Número 141 // Octubre 2024

Palatino

por RAMÓN MARULANDA
Fotografías por el autor

Lo que comienzo a narrar ocurrió en la primera mitad de la década de los noventa del siglo pasado, al cierre del segundo milenio de nuestra era, luego de la época en la que nació y murió el hombre que motivó la división de la historia en un antes y un después.

Vivía entonces en una de las ciudades donde se desarrollaron los principios de nuestra “civilización”, capital del vasto imperio en el que se había decidido la suerte final de aquel hombre en el Medio Oriente. Roma acogía mi adolescencia y mis ánimos excitados e inquietos.

Con diecisiete años, atravesaba por mi momento culmen de punkero sin rumbo, en busca de peligros pasajeros y adrenalina, guiado por una idea según la cual si la humanidad estaba desmoronándose, yo también lo haría a temprana edad, antes de tener que afrontar una adultez indeseada. Vivía con mi familia en medio de ese viejo mundo que ofrece a cada paso grandes monumentos, palacios y ruinas que yacen protagónicas en la imponente ciudad, y que, en diferentes niveles, recoge siglos y milenios de historia. Una pequeña pala contra la tierra puede develar tesoros.

Con los amigos del colegio, provenientes de todos los continentes, gozaba de la vida dispersa del adolescente rebelde que ronda la ciudad espiando el mundo romano que aflora en la superficie y se esconde bajo tierra. En ese entonces Roma tenía dos líneas de metro subterráneas, ya que cada que perforaban la superficie encontraban vestigios de la antigua civilización sepultada tras siglos de cambios.

Calles, plazas, colinas, parques, bares y monumentos eran escenarios en los que se desenvolvía nuestra vida nocturna en medio de largas caminadas, litros de cerveza y diversas fechorías. Los fines de semana avanzábamos por la ciudad rondando las vías y los barrios que hablaban del mundo antiguo y del moderno, con los bolsillos cargados de botellas de 660 ml que hidrataban nuestra euforia y que en mi caso terminaban reventadas por el contundente golpe de la platina de unas botas nunca ausentes.

Fue época de intensos conciertos de grupos que se convirtieron en la banda sonora de mi disfrute y descontento. Ramones, Iron Maiden y Sonic Youth, entre otras, así como pequeñas bandas llegadas de todas partes del mundo a un pequeño centro cultural del partido comunista, conformaban el estruendo encargado de brindarnos los mantras que daban vida al pogo en el que se desenvolvía el trance que alivianaba el sinsentido.

En esa época asistí a un par de marchas anarquistas que se enfrentaban con las fascistas y reivindicaban algo del poco sentido de la vida. Una madrugada, de llegada a la casa, con una buena cantidad de cervezas en la cabeza, tras llamar desde un teléfono público a un amigo del colegio en Medellín y sentir cierta desconexión con el pasado, decidí descargar mi desilusión en la ventana de un carro. Por fortuna, luego de un par de intentos, no había logrado mi cometido, pero pagaría el precio. De pronto me sorprendió por la espalda el conocido grupo de neonazis del Colle Oppio, la colina en la que vivíamos. Unos diez tatabrones cubiertos por los símbolos que representaban y que se habían ganado su fama por linchar e incendiar personas que a veces, en las noches, buscaban refugio en parques de la colina. Después de un fuerte agarrón por la chaqueta, de esos que levantan un poco del piso, una revisión del carro y un pequeño interrogatorio, logré seguir ileso mi camino a casa, sobrio de sopetón y con cara pálida de chico asustado e indefenso.

Algunas noches emprendíamos excursiones clandestinas dentro de monumentos históricos. El imponente Coliseo, escenario de macabros enfrentamientos y batallas; el Foro Romano, lugar donde acontecía la vida cotidiana de la antigua Roma, y, sobre todo, el Monte Palatino, mítica colina y legendaria residencia de los emperadores, se convertían para nosotros en santuarios abiertos a la profanación. Todo empezó al final de una noche de fiesta callejera. En un momento apareció la histórica colina y de inmediato me dio por invitar a mi amigo y compañero de trayecto a escabullirnos en busca de lo que fuera que nos deparara la improvisada excursión. Un pequeño viaje en el tiempo. Tras una breve conversación en la que insté a mi compinche a emprender la aventura, nos encontramos trepando un muro del que pendíamos aferrados a ladrillos desgarrados de la ruina.

Esa primera vez, después de haber coronado con éxito la exigente escalada, se abrió aquel universo, centro de la antigua Roma que de ahí en adelante nos esperaría cada vez que decidiéramos terminar en noche histórica. Como recolonizando, nos abrimos camino por la colina descubriendo mágicos escenarios. Jardines con laberintos vegetales, parques internos, ruinas de diferentes formas y dimensiones, sitios para la práctica de deportes, cultos y rituales nos acogieron. Encontramos también una casa moderna que parecía habitada en medio de un amplio espacio abierto, la rodeamos con cautela desde la distancia para seguir nuestro recorrido. Nos paseamos por entre ruinas de palacios e instalaciones de la sede imperial, desde donde emperadores habían impartido sus órdenes y caprichos.

En cierto momento, al final de nuestra primera expedición, llegamos a una oscura y misteriosa cueva que, clausurada para los visitantes, permanecía ajena a las hordas de turistas que se paseaban todos los días por la colina. Equipados solo con las candelas con las que destapábamos las botellas de cerveza, descendimos por antiguos escalones hasta su interior. Para nuestro asombro encontramos un corredor subterráneo con bóvedas de puertas metálicas y barrotes que guardaban bajo llave los hallazgos de excavaciones recientes. Tras las rejas, podían verse ánforas completas, filadas y apoyadas una tras otra esperando algún tipo de destino. Al llegar al final de la cueva nos encontramos con el descubrimiento más maravilloso de nuestra aventura. Un pequeño montículo con restos de ánforas romanas amontonadas que aparecieron despampanantes ante nuestros ojos en medio de la penumbra. Encantados, contemplamos los milenarios restos empolvados.

Se trataba de pedazos de grandes vasijas de arcilla que tal vez habían contenido bebedizos de lujuriosas bacanales cargadas de goce, abundancia y pernicia, o quizá eran simples “ollas” para transportar el agua que bebían los sirvientes. Pero el tiempo excita la imaginación y las ánforas recogían siglos. Las bocas y agarraderas de los vestigios que encontramos rendían cuenta clara de las formas del imperio.

Cerca de la madrugada salimos emocionados con nuestros descubrimientos y primeros trofeos milenarios, después de haber recorrido la legendaria colina como niños merodeando un supermercado en busca de golosinas que, un instante tras otro, endulzaron la alucinante travesía.

Después de los hallazgos de esa primera noche y de relatar nuestra hazaña a otros amigos, planeamos futuras excursiones y encontramos la mejor forma de internarnos, recorrer y abandonar aquel mundo, impunes e ilesos, de la manera más discreta y corriendo los menores riesgos posibles, sin tener que escalar embriagados ningún muro que pudiera entorpecer nuestro destino. El ingreso lo efectuábamos por una reja de fácil acceso, con las manos vacías. La salida que terminamos escogiendo para sortear los obstáculos con nuestros tesoros en la mano era flanqueada sin muchos riesgos y salíamos raudos hacia la calle bajo el atisbo del guardia de una entrada principal. Generalmente pasábamos desapercibidos, aunque una vez fuimos sorprendidos por los silbidos del guardia que nada pudo hacer ante nuestra huida.

Cada tanto incursionábamos en el Monte Palatino. La colina nos recibía con sus columnas erguidas o desplomadas. Varias veces pasamos la noche entera en función de nuestras conquistas, para al final despedirnos con los primeros visos del azul reproche que marcaban el campanazo para el final del periplo.

La colina, con poca vigilancia y cercos expugnables, nos abría las puertas. El ritual de las expediciones empezaba en el techo de una ruina de altos arcos que se levanta al lado del Circo Máximo, escenario para trescientos mil espectadores que presenciaban carreras de carruajes y eventos lúdicos de la época. Al aire libre y con la amplia vista que nos regalaba el techo de la ruina, comenzábamos la velada conversando del mundo, de nuestras vidas y culturas, al ritmo de cervezas que allanaban el camino hacia el desborde de la noche que prometía siempre vértigo. Al final del recorrido descendíamos con linternas por los escalones de la cueva en donde aguardaban los tesoros invaluables que permanecen con nosotros como recuerdo de nuestro paso por los tiempos del antiguo imperio.

En mi última incursión a la colina, en la que guiaba orgulloso a un tío que estaba de visita, como dueño de casa, y como si de un recorrido turístico se tratara, disfrutamos de un pequeño calillo opiáceo, uno de los primeros en mi vida, que le dio a la aventura un gran toque de fantasía. En medio de semejante traba y exaltación, fue preciso hacer el máximo esfuerzo para ubicarme en escenarios que parecía recorriendo por vez primera. Logramos adentrarnos en la colina con uno que otro pequeño extravío. Esa noche, en nuestra cueva, apareció brillante ante la luz de las linternas un pedazo de mármol finamente tallado, parecía haber sido la manija de algún recipiente. Felices después de completar el saqueo, con nuestro trofeo incluido, nos dispusimos a salir de la colina. Al llegar a la superficie de la cueva supe que el efecto alucinógeno seguía vigente. Cuando me propuse encontrar la salida, y en la premura de aprovechar los últimos instantes de oscuridad, se nubló mi mente y cierta angustia me envolvió. El resultado fue que deambulamos a paso rápido y firme de un lado para el otro por el intrincado laberinto Palatino, con la esperanza de que en algún momento yo pudiera reconocer algo que nos señalara una ruta de escape. Fue con los primeros rayos del sol que logré dilucidar el camino que nos llevaría casa. El antiguo trozo de mármol lo trajimos a nuestra tierra como ofrenda para mi abuelo paterno, consagrado guaquero en su época.

De aquellos tiempos en Roma quedan los recuerdos, algunos buenos amigos y los vestigios romanos. Vestigios que evidencian cómo no solo los europeos conquistan tesoros adentrándose en tierras lejanas.

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