““Hansel, Hansel, Hansel”, me decía mi hermanita Gretel con los ojos encharcados, “no veo a mamá, ¿dónde está?, ¿dónde está?” Era como si una de esas callejuelas artríticas de la ciudad se la hubiera tragado de repente. Pensé que la encontraríamos rápido porque no debía estar lejos y con eso en mente traté de calmar a mi hermana, pero lo cierto es que conforme pasaba el tiempo nos perdíamos más”.
Hansel y el dolor de estómago que duró veinte años.
Juan David Vélez, 2014.
La casita de chicles
Por GABRIELA PUPO
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No es solo su presencia arisca y algo retadora lo que se comprende sin ver su cara. El conjuro está en el castillo de Chiclets amarillos sabor a menta, rosados sabor a tutti frutti, rojos sabor a canela, y verdes sabor a yerbabuena. Sandro Esneider me invitó a ser partícipe de la construcción del castillo de chicles, era un balde más grande del que usaba antes. Levantó una bolsa negra y sacó por lo menos 500 cajas de chicles. Empezamos a erigir el castillo. De repente, veo la cicatriz que empieza en su cuello y finaliza al inicio de la clavícula. No hice nada, seguí en el proceso. Las cajas de chicles que estaban abiertas por el maltrato de la bolsa no servían para vender, Sandro Esneider me tiraba las cajas inútiles y realizaba una mofa de que me comiera los chicles. No teníamos el balde ni a la mitad, y mi boca era una piedra de goma con sabores intercalados. Iba en subida el castillo, Sandro decía, entre su mirada lejana en el limpiavidrios de la cuadra, que él es un artista y por eso vende. Nadie más ha tenido la idea de su arquitectura, la gente se detiene a ver el balde, y después de unos minutos de contemplación, terminan comprando alguna caja. Sandro me lanzaba más cajas abiertas, yo las recibía como una orden. Las manos de los dos se chocaban dentro del balde y parte de la construcción se caía al suelo, un camino de migajas pegajosas para las hormigas. Cuando pudimos finalizar la muralla, solo quedaba por llenar la parte central, Sandro me miró con cierta complicidad y volteo la bolsa negra dentro del balde, sin ningún orden, dijo, que realmente lo importante era la parte de afuera, se debía ver arreglada, lo que iba por dentro era irrelevante, nadie lo ve. La torre del homenaje, la punta, el techo triangular, fue lo más difícil, debíamos encontrar el equilibrio para que ninguna caja cayera. Sandro se levantó, estuvo al frente del balde unos minutos observándolo como a una escultura, acomodó algunos chicles, y finalizó estirándome otra caja de chicles. Ese día me fui a casa con un inicio de gastritis, dolor en la mandíbula y algunas caries nuevas.