CIUDAD DORMIDA
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EDITORIAL
Medellín fue sacudida durante cuatro años por una política insidiosa y corrupta. El inventario de Daniel Quintero es largo en abusos y hondo en bolsillos. No vale la pena enumerar ese prontuario que tiene encartados en la Fiscalía a varios de sus funcionarios. Ni la pandemia pudo ocultar una administración que cargó contra la ciudad alegando cargar contra las élites. Pero algo hay que agradecerles a las plagas, la obligatoriedad de las alertas, la necesidad de sondear comodidades, los obligatorios escudos para el futuro. A Quintero hay que reconocerle que sacó a Medellín, por la peor de las vías, de la comodidad de la poltrona y la hamaca de la pereza ciudadana y política. Una modorra que solo puede traer estancamiento y complacencia. Quintero fue el jugador que acabó con el partido amistoso en el que vivió la ciudad por al menos dos décadas. Un juego que dejó avances indiscutibles, modales consolidados, alianzas muchas veces constructivas y otras veces confianzudas. Círculos que fueron cerrando los debates necesarios. Quintero ensució la fachada de La Alpujarra, amenazó el sueño de los empresarios, agitó una ciudadanía que confunde el orgullo regional con la aprobación de su clase política y cierta ceguera frente a sus miserias.
Federico Gutiérrez volvió, con una ventaja inédita en las elecciones, más como una fórmula conocida que como un salvador. Como la escoba vieja que barre regular pero ya conoce el recogedor. Ganó con la cédula frente a la herencia funesta de Quintero y a un contrincante de comedia. Y con él regresaron las peligrosas mieles de la calma chicha. La ciudad se conformó de nuevo, la alerta fue pasajera y todo el mundo parece conforme con el déjà vu de Gutiérrez. El gabinete calcado de su primera vez, el tono que parece un eco de su primera vez, las ideas de toda la vida y las taras de todas las veces: alardes de seguridad, anuncios contra el mugre de la calle, populismo vía X y micrófono y volver al carril seguro.
Todo parece muy fácil para el alcalde, aunque su favorabilidad ha bajado cerca de diez por ciento en el primer año según la última encuesta. Además del conformismo a Gutiérrez lo acompaña la buena fortuna: Petro es una gran coartada, su animadversión indiscutible contra “las montañas de mi tierra” hace más fáciles los arrebatos personales, su verborrea incontenible logra que las réplicas sean sencillas y muchas veces ciertas. El alcalde de Medellín tiene la fácil tarea de contradecir al gobierno nacional, de desmentir a Petro, aunque la campaña presidencial de 2022 sea cosa del pasado. Ganar en una plaza en la que la localía lo marca todo. Hasta el gobernador Rendón le ayuda con sus inventos alcabaleros a los que el alcalde con el simple sentido común del contador logra desmontar.
El Concejo de la ciudad es ahora un foro intrascendente para la opinión pública. Un señor con un cucharón como micrófono es la oposición más visible al alcalde. El Concejo es ahora un cabildo cerrado. Se debaten cuitas personales, se pactan alianzas, se definen grandes negocios como si se tratara de la asamblea del edificio. La ciudad mira las discusiones con desdén, no hay liderazgo ni visibilidad. En Medellín ni los famosos “muebles viejos” tienen voz alguna: ni Fajardo, dedicado a su último disparo nacional; ni Aníbal, dedicado al mutismo zen; ni Alonso, dedicado a la lectura y ojalá a la escritura, dicen absolutamente nada. No hay mirada retrospectiva ni un poco de futuro, la ciudad no mira hacia atrás ni levanta la cabeza para mirar adelante. Solo camina con los ojos clavados en el suelo.
Quintero hablaba de proyectos, aunque fueran falsos, humo para tapar su uña larga en los contratos de todos los días. Luego de un año de Gutiérrez no sabemos de un solo proyecto amplio de ciudad, de algo que pueda hacer pensar en una transformación importante. ¿Debemos conformarnos con la reconstrucción, con volver a la comodidad? Lavar las bicicletas de En Cicla, recuperar el morro de Moravia, limpiar a Empresas Varias de los intereses extranjeros, mirar a EPM como orgullo de ingeniería local y fortín público, confiar en Buen Comienzo como jardín y no como botín, conservar el Sistema de Bibliotecas, prender Ruta N, admirar al Jardín Botánico.
El alcalde de Medellín habla de sus prioridades y parece que la ciudad dejó de pensarse: Medellín tacita de plata, alianza Cero Hambre, Buen Comienzo, en el colegio Contamos con Vos, formación en actividades digitales, Medellín capital del entretenimiento, autonomía económica para madres cabeza de hogar, salud mental y proyectos de vida, oportunidades para jóvenes vulnerables. Lugares comunes que son todo y son nada. Prioridades que son, sobre todo, generalidades.
Un cruento ejemplo. Desde hace un año y medio diecinueve exduros de las bandas de la ciudad están reunidos en la cárcel de Itagüí en una mesa redonda que aspira a la paz total. El alcalde ha dicho que no participa en esas negociaciones, que no tiene nada que oír. Pero la menor tasa de homicidios en cuarenta años que la ciudad tendrá al final de este 2024 tiene mucho que ver con las intenciones y las órdenes de esos capos históricos. Ni siquiera sobre ese apaciguamiento que marca oportunidades y riesgos hay un debate público en la ciudad. Solo se celebra una cifra que la verdad no tiene mucho que ver con los esfuerzos institucionales.
Medellín carece de liderazgos públicos, sigue siendo una ciudad ensimismada en sus negocios, en los pudores de los empresarios, en la nulidad de los políticos y en el rebusque de los ciudadanos. La ciudad se quiere tanto que se descuida, sufre de un síndrome narciso. Medellín debe pensar en sus tragedias pasadas y actuales, en el hilo mordido que sostiene algunos resplandores actuales, en las amenazas. Quintero no es solo un mal recuerdo, tiene que ser una lección. Y la ciudad debe tener ambiciones más allá de la cifra de turistas extranjeros que pasan el torniquete del aeropuerto.