Número 141 // Octubre 2024

Con el juicio a Ana Mandinga en Santa Fe de Antioquia en 1669 cerramos nuestra pequeña saga de historias de esclavos en el departamento. Registros notariales, testamentos y actas sucesorias que entregan la cotidianidad y el horror de algunos de los doce millones de africanos embarcados a América para ser esclavizados. Esas caligrafías del Archivo Histórico de Antioquia, ubicado en el Palacio Uribe Uribe, están siendo rescatadas y descubiertas por el ojo digital. Para cerrar dejamos las yerbas, los miedos de los amos, dos muertes repentinas y posibles venenos a cambio de azotes. Al final, todo se resuelve con unas monedas de oro.

Las yerbas de Ana

por FELIPE OSORIO VERGARA
Ilustración de Jenny Giraldo García

“¿Quién te ha metido todas esas levas? —díjome una vez mi hermana Mariana, que era la más sabia de la casa—. ¡No hay tales brujas! ¡Esas son bobadas de la negra Frutos! ¡No creás nada!”.
Tomás Carrasquilla en Simón el mago.

Doña Juana Garcés temía a la noche. Una vez el sol estaba en sus estertores, corría con su negra Victoria para apertrecharse de velas de cebo, higuerilla o llenar con aceite los candiles; como si la luz fuera una contra para vencer esa oscuridad tan profunda que ocultaba a esas entidades malignas que, según decían los curas en los púlpitos coloniales, solo salían a esas “malas horas”. Era tanta su sensación de vulnerabilidad y soledad, que visitaba con frecuencia a su hermana Margarita y a su cuñado Antonio Flórez.

Doña Juana dormía rodeada de velas, acompañada de Victoria, su esclavizada de confianza, y con puertas y ventanas bien trancadas desde adentro; cual fortaleza medieval, pero en tierras americanas. A sus ojos, el mal estaba muy cerca, y era encarnado por Ana Mandinga, otra de sus esclavizadas.

Una noche de comienzos de 1669, Juana despertó gritando. Ana Mandinga había entrado a su aposento y le estaba sobando el brazo. ¿Cómo pudo entrar si estaba trancado y Ana dormía afuera, con grilletes? Lo cierto es que sus gritos despertaron a Victoria y a su hermana Margarita, que dormía en la habitación contigua.

“Se levantó esta declarante de su aposento y acudió al que estaba Juana Garcés y halló la puerta cerrada, trancada por dentro, y llamando, la abrió Victoria, mulata, pues dormía en dicho aposento. Y habiendo entrado esta declarante le dijo Juana, muy espantada que: […] ‘¿por dónde entró la negra Ana Mandinga que me estaba sobando el brazo?’”, narró Margarita Garcés ante el alcalde de Santa Fe de Antioquia, Miguel Martínez Vivanco, el 16 de julio de 1669.

Ni Victoria ni Margarita vieron a Ana dentro de la habitación. Margarita declaró haberla visto acostada en el suelo del zaguán de la casa, y añadió que, “por la mañana, Juana le preguntó a la dicha negra por donde había entrado, y la negra no respondió”.

¿Tenía Ana Mandinga el poder de la bilocación? ¿Tenía acaso el don de la intangibilidad y podía atravesar las gruesas paredes de tapia para atormentar a su ama? ¿Era una mera histeria colectiva, fruto de la superstición colonial? Para Juana Garcés solo había una única respuesta: Ana Mandinga era bruja.

El desarraigo

Ana había nacido en África Occidental y era de nación Mandinga. Ella, como casi doce millones de africanos, fue arrancada de su tierra y embarcada forzadamente al otro lado del Atlántico para ser esclavizada en América. Por tanto, todo el documento 5169 del Fondo Mortuorias del Archivo Histórico de Antioquia, —en el que se registra el proceso en contra de Ana—, se refiere a ella como “negra bozal” o “negra de barco”, pues a diferencia de los “negros criollos” que nacían en América ella era africana. “Ana Mandinga, natural de Guinea, […] de treinta años más o menos”, se presentó así ante el alcalde de Santa Fe de Antioquia el 17 de septiembre de 1669.

Al llegar a América, fue vendida en Cartagena a Mariana de Herrera y Tapias, ilustre dama de la época que fue esposa del gobernador de Antioquia Manuel de Benavidez y Ayala, y tras la locura y posterior muerte de este, contrajo segundas nupcias con el también gobernador de Antioquia don Francisco de Berrío y Guzmán.

En Cartagena, Ana se dedicó a las labores domésticas en casa de su ama, especialmente a lavar, pero sufrió el rigor del maltrato. “La negra Ana estaba a cargo de una parda, que la enseñaba a lavar y la solía castigar con aspereza”, declaraba Felipa, negra criolla, el 25 de octubre de 1669. Además de Felipa, otras compañeras de esclavización en Cartagena coincidían en que Ana Mandinga “sirvió muy bien y limpiamente a su ama”, y hacía muy bien su trabajo, aunque era obstinada y soberbia: “Y solo sabe que [Ana] era algo soberbia, y que, aunque la castigaban, no se le reconoció ningún defecto”, agregaba la esclavizada Bentura el mismo día de octubre.

El historiador Gregorio Saldarriaga, quien estudió este caso en su artículo “Redes y estrategias femeninas de inserción social en tierra de frontera”, señala que a mediados de 1660 Mariana de Herrera se instaló en Antioquia con su segundo esposo, trayendo desde Cartagena a sus esclavizados, entre ellos a Ana Mandinga. Tiempo después, Ana fue vendida al matrimonio conformado por Juan de Castañeda y Juana Garcés, que vivían en Santa Fe de Antioquia.

En su nueva residencia, Ana logró acercarse a la ama, Juana Garcés, y se convirtió en su esclavizada de confianza, por lo que se presume que estaba en función del universo doméstico del hogar. Sin embargo, esta cercanía no la blindó del maltrato del amo, pues Juan de Castañeda la azotaba con frecuencia. “Y que, viniendo este testigo de la ciudad de Cartagena, y llegado a casa de Juan de Castañeda vio a la dicha negra y ella le dijo cómo la azotaba Juan de Castañeda […] y le mostró las nalgas y azotes y le dijo: ‘ya lo veis, este hombre cual me pone a buen seguro, que no me ha de azotar más’. Y dentro de poco tiempo murió Juan de Castañeda”, expuso Pedro Bazán el 16 de julio de 1669.

La casualidad de que la muerte del amo hubiera sucedido poco tiempo después de que Ana Mandinga sentenciara que no la iban a azotar más, levantaría sospechas más adelante.

Del amor al odio…

El repentino fallecimiento de Castañeda acercó a Juana a su hermana Margarita y a su cuñado Antonio Flórez; y obviamente a Ana Mandinga. Un día de 1668, Juana comenzó a sentir un dolor en el brazo. Como Ana era de confianza le pidió que le ayudara, y esta, tan dispuesta, comenzó a sobarle el brazo con yerbas. El dolor empeoró con el tiempo y se agravó hasta el punto de que le salieron apostemas en el pecho y el cuello. Ana buscó yerba de escobilla, un tipo de maleza conocida por sus propiedades antinflamatorias y desinfectantes, con el fin de untárselo a su ama, posiblemente como un emplasto para mejorar los abscesos purulentos. “Para untar el pecho y pescuezo del apostema de su señora cogió la yerba de escobilla, que es buena para reventar apostemas, y se la puso porque esta confesante padeció de apostema en un pecho y su madre le puso escobilla y reventó con ella y quedó sana”, contó Ana ante el alcalde de Santa Fe de Antioquia.

Otro día de finales de 1668 o comienzos de 1669, Juana y algunos de sus esclavizados visitaron la estancia del gobernador de Antioquia Juan Gómez de Salazar y allí participaron en la matanza de un cerdo. La cocina —bajo el crujir de los tizones y envuelta en una bruma de olores a leña, a sangre y a pelos de marrano chamuscados— debía ser un solo ajetreo. Por un lado, los hombres esclavizados carneando el cerdo; por el otro, las mujeres preparando los guisos y las tripas que usarían para chorizos y longanizas, a la vez que ya se debía tener listo el lugar para ahumar una parte de la carne y salar la otra.

Juana Garcés bien podría haber estado supervisando el trabajo, o quizá también quería darles su sazón a los embutidos. En todo caso, le entregaron unos ajíes maduros, apachurrados, y el jugo empezó a escurrirle por la mano. El ardor comenzó y le pidió a Ana que le ayudara, por lo que Ana, muy solícita, tomó algunas de las hojas de col que estaba picando y se las entregó para que se estregara las manos y se limpiara. Lo que en principio pareció un mero acto de servicio se convirtió en un auténtico atentado contra la ama cuando al frotarse con las hojas empeoró la piquiña y arreció el enrojecimiento. “Y llegó la negra Ana Mandinga, su esclava, y le dijo que se untara una yerba que llevaba, y se la untó a su señora […], con lo cual le precipitó más el ardor, que le obligó a lavarse la mano y no se le quitó, y fue a más y repuntó una hinchazón en la garganta que le aumentó y le corrió por el pecho y en el brazo”, narró Esteban de la Cruz el 16 de julio de 1669.

Tras el incidente y recordando el episodio de los apostemas, Juana adelantó su viaje a Santa Fe de Antioquia y empezó a sospechar que Ana quería hacerle daño. Además, hiló una historia con otra y entró en su cabeza la idea de que Ana había matado a su marido. “Asimismo, clamaba la dicha Juana Garcés que la dicha negra Ana le había muerto a su marido […] y le dijo: quítate de aquí, que me estás matando”, agregó Esteban de la Cruz. Mientras que Antonio Flórez, cuñado de Juana, reportó que ella le había dicho “que su negra Ana la estaba matando, que le había untado yerbas porque la había hecho castigar porque no le servía bien y vivía mal, inquieta”.

La Colonia era una sociedad oral y aural (de escucha), pues el analfabetismo era imperante. Así, el rumor era importante para mantener la buena reputación de una persona o para cohibir y penalizar ciertas conductas mediante el escarnio. En este caso, Juana Garcés aprovechó cada oportunidad que tuvo para hablar mal de Ana y acusarla de que quería enyerbarla, casi como si esto pudiera revertir el mal o hacer cambiar de parecer a su esclavizada: “En esta ciudad ha oído decir públicamente que la enfermedad de la dicha Juana Garcés son yerbas”, reportaba Juan Ignacio Moreno el 13 de junio de 1669. Juana, incluso, había solicitado al liberto, Pedro Bazán, que le pidiera a Ana que dejara de hacerle daño: “Y por el conocimiento que tenía de ella le dijese y aconsejase la curase, y que en el discurso de esta conversación entró la negra y se alborotó […] y este testigo volvió en la noche a buscar a la negra, y llamándola para hablar con ella se alborotó más y le dijo que qué quería, que la dejase, que no era bruja […] y dicha negra salió huyendo”, narró Bazán.

Testimonio de Ana Mandinga ante el alcalde de Santa Fe de Antioquia el 17 de septiembre de 1669. Foto: Jacqueline Gutiérrez.

Me han de comer los gusanos

Juana desconfiaba de Ana y la apartó de su lado. Veía en esa mujer africana la encarnación de sus males y a las yerbas que había usado, como ponzoñas. Empezó a dormir rodeada de velas y faroles, acuartelada con trancas y seguros, y tomó a Victoria, una mulata esclavizada, como su nueva confidente. También visitaba asiduamente a su hermana Margarita y a su cuñado Antonio, como si la compañía pudiera paliar los supuestos efectos herbolarios de Ana. Sin embargo, se despertaba en las noches sobresaltada, creyendo que Ana se colaba subrepticiamente a su aposento para sobarle el brazo y matarla a cuentagotas. Esta idea se reforzó a principios de 1669, cuando Juana empezó a expulsar gusanos. “Curando Ana a la dicha enferma por yerbas, resultó echar por el pecho izquierdo, por el pezón, cinco gusanos, que los dos de ellos los sacó la dicha Juana Garcés y los otros parecieron pegados en la camisa. Y por el pescuezo por donde reventó, salieron otros tres gusanos blancos, muy delgados, y los del pecho tenían las cabezas coloradas como un carmesí”, relató Margarita Garcés.

En ese sentido, desde el 12 de junio de 1669 el alcalde de Santa Fe de Antioquia, Miguel Martínez Vivanco, había abierto investigación contra Ana Mandinga. “A mi noticia es venido que Ana, negra esclava de Juana Garcés, es yerbatera y usa hierbas venenosas y que habiendo muerto con ellas según es público y notorio Juan de Castañeda, su amo, ahora de presente tiene emponzoñada a Juana Garcés, su ama, con un brazo y un pecho tan hinchado, que es deforme; y la susodicha en gran peligro de la vida. Y porque semejante delito no quede sin castigo, por lo que toca a la vindicta pública y que a otros sirva de escarmiento, debo de mandar y mando se haga información sumaria sobre el caso referido”.

De hecho, este “gran peligro de la vida” se materializó un mes después, el 14 de julio de 1669, cuando Juana murió tras estar cuatro meses postrada en cama. Falleció en casa de su hermana, quien la asistió durante su enfermedad. “Y preguntándole esta declarante lo que sentía, respondió que la negra le había muerto como lo vería, y a medio día se le quitó el habla y murió”, añadió Margarita. Juana Garcés murió sin hijos y fue amortajada con el hábito de San Francisco, como era costumbre en ese tiempo para pasar a la otra vida envuelta en ropas de humildad.

La yerbatera

Tras la muerte de Juana Garcés, el alcalde ordenó encarcelar a Ana Mandinga mientras se adelantaban las averiguaciones. En principio, los testigos replicaron las acusaciones que Juana había dicho en vida: el episodio de los ajíes y el apostema, los gusanos y hasta la curiosa coincidencia entre la promesa de Ana y la posterior muerte del amo. Todo apuntaba a una sentencia por yerbatería, agravada por la muerte de los dos amos. Ya existían varias leyes para perseguir la curandería y yerbatería en América. En el Libro 5°, Título 6, Ley 5 de la Recopilación de Leyes de las Indias se lee: “Mandamos que no se consienta en las Indias a ningún género de personas para curar de medicina, ni cirugía, si no tuvieren los grados y licencia del Protomédico que disponen las leyes”.

Los españoles castigaban a curanderos y yerbateros afro e indígenas porque no se fundamentaban en principios médicos de Galeno o Hipócrates, pero sobre todo por sus relaciones mágicas y espirituales con la naturaleza. “La yerbatería no era considerada como método curativo legítimo, dado que en algunas ocasiones se consideraba un pharmakon, que hacía las veces de remedio y ponzoña”, explica el historiador Juan Sebastián Ariza en ¿Remedios o ponzoñas? Aproximación al uso de la yerbatería como método curativo en el Nuevo Reino de Granada durante el siglo XVIII.

Por otro lado, la delgada línea entre curandería, yerbatería y hechicería podía hacer que se pasara de una mera amonestación, multa o un par de días en prisión, hasta un auténtico proceso en el Tribunal de la Inquisición en Cartagena, con todo y auto de fe y abjuración de pecados. Vale traer a colación el famoso caso de las llamadas “brujas de Zaragoza”, en el que las esclavizadas Leonor Zape, Guiomar Bran, Polonía y María Linda Mandinga fueron acusadas de brujería y hechicería por la Inquisición entre 1618 y 1620. Ya las leyes españolas y la Iglesia habían cerrado filas contra lo que ellos consideraban herético, en principio, con las campañas de extirpación de idolatrías contra los indígenas, en las que se persiguió a chamanes y sacerdotes tradicionales con el fin de erradicar los últimos vestigios de las religiones amerindias, pero también evangelizando a los africanos traídos forzadamente a América.

“La medicina que les da cualquiera, aunque sea compuesta por encanto, hechizo o arte del demonio, sin el menor reparo se la toman si les da esperanza de sanar”, se quejaba el Catecismo del Concilio de Trento de mediados del siglo XVI. Mientras que en el Libro 6°, Título 1, Ley 35 de la Recopilación, se lee: “Contra los hechiceros, que matan con hechizos, y usan de otros maleficios, procederán nuestras Justicias Reales”.

En ese sentido, Ana Mandinga debió estar muy angustiada, pues las acusaciones que pesaban sobre ella eran muy graves, al igual que el castigo que podría esperarle. Al haber vivido en Cartagena, es posible que hubiera visto o escuchado sobre la Inquisición y la suerte que les esperaba a las personas acusadas de hechicería.

Interés, cuánto valés

En el proceso Ana fue interrogada por el alcalde de Santa Fe de Antioquia y negó cualquier conocimiento en yerbas o cualquier intención de dañar a sus amos: “No le hizo daño ninguno a su señora, aquí delante de Dios […] y no sabe de yerbas ni usa de ellas”, mencionó. Sin embargo, el alcalde la dejó en prisión.

Ante la muerte sin hijos de Juana Garcés, sus herederos fueron su hermana Margarita y su cuñado Antonio Flórez. En tanto ellos recibirían los bienes de la difunta, Antonio intentó rebatir el encarcelamiento de Ana, pues era una oportunidad lucrativa. “Mi mujer dio querella contra Ana Mandinga, negra esclava que fue de la dicha Juana Garcés, sobre algunas sospechas de su muerte, y porque todas han salido inciertas […] y porque no hay ni resquicio de culpa contra la dicha negra Mandinga por donde valga ser castigada […] y a esto no me mueve otra cosa más que la caridad y compasión de la dicha negra que padece en la cárcel pública […] a vuestra merced pido y suplico se ha de servir echarla de la prisión, por ser cosa piadosa”, pedía al alcalde en octubre de 1669.

Como pesaban acusaciones contra Ana Mandinga, se requería de nuevos testimonios que cambiaran la balanza a su favor. Por tanto, Rodrigo Arias, defensor de los bienes de Juana Garcés, presentó como testigos a cuatro mujeres (Felipa, Bentura, Potenciana e Isabel) que habían vivido con ella en Cartagena como esclavizadas de Mariana de Herrera. Todas coincidieron en que nunca la vieron usando yerbas: “No se le sintió ni sabe que tuviese defecto de yerbatería ni bruja ni otra cosa mala”, afirmó Isabel el 25 de octubre de 1669.

El 8 de noviembre, el alcalde Martínez aceptó las declaraciones de los nuevos testigos y sentenció que: “Atento a la que de oficio se siguió no resulta por ciencia cierta ni evidente delito contra Ana Mandinga […] y da por libre a la susodicha y véndase con los demás bienes de Juana Garcés”.

Entre abril y mayo de 1670, Lorenzo, negro pregonero, recorrió las callejuelas de Santa Fe de Antioquia pregonando el remate de Ana Mandinga, buscando posibles compradores. Finalmente, fue vendida a Bartolomé de Aguiar por 220 pesos de oro de a veinte quilates.

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Juana Garcés bien pudo enfermar de una parasitosis: de ahí los abscesos, los ardores, la inflamación y los gusanos. No obstante, su concepción del mundo estaba mediada por su época, una sociedad católica y ultramontana, que igualmente creía en el universo místico de maleficios, brujas y demonios. Ana, en tanto mujer esclavizada, fue el chivo expiatorio para canalizar los temores y supersticiones de su ama, pero también de otros blancos temerosos, rodeados de una naturaleza desconocida y unos subordinados que los rebasaban en número y que en cualquier momento podían sublevarse.

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