultaba la comunicación y, finalmente, sentía que vivía en la casa con extraños, incluidos mis hermanos y hermanas que habían heredado el síndrome de mis padres y tenían sus propios prejuicios.
No importa cuánto alguien ame a sus padres, y no importa cómo los padres aman, o dicen amar a sus hijos, hacerlo bajo la sombra de la desaprobación y la desconfianza eventualmente erosiona el amor mismo. El problema aparece hoy como algo que se puede resolver simplemente sentándose a conversar, hablando y aceptando lo que es una cuestión de la naturaleza, más allá del carácter o la personalidad. En este libro, el episodio de “La Muñeca”, a falta de otros ejemplos a los ojos de un niño inocente, representa para Pipe Vallejo, el personaje de la novela, el extremo en el que algunas personas son empujadas socialmente a la periferia de la vida donde naufragan en alta mar sin un faro a la vista, todo por ser simplemente diferentes. Al menos esa es la forma en que Pipe lo interpreta y le horroriza.
Pero lo que sucedía a nivel doméstico comenzó a expandirse a nivel de todo mi círculo social. Estudiar arquitectura ha sido una de mis experiencias más felices, no solo porque quería ser arquitecto, sino porque el ambiente universitario representó un cambio significativo en la forma en que, hasta entonces, estaba acostumbrado a ver la vida y la sociedad de la que se suponía que debía formar parte. Sin embargo, algunas de mis experiencias en la escuela secundaria se repitieron en la facultad, durante los primeros semestres. Mirando en retrospectiva, creo que así es como debería haber esperado que fuera. En la universidad, estudiantes como yo todavía éramos niños en muchos sentidos, tratando de envejecer más rápido.
El ambiente universitario me dio una idea de mí mismo que no había experimentado antes. Era un buen estudiante; diría que mejor que bien en aquellos créditos más relevantes para la carrera. Continuaba persiguiendo mis intereses artísticos y hoy no puedo creer que fui capaz de lograrlo. Cuando me gradué fui nominado al premio en el Salón Nacional, en Bogotá. Por eso debo agradecer a mi padre quien, en una demostración de cuidado paterno, me alquiló una pequeña oficina en el centro de Medellín para que me sirviera de estudio para las tareas de arquitectura, ya que trabajar en casa se había convertido en una molestia para todos los miembros de la familia por el ruido que hacía todas las noches hasta la madrugada trabajando en mis tareas. El último año de secundaria había accedido a permitirme estudiar pintura de noche en el Instituto de Bellas Artes. Estoy seguro de que se percataba de que había algo en mí que tenía que resolver por mí mismo, agarrar las riendas.
Con el estudio, arreglamos que él pagaría el primer año y luego yo tendría que hacerme cargo del alquiler. Era un reto, su forma favorita de empujarnos en casa a lograr algo que enseñaba que era importante. Nunca fue particularmente cariñoso. Demostraba su amor de maneras extrañas sin contradecir su disciplina y austeridad, más bien reforzándolas. No fui consciente entonces, pero ahora, con la distancia de tantos años, me doy cuenta de que mi autoestima y confianza se solidificaron considerablemente.
Mi carrera artística había despegado mientras aún estudiaba arquitectura, ganando algunos concursos locales y exponiendo individualmente en galerías locales. Mis padres apoyaban mis actividades artísticas, pero se sentían incómodos por el efecto que tal dedicación a las artes podría tener en mi vida profesional como arquitecto.
Cuando me gradué, no invité a nadie. Era un encargo administrativo privado y rutinario para la secretaría de la facultad. Recuerdo que llevaba una camiseta, jeans azules y zapatos tenis. Yo lo quería así. Quería sentirme completamente solo. ¡Estaba tan feliz! ¡Era el primer gran logro de mi vida!
Caminando desde el campus universitario hasta la Avenida Colombia me regocijé por mi logro. El último año había sido solitario, distanciándome voluntariamente de la mayoría de mis amigos, ya que ellos tenían planes propios para con sus vidas. Pensaba en la proximidad de mi viaje a Washington D. C., donde había sido invitado junto a otros cuatro artistas de Medellín a participar en una exposición colectiva en la Organización de Estados Americanos que, en esos días, tenía un programa de arte muy activo, encabezado por el internacionalmente reconocido crítico de arte José Gómez Sicre.
La exposición tuvo una gran acogida. Vendí todas mis obras y luego algunas que había llevado en un tubo conmigo. El siguiente paso era ir a Nueva York y descubrir de qué se trataba ese asunto de la Gran Manzana.
La visita no me defraudó. Celebrando mi cumpleaños almorzando solo en el Museo Metropolitano, la premonición a la que me he referido al principio de este texto se hizo evidente. Era el final del verano, la estación gloriosa. No estaba muriendo, al contrario, si bien consideraba que había tenido una adolescencia difícil, la vida me daba la oportunidad de estar en Nueva York disfrutando del sabor del éxito, en el crepúsculo de un momento en el que pasaba de muchacho a hombre. Era el lapso para tomar control de mi vida, lejos del miedo a los prejuicios y a la discriminación. Tenía que hacerlo solo, como lo hice en esa madrugada durante mi bautismo cuando todo el mundo estaba convencido de que no sobreviviría. Había dado un salto del destino para estar en Nueva York en ese momento, no exactamente muriendo físicamente, pero con la perspectiva de matar la circunstancia que la vida me estaba dando para convertirme en lo que necesitaba ser, un hombre libre, un artista libre de convenciones, dueño de mi propio destino. En Nueva York pude verme completamente como en un espejo, por primera vez, en mucho tiempo.
A partir de ese momento el único pensamiento en mi mente era cómo lo iba a hacer. Tenía que hacerlo a lo grande. Debía ser una declaración inédita, contundente, imaginativa, e innovadora, a la vez anticlimática, algo capaz de establecer una referencia significativa para mí, para otros, y mi tiempo. Tenía que evitar a toda costa las similitudes con una tragedia escenificada. No quería desviar la atención sobre el punto. Sabía que la sociedad me acusaría de ser desconsiderado, egocéntrico y de tantas otras deficiencias que ellos mismos habían practicado tan bien por mucho tiempo. Previsiblemente habría heridos, pero no tiempo para retroceder. Ya no se trataba de ellos.
Gonzalo Arango, el fundador del nadaísmo, había rechazado en su manifiesto de 1958 el sistema religioso, moral, político y estético de su extensión. No creo que actualmente nadie esté en desacuerdo sobre los logros literarios e intelectuales del nadaísmo, su obvia fragilidad ideológica y su posición política defectuosa e inmadura. Ahí estaba yo y era 1974. No tenía sentido repetir esa cantaleta. A mí me sonaba todo ello muy melodramático y, teniendo en cuenta una larga serie de luchas sociales del siglo xx, la posición del nadaísmo frente a sus intenciones no resultaba tan original.
Yo quería, primero, y, sobre todo, recuperar el derecho a ser libre y a ser yo mismo por encima de las convenciones que habían secuestrado mi legítimo albedrío como ser humano impidiéndome vivir mi vida como el individuo que era, y en el proceso, plantar las semillas para reajustar y reorganizar el sistema, si ese era el caso. No quería necesariamente destruir nada. Lo artificial se resquebraja solo. Quería justicia.
A mi regreso a Medellín, desenterré un montón de escritos que conservaba desde que tenía dieciséis años. Algunas viejas crónicas sobre la ciudad de Medellín fueron el trampolín para la primera parte del libro, a partir de la cual comenzó a escribirse prácticamente solo. La presencia de la ciudad en el libro es muy importante porque se trata de los prejuicios, de la estupidez de las convenciones en una época en la que el mundo está patas arriba y el país no levanta cabeza, y la gente de Medellín está pensando con su visión provinciana y enferma que son el centro de la atención, dueños de una situación que a todas luces estaba fuera de control. Por eso siempre he dicho que hay dos personajes principales en Te Quiero Mucho Poquito Nada. Uno es Pipe, el otro la ciudad de Medellín.
He sido un ávido lector toda mi vida, por lo que estaba familiarizado con el boom latinoamericano y con escritores como Mario Vargas Llosa, José Donoso, Augusto Monterroso, Carlos Fuentes, Guillermo Cabrera Infante y Julio Cortázar, por nombrar algunos. A varios de ellos tuve luego la oportunidad de conocerlos personalmente más tarde en mi vida. Curiosamente la mayoría de los escritores del Boom no publicaron nada en 1975 (o entre 1973 y 1978), salvo Carlos Fuentes con Terra Nostra. El panorama estaba relativamente despejado.
Recreemos el momento literario de 1975, en Medellín y Colombia, cuando Te Quiero Mucho Poquito Nada hace su entrada, discreta pero segura, en la librería Aguirre, en la calle Maracaibo.
A nivel internacional, García Márquez, flamante premio Nobel, eclipsa el mundo literario con la publicación de El otoño del patriarca, ambiciosa novela de largo aliento que buscaba superar el impacto de su celebrada Cien Años de Soledad en el que hace gala de una especie de surrealismo tropical. Al unísono se publica una antología de sus cuentos que abarca 1947-1972. La campaña publicitaria es masiva y abrumadora, como se espera de una Casa Editorial poderosa. El dominio de García Márquez sobre la escena literaria de ese momento es incontestable.
A nivel nacional, sigue pesando la presencia de Manuel Mejía Vallejo, merecedor en 1963 del primer premio Nadal para un autor latinoamericano, y en 1973 premio nacional de novela por Aire de tango. En 1975 su producción es discreta con la publicación de un volumen de cuentos, Las noches de las vigilias, único libro suyo publicado entre 1973 y 1979. Mejía Vallejo explora aspectos de la realidad nacional heredada de una sociedad campesina y agrícola que lucha por preservar sus tradiciones y formas de vida a la luz de la violencia desenfrenada, o como lo expone Aire de tango, un entorno urbano habitado por estafadores e individuos del bajo mundo, producto en parte de la migración del campo a la ciudad.
A nivel regional, Darío Ruiz, otro destacado escritor, novelista, poeta y ensayista de Medellín, con definida orientación urbana, publica el año anterior Señales en el techo de la casa y no publica nada hasta 1979. Ambos escritores, Mejía Vallejo y Ruiz Gómez, aunque diferentes en sus aproximaciones a la literatura, fueron y son escritores prolíficos en sintonía con las realidades nacionales en dimensiones diferentes, siendo el segundo un crítico de lo urbano y lo artístico, y un brillante columnista.
Finalmente, Gonzalo Arango publicó dos libros en 1974. En su manifiesto de 1958, Arango amenazó a la sociedad colombiana con subvertir el orden establecido, “todo lo sagrado”, refiriéndose a lo que se consideraba intocable: los comportamientos sociales, políticos e intelectuales convencionales. Sin embargo −en mi opinión− no fue lo suficientemente lejos como para cubrir en un manto tan amplio a una minoría como la población lgtbiq+. Supongo que todavía en su tiempo ese tema se consideraba un tabú incluso para los intelectuales progresistas. Arango murió en 1976. Hacía mucho tiempo que no vivía en Medellín. Irónicamente, muchos de sus compañeros de movimiento terminaron con la corbata puesta ocupando puestos oficiales y posiciones dentro del mismo sistema que se suponía debían “subvertir”. Muchos de los nadaístas, algunos de los cuales son homosexuales, miraban con desprecio −o miedo− las primeras manifestaciones del movimiento gay. Es posible que estuvieran interesados en el amor libre, pero fue más tarde el Festival Musical de Woodstock de 1969 el que estableció “oficialmente” ese punto de partida para el Movimiento de Liberación Sexual como una tradición entre heterosexuales. La comunidad gay ya había emprendido la lucha por su cuenta unas semanas antes en los disturbios de Stonewall en Nueva York, que se consideran los inicios del Movimiento de Liberación Gay. Los nadaístas y los seguidores de Arango demostraron gran pasividad en cuanto a ese tema a pesar del aparente tono incendiario de su retórica. Era frecuente verlos pasar el día en el Café Versalles, del bulevar Junín, socializando y regodeándose como autoproclamados herederos del fundador del movimiento. Algunos de ellos son buenos poetas.
Sin el respaldo de una casa editorial debí optar por distribuir el libro yo mismo entre las librerías más conocidas de la ciudad, la Continental, la Nueva y la Aguirre, por nombrar solo tres de ellas. Una semana después, cuando hice mis rondas para saber cómo iba el libro, todas, excepto Aguirre, lo devolvieron con indignación. Algunos fueron verbalmente ofensivos. Tuve curiosidad y le pregunté a Aurita, la asistente de Alberto Aguirre, cómo se comportaba el libro, a sabiendas de que ni un solo peso fue empleado en su difusión. Me respondió que solo había dos libros que se vendían sostenidamente: El otoño del patriarca y Te Quiero Mucho Poquito Nada. La librería pidió más ejemplares.
Había proyectado algunas reacciones, pero no lo que ocurrió en los días siguientes. Los problemas llegaron hasta las puertas de mi estudio. Y así fue cómo el arroyo se convirtió en un río y el río en una represa dinamitada. Había dejado la casa de mis padres y trasladado a vivir a mi estudio. Eso representó un cambio de estilo de vida que soporté con estoicismo hasta que me acostumbré. De todos modos, realmente no necesitaba tantas cosas conmigo. La disciplina, la pulcritud y la educación orientada a la concentración que había recibido en la escuela de estilo militar parecían dar sus frutos, y todavía lo hace.
A lo que no estaba acostumbrado era a la saña de los ataques de personas frustradas que me llamaban por teléfono a cualquier hora, noche y día, para insultarme. Cancelé el servicio telefónico. Una ráfaga de mensajes anónimos y amenazas de muerte comenzaron a llegar por correo. Los traté como una broma y no me molesté en contactar con la policía. Pensé que la tormenta amainaría, pero en lugar de eso, se convirtió en un huracán. El asunto se intensificó cuando me empezaron a faltar al respeto y a ofenderme en las calles, a plena luz del día. Los coches se detenían, la ventanilla bajaba, y gente que nunca había visto en mi vida descargaba una letanía de vulgaridades. El hecho de haber ilustrado la portada del libro con mi foto personal hizo que fuera fácil para muchos reconocerme. Dejé de visitar lugares que me gustaban, lugares donde solía reunirme con conocidos para tomar un café y un pastel. Perdí muchos amigos. Ese fue quizás el golpe más bajo. Pocos de ellos se mantuvieron firmes como María Teresa Peña Santamaría, directora del Museo de Antioquia. Desafiando las predicciones, programó una exposición individual de mi trabajo para el año siguiente. Mi familia permaneció en silencio. Trasladé mi área de diversión a los pueblos cercanos como Envigado e Itagüí. No funcionó. Sentado en los cafés alrededor de la plaza principal, hubo varios episodios en los que la gente se acercaba a mí y expresaba su resentimiento por haber utilizado a su abuela o a sus tías como personajes de la novela. ¡Nunca había visto a estas personas en mi vida y no tenía idea de cómo se llamaban!
Me despidieron como profesor de la escuela de Diseño Industrial de la Universidad Pontificia Bolivariana donde me habían contratado para enseñar expresión de diseño. Las excusas eran poco convincentes, el verdadero culpable era el libro. Y fue el libro el que los profesores del Instituto de Artes Plásticas de la Universidad de Antioquia (ahora facultad) pusieron en conocimiento del rector de la universidad para bloquear mi nombramiento como director de ese centro de educación artística, cargo para el que me había propuesto el artista Aníbal Vallejo.
Las historias se multiplicaron. Algunas personas me contaron que algunos padres quemaban el libro si lo encontraban en posesión de los chicos. Me vi obligado a desalojar mi estudio en la calle Ayacucho, en el edificio Santa Anita, y a mudarme a un lugar no revelado, en un edificio modesto en el centro de Medellín. Por extraño que parezca, mi padre me ayudó con eso, aunque no necesitábamos vernos. Yo amaba a mis padres con un amor que tal vez ellos no entendían, o no esperaban, y ya habíamos quemado para ese momento muchos puentes. Me enteré de que la mayoría de los negocios del centro de la ciudad eran objeto de extorsión. La ciudad estaba cayendo bajo el control de grupos ilegales y la ciudadanía y los líderes a cargo de los asuntos de la ciudad estaban más preocupados por dos tipos besándose.
No todos los encuentros fueron desagradables. Algunos me ayudaron a comprender la profundidad en la que el libro se movía encontrando lugares inesperados antes de convertirse, como sucedió más tarde, en un libro de culto. Algunos amigos lo enviaron al exterior, por ejemplo, Ronny Vayda lo envió a Haifa, y Mario Ceballos a la Biblioteca Nacional de Australia, y allí se encuentran todavía. En Estados Unidos no sé cómo diablos fue a dar, por ejemplo, a la Universidad de California en Berkeley, o al J. Paul Getty Center en Los Ángeles.
Una vez, mientras esperaba turno en la Oficina de Telecomunicaciones esperando una cabina para llamar a un jugador de baloncesto del que estaba enamorado y que formaba parte del equipo departamental de baloncesto del Atlántico, sentí que alguien me daba palmaditas en la espalda. Cuando me di la vuelta, había un tipo muy joven y sonriente, sosteniendo un ejemplar del libro, preguntándome si yo era Félix Ángel porque quería que le dedicara el libro. En Barranquilla, mientras estaba en el hotel de visita con mi amigo, el jugador de baloncesto, una persona entró en el ascensor, me miró y señalándome con el dedo preguntó: ¿Te Quiero Mucho Poquito Nada? ¡Llevaba solo un par de horas en Barranquilla!
El crítico de arte Miguel González, en Cali, realizó una presentación y exposición del libro con collages relacionados en la Librería Letras. También escribió un extenso artículo para el principal periódico de la ciudad documentando el libro, al igual que hizo el escritor Umberto Valverde, muy de moda en aquellos días en esa ciudad. Mientras tanto, en Medellín, nadie quería hablar del libro. Los individuos más escandalizados fueron los propios escritores, que se resentían de que un “pintor” hubiera incursionado en la literatura, y produjera tal novedad que rompía con todos los moldes utilizados para la ficción en la época. Los pintores asumieron una actitud similar, con pocas excepciones. Algunos, incluso, exigieron una explicación sobre por qué un pintor se había aventurado a escribir un libro cuando yo no era escritor. Pero lo era. Una lástima que no lo vieran, una visión tal vez nublada por incapacidad propia.
Mejía Vallejo y Darío Ruiz fueron los únicos escritores profesionales que, en su momento en la ciudad, se atrevieron a animarme a seguir escribiendo. Ya lo tenía decidido y escribí otro libro sobre los artistas contemporáneos de Medellín, y durante dos años una gaceta periódica mimeografiada de nombre Yo Digo, en la que comentaba lo que ocurría en la ciudad en materia de arte, antes de mudarme a Estados Unidos, mi país de adopción en el que he transcurrido dos tercios de mi vida. Desde entonces, he publicado unos siete libros más, entre ellos otra novela, una colección de cuentos y dos libros de poesía (uno de ellos en inglés), sin contar dos libros sobre arte y la escena artística de Medellín de la década de 1970. Nada mal para alguien que no es escritor. Un total de nueve, a pesar de lo los llamados o autodenominados escritores.
Tengo decenas de anécdotas relacionadas con mi primer libro, y algunas ocurrieron años después. Por ejemplo, hubo una ocasión en la que pagué con mi tarjeta de crédito en un vuelo internacional algunas compras aprovechando el servicio libre de impuestos. El asistente de vuelo, después de mirar la tarjeta, me preguntó si yo era el mismo Félix Ángel, autor de Te Quiero Mucho Poquito Nada. En otro, un botones de hotel, mientras estaba en una misión oficial del bid, me preguntó si yo era el autor del libro después de escuchar mi nombre por el gerente de la recepción mientras encontraba la reserva. Las historias podrían seguir y seguir…
El hostigamiento continuó durante dos años, hasta que comencé a recibir por correo otro tipo de amenazas de muerte, de tono más aterrador que la anterior. En 1977, después de tres viajes a los Estados Unidos, decidí que había llegado el momento de dejar Medellín. No quería cambiar de ciudad sino de país. La narcomafia estaba firmemente arraigada y corrompía todos los niveles de la sociedad. Sus medios eran despreciables. Estaba seriamente enamorado de un chico de mi edad, pero quedarme no era una opción para mí. Estaba tan concentrado en mi carrera como artista, que no veía ningún futuro en Medellín o en Colombia, a menos que me dedicara a besarle el culo a la burocracia del arte, como hacia la mayoría. Preferí trabajar como mesero en Finale, el restaurante y galería de mi amigo y antiguo compañero de secundaria, Juan Gustavo Vásquez. Paradójicamente, ganaba más dinero que en cualquier otro puesto de enseñanza. Fui el mejor camarero que tuvo.
Han pasado cincuenta años desde que, con gran esfuerzo y pasión inagotable, me embarqué en la misión de autopublicar mi primer libro en una imprenta subterránea de la avenida Colombia, cerca del puente sobre el río Medellín. Han pasado cincuenta años desde que mi vida y la vida de otros han cambiado como resultado de esa acción. Han pasado cincuenta años desde que la ciudad de Medellín y su población fueron cuestionadas públicamente por razones que conocían bien pero que prefirieron ignorar durante mucho tiempo, arruinando en el proceso, innecesariamente, la vida de muchos. Han pasado cincuenta años desde que un pintor se atrevió a intentar cambiar el rumbo de la literatura colombiana, o al menos modificarlo. Han pasado cincuenta años desde que un grupo marginado, parte de la sociedad colombiana, escuchó una voz diferente en su nombre y que contribuyó a reivindicarlos como iguales a cualquier otro grupo social, exigiendo la dignidad que ellos y todos los demás merecían.
He vivido los últimos cincuenta años sin que me importe mucho lo que la gente piense de mí, o de lo que hago. Me importa, sí, no ofender a nadie, lo cual evito, y lo que me detuvo durante mucho tiempo para finalmente aceptarme como pasaporte para creer en lo que creo. Si alguien se ofende debe ser por otras razones. Nadie más vive para uno. Me sigue preocupando la libertad individual, asediada por extremistas de diverso origen y creencias. Me considero un defensor del libre derecho a la autoexpresión, al diálogo y al respeto por la diversidad, mientras trato de vivir en paz con la gente de buena voluntad. También me importa el agradecimiento de la gente después de experimentar lo que hago, ayudándoles a descubrir la esperanza en sus vidas. Nunca me atribuiré el mérito de algo que no haya hecho, pero no tengo vergüenza de reclamarlo si lo hiciera.
Cuando era niño, me gustaba cantar, entonando las notas altas con todo mi corazón y mis entrañas, acompañado por el órgano por encima de la multitud en el coro elevado de la capilla neogótica de mi escuela. Cuando cantaba, lo único en lo que podía pensar era en la música, y en lo mucho que disfrutaba intentando hacerlo de la mejor manera posible que, como dijese mi padre, nunca es lo suficientemente buena.
No importa. He luchado por vivir intensamente en forma apasionada y prolífica ese regalo que es la vida. No podría de otra manera. Lo que importa es que lo hice, y lo seguiré haciendo hasta mis últimos días, cuando enfrente ese momento en el que me daré cuenta de que la premonición del fin del verano ha cumplido su ciclo y debo estar listo para consumar su epifanía.
Deseo aprovechar el espacio en estas páginas para agradecer, con mucha emoción y de todo corazón a la Universidad EAFIT por la iniciativa de honrar el cincuentavo aniversario de la creación y publicación de mi primer libro, Te Quiero Mucho Poquito Nada. Asimismo, extiendo dicha gratitud a los editores: al joven escritor Juan Fernando Jaramillo, a Cristian Suárez Giraldo y a Esteban Duperly, quienes han estado a cargo de los diversos aspectos del proceso y cuya iniciativa hizo posible la realización de este proyecto.
Washington D. C.
11 de febrero, 2024