En el olimpo tripero parecen ser más apreciados los líderes de tribuna que los propios jugadores. A Timoteo Griguol, el DT gimnasiero por excelencia, se le recuerda sobre todo por su espíritu pedagógico, una suerte de figura paterna dentro de la institución. El Viejo le dicen. Y en muros y banderas se replica un rostro tan icónico como el del Loco Fierro: el de un platense ilustre al que la hinchada blanquiazul define como “el tripero que más sabía del corazón”. René Favaloro, me explican, no es simplemente un médico importante que nació y creció en las calles de El Mondongo y que siguió al Lobo toda su vida. Favaloro inventó la técnica del bypass coronario, su trabajo, replicado en todo el mundo, cambió la medicina del corazón para siempre.
El humanista que a través de su fundación operó a miles de argentinos y jubilados, “gente que no tenía un mango”, decidió terminar con su vida disparándose en el corazón. El suicidio ocurrió menos de un año antes del estallido social del 2001. Con ese disparo, Favarolo le enviaba un mensaje a la Argentina convulsionada y hambrienta de Fernando de la Rúa y a todas las argentinas por venir. Una de las tribunas del Zerillo lleva su nombre.
—¿Conociste el estadio de los putos? —me pregunta un veterano tripero de Los Hornos que encuentro fumando sobre un viejo eucalipto derribado por una tormenta.
Rubén se refiere al estadio UNO de Estudiantes, una mole de cemento que se levanta en los límites del Bosque, no muy lejos de los recovecos y senderos triperos que nos rodean. En su arquitectura mínima, que se despliega como un gran contenedor, resplandecen vitrinas de tiendas y restaurantes temáticos. Aerografías a gran escala de la copa del mundo que ganó el club en el 68 decoran su costado más occidental, el que mira a la ciudad. Juan Sebastián Verón, enemigo público de Diego desde que jugara bajo su dirección en la selección argentina del mundial de Sudáfrica, se ha encargado de llevar el club a las arenas del mercado global. Desde el inicio de su administración, en 2018, su gestión parece anticipar los destinos del fútbol argentino y sus clubes, el callado triunfo del capital privado sobre el patrimonio colectivo.
—¿Alto estadio, eh? —continúa Rubén—. Han ganado todo los putos, ¿viste? Intercontinental, libertadores… Pero aquí en el Bosque mucho no los ves. Son unos culorrotos esos.
El tripero que va trajeado con la ropa deportiva del club, todo azul marino con franjas blancas y zapatillas deportivas blanquísimas se yergue sobre el tronco muerto y me lleva al día que Diego fue presentado como director técnico del Lobo. Aquel mítico día en el Zerillo. Rubén describe las hordas de triperos que esperan desde la noche anterior en carpas y campamentos. Hay hinchas mimetizados de River y Boca. ¡Hasta los putos están! Largas filas de camiones con equipos de transmisión esperan junto al estadio. Hay equipos de periodistas de todo el mundo. Adentro, hay más fotógrafos de los que Rubén haya visto jamás en un partido. Más que esa vez en el San Paolo, recuerda, cuando una muralla de cámaras recibió a Diego el día de su presentación oficial en el Napoli. ¿Te acordás de eso, vos?
Rubén continúa: Diego llega al Zerillo hasta después de mediodía. Cuando se acerca al estadio, pasa algo. La tribuna de sesenta tiene espacios entre las gradas, como rendijas ¿viste? Maradona entra por uno de los accesos que están sobre ese costado del estadio y la gente se agacha a mirar. Se inclinan, de espaldas a la cancha. Son miles de hinchas, recuerda Rubén, y lo único que se ve son todos esos culos y espaldas y ni una sola cabeza. Rubén suelta una carcajada que es puro humo. ¡Como musulmanes en la meca, guacho!
Cuando finalmente Diego aparece en la cancha, el estadio sembrado en el corazón del Bosque platense parece venirse abajo. Camina saludando, pero no se detiene. Continúa hacia el otro extremo, hacia la barra de La 22. Estallan bengalas, explosiones, los cánticos se inflaman entre una humareda azul. Entonces, a unos pocos metros de la malla, se detiene. Rubén imita el gesto que hace aparecer la pelota y sostenerla sobre la mano abierta. Y luego esa misma mano la eleva y la ofrece a la horda tripera.
Ya he visto antes la escena en fotografías y videos, es un momento idílico, pero cuando Rubén reproduce la acción encima de ese árbol muerto, en su mano alzada no veo un balón, veo algo que se hincha y palpita.
Gimnasia estaba en el fondo de la tabla de posiciones del torneo profesional cuando Diego llegó al Bosque. La campaña del 2018, con Pedro Troglio en la dirección, había dejado, una vez más, el sinsabor de un subcampeonato. Desde entonces el rendimiento del equipo se había ido a pique. El fantasma del descenso a segunda, una realidad en 2011, tocaba nuevamente a la puerta del club. Un Diego optimista se propuso mantener a raya la deshonra y alentó a las jóvenes almas tan bien como pudo. Para el recuerdo quedan las propinas que repartía en camerinos antes de cada juego y sus consejos no tanto técnicos como paternales. A Diego le interesaba la relación de los jugadores con sus madres. Hablaba constantemente de la suya, doña Tota y lloraba con facilidad. La figura de un segundo y casi anónimo DT suplía las constantes irregularidades. Por aquellos días Diego era una persona altamente medicada.