Mientras buscaban los móviles del crimen para poder llevarlo a juicio y condenarlo, los mismos médicos legistas que le practicaron la necropsia a Roberto de Jesús Múnera, o sea Julio Ortiz Velásquez y Agustín Piedrahita, examinaron física y psicológicamente a Carlos Cano cinco veces, esto es, el 17 y 21 de agosto, el 9 de septiembre, y el 1 y 2 de octubre de 1928. ¿Qué encontraron?
Los exámenes de orina y sangre arrojaron que tenía antecedentes de gonorrea y chancro, y también una infección sifilítica intensa. A través de una prueba del líquido cefalorraquídeo lograron precisar que la sífilis era nerviosa, o sea la que se deriva de tener sífilis durante más de una década sin haberla tratado médicamente. La extracción del líquido cefalorraquídeo se realizó el 9 de septiembre de 1928, bajo protesta del abogado defensor de Carlos Cano, según informó El Tiempo: “Por considerarla una operación dolorosa y peligrosísima, efectuada en contra de la voluntad del sindicado: ni la oficina médico legal ni los médicos de las cárceles pueden hacer experimentaciones peligrosas que atenten contra la vida de los detenidos”.
Ese 9 de septiembre, antes de la extracción del líquido cefalorraquídeo, le descubrieron a Carlos Cano varios tatuajes, heridas y cicatrices, todos en las piernas. En el muslo izquierdo tenía tatuados un Cristo invertido, un indio piel roja y una estrella de seis puntas. Y en el derecho, el nombre de su esposa, Carmen Cano, y una pierna, de la que sospecharon era el símbolo de su canibalismo. ¿Qué dijo el sindicado al respecto? Que le iban a tatuar una mujer y al final le borraron el resto de la figura, lo cual era absurdo, porque la pierna era tan grande que la figura entera no hubiera podido caber en ese espacio. En la pantorrilla izquierda, por su parte, tenía tatuado un puñal invertido. Y en la derecha, dos fechas: 1916 y 1928. ¿Qué significaban esas fechas? En ningún archivo fue posible desenterrar una respuesta.
Las pantorrillas también las tenía llenas de “múltiples cicatrices rectilíneas de diversos tamaños, unas sobre otras, en todas las direcciones”. La mayoría eran antiguas y las demás recientemente cicatrizadas o en vías de cicatrización. ¿Cuál era la razón de tantas cicatrices? Carlos Cano dijo que “pisando barro se hería en esa región”. Explicación que a los médicos legistas les pareció inverosímil: “En nuestro concepto esas son señales evidentes de masoquismo, y la confirmación indudable de las desviaciones sexuales que padece”.
Igualmente confirmaron mediante varias pruebas de memoria, raciocinio y cálculo que el susodicho, quien apenas había cursado un año de escuela, era de “bajo nivel mental y muy ignorante”, con un sentido moral obtuso.
Por último, el 1 y 2 de octubre, con la ayuda del sumario, señalaron, como se detalló más arriba, que Carlos Cano era un invertido sexual constitucional, que “ha tenido numerosos amores, frustrados unos, intensos otros, con individuos del mismo sexo y de mucha menor edad”.
El modus operandi para seducir a esos menores era el siguiente: 1) Se les insinuaba ofreciéndoles trabajo bien remunerado y coqueteándoles desde la esquina. 2) Cuando rompía la resistencia inicial, les daba regalos. 3) Una vez ganada su confianza, los invitaba a pasear al campo, donde se asimilaba a la personalidad del menor, jugando bolas con ellos o elevando cometas. 4) Si no había logrado su objetivo en el campo, los invitaba a lugares ocultos en las horas de la noche, donde seguía un protocolo de caricias que desembocaban en el acto sexual. 5) Después de 3) y 4) les pagaba por su compañía.
Aplicando al pie de la letra esa estrategia, Carlos Cano conquistó a Roberto de Jesús Múnera, “su relación más duradera y llena de incidentes importantes”. Múnera se había escapado de su casa paterna en 1922, a la edad de ocho años, en busca de aventuras. Así llegó a Medellín, donde manifestó que era huérfano y fue recogido por “unas señoras ya finadas”. Luego se desempeñó como paje en la casa de Marcia Villa durante dos años, hasta que se le cruzó en el camino Carlos Cano, a quien Múnera le pareció “buen mozo, robusto y piernón”. Tres meses le tomó a Cano implementar con éxito su modus operandi. Sin embargo, no estaba completamente satisfecho, quería más libertad y tener a Múnera bajo su tutela, por eso se lo llevó a tierras lejanas.
Primero estuvieron en Manizales, al principio trabajando juntos en albañilería y durmiendo en la misma cama. Luna de miel que terminó cuando tuvieron la primera pelea, la cual obligó a Múnera a pedirle posada a Roberto López, quien vivía en el piso de arriba: “Al poco rato subió Cano a rogarme que lo echara, que me pagaba y yo no quise, entonces Cano trató muy mal a Múnera y juró que lo mataría”.
Tras esa pelea, Múnera consiguió trabajo en una panadería, donde Cano, según el panadero Luis Carlos Herrera, estuvo a punto de cumplir aquella amenaza de muerte: “Lo estuvo asechando para matarlo y creo que era porque no quería volver a vivir con él. Después hicieron las pases y Cano sacó a Múnera de la panadería y se lo llevó para Cali”.
En Cali trabajaron vendiendo helados y volvieron a compartir la cama. Aunque esa reconciliación tampoco estuvo libre de conflictos, como señaló el testigo Ricardo Mosquera: “En cierta ocasión el muchacho se retardó [sic] para ir al trabajo más o menos dos horas y Cano manifestó que tenía que matar a ese hijueputa, entonces yo le dije que no hiciera tal cosa y él me contestó que le dolía más matar a un adulto que a Múnera”.
Ese deseo de muerte estuvo a escasas seis varas de cumplirse cuando los protagonistas de esta historia retornaron a Medellín después de pasar un año por fuera. El hecho ocurrió días antes de que Múnera fuera asesinado, cuando el testigo Antonio Montoya, en las horas de la mañana, subía por La Mansión rumbo a San Miguel y vio que Cano y Múnera bajaban alegando por la orilla de la cañada que dividía a esos dos barrios: “Pude oír cuando el muchacho le dijo a Cano que le pagara lo que le debía, que él se iba para su tierra, y Cano le contestó que no le pagaba, que lo demandara si quería”. A continuación, Múnera replicó lo siguiente: “Es que si no me pagás te denuncio por todo lo que has hecho”. No bien escuchó esa frase, Cano sacó un cuchillo y persiguió a Múnera, quien ya se había alejado de él y le había sacado unas seis varas de distancia, o sea cinco metros: “Pero apenas Cano se dio cuenta de que yo los estaba oyendo y viendo, se contuvo, guardó el arma y siguió su camino”.
¿Cuánto le debía Cano a Múnera? Según Rosa Chalarca, amiga del segundo, le debía ocho meses de sueldo. Múnera también le escupió a ella una frase parecida a la que hizo que Cano sacara el cuchillo: “Me dijo que, si Cano no le pagaba, se hacía matar y lo denunciaba”. Ella le preguntó por qué iba a denunciarlo y Múnera le respondió con esta premonición que se hizo realidad a muy corto plazo: “No, mona, el tiempo la desengañará”.
¿Por qué iba a denunciar Múnera a Cano, era tan grave el motivo como para hacerlo sacar un cuchillo con la intención de agredir al muchacho? A lo mejor iba a denunciarlo por lo que le contó Cano a la testigo Rosa López, cuyo testimonio está consignado en el folio 230 de la investigación del caso: “El negro Cano me manifestó que tenía muchas cruces en el cementerio y que todavía no había llegado a pagar el primer muchacho”. Esa declaración provocó titulares como este, publicado por El Tiempo: “A Cano se le acusa del robo de los niños perdidos en años pasados: cuatro fueron encontrados sin vida”. Responsabilidad que nunca pudo ser demostrada. Sin embargo, ya estaban los móviles para llevarlo a juicio y condenarlo por el asesinato de Roberto de Jesús Múnera: “El Fiscal Primero Superior cree que por temor de que Múnera se alejara de su lado o por miedo de que el menor lo denunciara”. Carlos Cano, por lo tanto, se había enfrentado a esta encrucijada: si le pagaba a Múnera los ocho meses de sueldo que le debía, este se marchaba para su tierra, se devolvía para San Pedro, librándose de su tutela, razón por la cual estuvo cerca de matarlo en Manizales, y si no le pagaba, Múnera lo denunciaba por todo lo que había hecho. Luego, todos los caminos de esa encrucijada condujeron a Cano al mismo destino: matar a Múnera.
El juicio fue programado por el Honorable Tribunal Superior de Antioquia para el 27 de septiembre de 1930. “No obstante, fue aplazado en muchas ocasiones y en diversas formas por las argucias del abogado defensor José J. Ossa”. Finalmente, pudo realizarse promediando 1933, cuando Cano llevaba cinco años tras las rejas: “No fueron necesarios muchos esfuerzos de la fiscalía para que Carlos Cano Vasco fuera condenado, tan fuertes eran los indicios que lo comprometían”. Le dieron nueve años más de cárcel, para un total de catorce, los mismos que tenía Múnera cuando le quitó la vida.
Posdata 1: El asesinato de Roberto de Jesús Múnera fue “un crimen sin precedentes en la historia de Medellín”, se robó como ningún otro el interés de la prensa y el público: “Las ediciones ordinarias y extraordinarias de los diarios eran devoradas a los pocos momentos de salir de la imprenta”. También fue un hito del detectivismo antioqueño, “por haber sido el primer homicidio que se investigó con técnica y eficiencia, siguiendo los lineamientos de Scotland Yard”.
Posdata 2: Según la edición 36 de Sucesos Sensacionales, publicada en julio de 1955, era tal el miedo que generaba Carlos Cano, que se convirtió en el coco de los niños de Medellín durante las décadas del treinta y el cuarenta: “Por muchos años el nombre de Carlos Cano fue suficiente para inspirar pavor, incluso las madres hicieron de él un trasunto del coco, con el que asustaban a sus pequeños para que no salieran a la calle en las primeras horas de la noche”.
Posdata 3: Después de haber sido el sinónimo del coco en Medellín, ese nombre cayó en el olvido. Hasta que, en agosto de 1961, volvió a las primeras planas de la ciudad, cuando se presentó una ola de raptos y asesinatos de niños, que expresó así el referido semanario de crónica roja en su edición 248: “En Medellín, nunca había ocurrido un estado de alarma general como el que se ha venido registrando en los últimos días. Ni en los tiempos de Carlos Cano, el temible asesino de Roberto de Jesús Múnera, por allá en 1928”. El primero de esos niños asesinados, curiosamente, fue otro Jesús, esto es, John de Jesús Bedoya, de cinco años, a quien le cortaron el cuello y le succionaron la sangre. Sin embargo, a pesar de las similitudes, Carlos Cano fue descartado como posible autor debido a su prolongado silencio y senectud: “De estar vivo, debe tener unos setenta años”.