Número 140 // Julio-Agosto 2024

Como basura del viento

Por FELIPE RAMÍREZ
Ilustración de Mariana Parra

Estaba en el Trampolín de la Muerte. Así le llaman a esa carretera estrecha, serpenteante y llena de abismos, donde se juntan las tres cordilleras de Los Andes. Era la una de la tarde. La neblina descendía por las montañas, casi tocaba la trocha. Quizás por eso es que esa carretera tiene tantos muertos encima, porque la niebla cubre los vacíos, como si estuviera tendiendo trampas.

Bajaba en la moto esquivando piedras. Tenía afán porque parecía que iba a llover y las cascadas que atraviesan el camino podrían desbordarse, aflojar rocas gigantescas y causar derrumbes. Pero por adelantarme a un camión que levantaba un polvero de la trocha y no me dejaba ver, aceleré mucho y me tragué un hueco. La cadena se soltó con violencia y bloqueó la llanta de atrás. Derrapé un poco, pero de pura suerte no me caí.

No me preocupó quedarme varado en la mitad de la nada porque siempre he sido muy de buenas. No más las últimas tres semanas las pasé tomando yagé en la Laguna Encantada, en el Valle de Sibundoy. Tres semanas en las que me regalaron la comida y me ofrecieron dormida en varios parches. La última noche, hasta abrimos una maloca nueva; un taita me invitó. El abrazo cálido de la medicina y de la gente me infló el espíritu. Me fui dispuesto a lidiar con lo que fuera.

Divisé el panorama sentado en la moto. El monte estaba tupido y sereno, solo había una casita bien abajo de la que salía humo. No cargaba herramienta. Todo lo que podía hacer era echar dedo a los camiones que bajaban. Y al rato, uno paró.

—Quiubo, muchacho, ¿se varó?

—Sí, se me enredó la cadena.

—¿Para dónde va? ¿Lo llevo?

—Voy pa Mocoa. 

—Yo voy hasta Villa Garzón, ¿le sirve?

—Uh, claro.

—Pero voy con unos muchachos, ¿no importa? —dijo el camionero mientras abría bien los ojos y señalaba para atrás.

—No importa, de una. Vamos.

El señor parqueó, abrió las compuertas y gritó que le ayudaran. Los muchachos, unos barristas del Nacional. Antes de que se me ocurriera cambiar de parecer, ya habían encaramado la moto. Eran ágiles, ni siquiera les incomodó la maleta y la guitarra amarrada a la parrilla. Uno de ellos aprovechó para bajarse a vomitar. Cuando la aseguraron con una soga, el camionero dijo:

—Ojo pues, me cuidan al pelado. No le vayan a hacer nada.

Me eché la bendición. Calculé mal que nos íbamos a demorar tres horas descendiendo. Ellos eran seis: cinco hombres y una nena. Venían de Pasto de ver jugar al verde. Tenían entre veinte y veinticinco años. Menos uno, el que supe que era el alfa; ese estaba un poco más viejo, más tallado por la vida. Venían recochando, riéndose, insultando al mundo, parchando. Excepto el que había vomitado, que estaba en un rincón, tirado.

Me preguntaron quién era, de dónde venía. Yo les dije la verdad. Tal vez bajaron la guardia por la guitarra. Uno de ellos la soltó y me la pasó. “Toque”, me dijo. Como yo solo sé de música medicina, eso fue lo que empecé a cantar. Pero les aburrió. Me pidieron que mejor tocara cumbias.

La energía lentamente se puso densa. Sobre todo, porque a cada rato un negro grande me miraba rayado. En un descuido entre canciones, logré sacar el celular del bolsillo y meterlo en el estuche de la guitarra. Cuando se cansó de la música, y supongo que irritado por las curvas y los saltos, el Negro gritó:

—Yo a usted lo conozco, yo a usted lo he visto. ¡Uh!, usted es del Medellín, ¿no, gonorrea? 

Yo, pa colmo de males, tenía un gorro rojo.

—Esa cara, yo la reconozco. ¡Uh! Usted es del Medellín. Muéstreme los tatuajes.

Me lo decía sonriendo, con malicia. Yo le dije que no tenía tatuajes de fútbol.

Pa calmar el asedio del Negro, me subí las mangas de la chaqueta y le mostré los brazos. Pero el man me la hizo quitar pa pillarme la espalda y el pecho. Hasta me hizo bajar la sudadera. Seguía insistiendo que me reconocía. Me miraba a los ojos para quebrarme. Pero yo se la sostuve tranquilo.

—Yo sé que usted tiene el trapo ahí —y señaló el bolso.

—¿Qué?, ¿cuál trapo? —le dije.

—Ay, donde tenga el trapo. Si tiene el trapo, me toca echarle candela a la moto.

—Parce, yo no tengo ningún trapo. Si quiere revise.

—Pues sí, me va a tocar revisar.

El Negro empezó a buscar la bandera del Medellín en el bolso. O eso fue lo que se inventó pa mirar lo que traía. Mientras tanto, todos miraban indolentes y socarrones. La escena era el cortejo de un robo. Me estaba atracando, pero no lo hacía directamente sino por medio de un cuento. Quería tramarme. Claro, tenía horas pa jugar conmigo, pa matar el aburrimiento del viaje. Por eso me sorprendí cuando el alfa dijo:

—Deje al chino sano.

—Nada, yo tengo que revisar. Ese tiene un trapo.

—No, deje al chino sano que él no está haciendo nada.

La tensión desapareció cuando el Negro volvió al rincón. Después de un rato, sentí que a su manera me estaban recibiendo en la manada. Y empezaron a conversar entre ellos y conmigo; ya no interrogándome, como antes, sino en buena onda. Contaron historias de cuando se enfrentaban con los de los otros equipos a machete. De cómo conspiraban en los pueblos y ciudades: solían pedir plata para ver al verde, o entraban a negocios y se volaban sin pagar. Si alguien daba papaya, lo atracaban y vendían las cosas en el camino. Hablaron de otros piratas muy reconocidos a los que ellos les tenían respeto por lo bandidos; y también, por lo lejos que viajaban para ver al equipo. El alfa hacía poco había estado en Brasil.

Eran de Bogotá, de la Costa; el Negro, de Armenia. Solo yo había nacido en Antioquia y era el único al que no le interesaba Nacional. Se reían de sus historias mientras rotaban un porro pequeño. Menos el alfa y la nena, que metían perico. Me preguntaron si yo tenía plata o yerba y les dije que no. Al rato, el Negro me miró rayado otra vez. En sus ojos yo era una presa servida a la que solo le faltaba un mínimo de putrefacción. Y le echó un ojo a mi tula.

—¿Qué tenés ahí, gonorrea? Ahí tenés el trapo, ¿cierto? No lo tenías en la maleta sino en esa tula.

—Parce, yo no tengo nada.

—¿No?, apuesto que ahí lo tiene.

—No tengo nada.

—Démela —gritó.

Tenía pinta de que me la iba arrebatar y se la tiré. Vio que tenía unos tabacos, un bolso chiquito con esencias para aromatizar las ceremonias de yagé y protegerme en la chuma. Manoseó mis escapularios, las oraciones, mis collares, los cuarzos. Estaba curioso, aunque tranquilo. Pero cuando vio que en una bolsita cargaba un cogollo de yerba, al Negro se le encendieron los ojos de ira.

—¿No que no tenías, pirobo? ¿Qué más mentiras estarás diciendo? ¿Qué más tenés?

Guardaba ese moñito como una ofrenda a la Virgen María, era una especie de ayuno con el que le demostraba que yo ya no fumaba por carencia sino por voluntad.

Que les hubiera dicho mentiras contagió de indignación a los demás. Esa era la caída que el Negro había estado buscando para demostrarles que yo no era uno de ellos. La energía de camaradería que estaba fluyendo, desapareció. Agarraron mi maleta y regaron la ropa en el camión. Como los carroñeros que eran, se lanzaron sobre todo. Uno cogió mis botas, otro, una pantaloneta. Me hicieron quitar la sudadera verde que tenía puesta; me tocó ponerme un pantalón sucio y roto. Se salvó una ruana que me gustaba mucho porque era roja.

Cuando terminaron, el Negro dijo:

—Recoja todo.

—¿Sí ve, chino, por podrido, pa qué se pone a decir mentiras? Si desde el principio usted decía que tenía bareta, no le habría pasado nada. Aprenda a ser honesto en la vida —dijo uno de los más jóvenes.

El Negro me entregó la tula y rascó la yerba. Yo me disculpé con el cogollo por dejar que esos espíritus tan infames se lo fumaran. Más o menos íbamos a mitad del descenso. Empezó a llover y tocó bajar la carpa. Quedamos en penumbras. Se intensificaron los olores. Olía a miaos, a banano estripado, a polvo del camino, a papa rancia, a bareta, sudor y perro mojado.

Ahí el Negro dijo que meras güevas que no revisaron todos los bolsillos de la maleta, a lo mejor escondía plata. Y volvieron a sacar todo, uno de ellos hasta desenrolló el aislante. Cuando vieron los machetes camuflados, gritaron eufóricos.

Meros machetes los que carga este pirobo.

—¿Sí pilla que usted es del rojo?, ¡vea, tres machetes!

—No, yo soy malabarista. Trabajo en los semáforos. Viajo haciendo malabares.

Sin creerme del todo, siguieron esculcando la ropa, les metieron mano a los bolsillos de las sudaderas, de los pantalones, se tiraron mis bóxer entre ellos. Estaban en la bufonería más grotesca, me sentía humillado. No sabía qué hacer, ni decir. Volví a recoger la ropa. Solamente un par de cosas me daban ánimo: que no me pillaron la plata y que tenía el celular a salvo en el estuche de la guitarra.

—Ey, pelao, présteme la chaqueta. Tengo frío —dijo el Negro.

—No. Vea que ya vamos para Mocoa, cuando lleguemos se le quita. Allá hace mucho calor —le dije, intentando salvarla.

—No, es que yo tengo frío ya. Préstemela.

—No, parce, a lo bien que…

—¡Pásela! —gritó con tono de que después vendrían golpes.

Cuando se la puso, metió las manos en los bolsillos. Estaba buscando plata, pero no la iba a encontrar porque yo tenía los billetes en la nalga. Aunque sintió un papel. Era un recibo de una luca que me habían consignado.

—Hijueputa. Retiraste cien lucas hoy. ¿No que no tenías?

Y otra vez se indignaron entre todos. Me decían que mero marica tan mentiroso. Que me iban a tener que empelotar, que la plata pues, que si no era por las buenas era por las malas. El Negro se paró y movió el tanque de la moto.

—Póngale que usted le echó treinta mil de gasolina, y luego se pegó su buen almuerzo de quince lucas. Mínimo debe tener 65 mil, pélelos pues.

—Viejo, ya me los gasté.

—A este va a tocar amarrarlo y llevarnos la moto.

En ese momento se levantó el tipo que venía mareado, el que todo el tiempo estuvo en un rincón durmiendo. Y dijo:

—Revísele la guitarra. Una vez atracamos a un gringo y tenía toda la luca ahí.

Yo no se la quería entregar, pero el Negro se paró a pegarme. Entre él y el alfa la recibieron. Tantearon el estuche por todo lado. Cuando el Negro sintió el celular, me sonrió sin quitarme la mirada y se lo encaletó sigiloso. Pero el alfa se la pilló, como si hubiera olfateado la energía.

—Deme lo que se encontró, pirobo —le dijo.

Lo intimidó con la sola voz. El Negro agachó la cabeza como un perro menor y le dio el celular. El alfa desenvainó el machete, me llevó pal rincón y me puso la punta en el estómago.

—Desbloquéelo, carechimba, desbloquéelo.

Me tocó darle la contraseña: uno, uno, uno, uno. Me llené de miedo porque sabía que les iba a pedir plata a mis contactos. Además de preocupado y aburrido, ya venía mareado. El alfa entró a WhatsApp y leyó mis conversaciones sin afán. Cuando vio el mensaje de mi papá preguntándome si había recibido la luca, me dijo:

—¿Sabe qué, chino? De buena onda, nosotros le pasamos los machetes pa que trabaje, y le dejamos la guitarra y la maletica, pero pásenos la plata. Hágale por la buena. Nosotros sabemos que usted tiene. Ya no invente más.

La saqué. Tenía noventa mil. Pude darles menos, pero a esa altura ya estaba tan humillado que no me importaba si me dejaban sin plata, sin maleta, sin moto. Me pisotearon tanto el espíritu que sentí desprenderme de todo. Ya no quería nada para no tener que volver a pasar por esas. Se las di y celebraron. El alfa me dio los machetes.

—Vea, chino, que nosotros cumplimos.

Se repartieron la plata y siguieron contando historias. Luego de que me habían escurrido la materia y el espíritu, entramos a la pavimentada.

—Ojo pues con decir algo, que me toca cortarle la lengua.

Cerca de las siete, llegamos a Villa Garzón. El señor del camión paró al frente de unos talleres. Los barristas me ayudaron a bajar la maleta y la moto. Se querían despedir, me ofrecieron hasta la mano. Luego, se fueron entre risas y burlas.

Soplaba una brisa húmeda, más tarde nos alcanzaría la lluvia de la montaña. Pensé en ir al comando y pedirles a los tombos que me ayudaran a recuperar el celular. Si me atendían, cosa que dudaba, podrían encerrarlos unas horas. Luego, claro, los dejarían ir, porque son un encarte, carroñeros soportables únicamente porque no se enquistan, no se quedan en ningún lugar. Cerré los ojos. El espíritu del yagé ya no estaba dentro. Me sentí solo y anónimo. Vacío. Como basura en la calle arrastrada por el viento.