Número 140 // Julio-Agosto 2024

Tú sí, tusi

Por ANDRÉS RESTREPO GÓMEZ
Ilustración de Titania

Mi fantasía es sintomática de mi soledad: siempre he querido seducir a una mesera. Intercambiar miradas de la caja a la mesa, pedir un teléfono, fugarnos al baño.

Todo lo anterior sin elipsis, conectores, ni coquetería. Así, tal cual, en tres movimientos, con la causalidad perfecta de una peli porno: de las miradas al baño (el número de su teléfono en el portavaso sería apenas una delicadeza: el souvenir que justificara la anécdota). En mis fantasías más inconfesables, todas las meseras terminan su turno cuando yo estoy a punto de irme y todas las mozas tienen libre al día siguiente.

Luego iríamos a otro lado, por supuesto, por helado. Nos aprenderíamos nuestros nombres recién al tercer polvo y comeríamos fideos con oliva porque, al no tener planeado llevar a nadie a casa, ninguno habría ido al supermercado.

Y ojalá fuera fea. (Irme con la fea, ese apetito discreto). No cabe duda de que es menos peyorativo —al menos por abstracto— decir la fea en lugar de decir la gorda, la enana, la renga o la retrasada. Eso sería capacitista (como les gusta decir a los de mi generación). La fea es un juicio subjetivo (como les gusta decir a los de mi generación) y a la vez tan unánime como el olor a humedad de un trapo húmedo.

Quién sea el feo o la fea de un grupo es irrelevante. Que tire la primera piedra quien no separa en conjuntos a su economía libidinal con esa primera división estética. El deseo, por supuesto, es misterioso, mayormente contrario a aquella aritmética. Yo mismo habré sido el feo elegido por paradoja estadística. Luego llega un Jean Paul Belmondo y te da vuelta el paradigma. Moraleja: lo importante es la actitud. Lo importante es la autopercepción (como les gusta decir a los de mi generación).

Lo cierto es que mi metabolismo depredador no se activa en los boliches o en las apps de citas, donde corresponde, sino que me asalta en la vigilia, con el sol en la nuca y los engranajes del mundo en impasible funcionamiento. Y es que el dealer de tusi, de quien pienso hablar a continuación, a pesar incluso de lo que yo creyera y quisiera, no había llegado a empomarme ninguna herida ni a abrevarme ninguna sed debido a la propia previsibilidad del encuentro; circunstancia solo comparable con la satisfacción desabrida del pescador que pesca en un cultivo de truchas.

Se trata de una ansiedad sexual distinta: la de estrellarme contra otro cuerpo —no cualquiera, sino uno insospechado— con el mal del animal y la inercia alienada del día. Se trata de amanecer en la cama de un barrio que nunca visitaba; jadear sobre los colmillos de un extraño; dejarme ver en la última ropa interior que hubiese elegido para desnudarme frente a alguien.

En todo caso, hay que decirlo, no preciso en específico de una mesera (de un mesero, de une mesere —el género es irrelevante—), aunque sí que resulta excluyente, para las condiciones dramáticas de mi fijación erótica, el arrebatar a un obrero de su jornada de trabajo.

Y ojalá sucediese durante el trabajo, más vale, con el cemento mezclándose y la banda elástica corriendo inexorable, pero también me habría gratificado con concretar un encuentro en el almuerzo, en los pasillos, en los orinales. Acaso en el transporte público, a pesar de que, en los tiempos que corren, resulte más ingenuo cumplir el sueño de tener una conversación interesante en el colectivo que la fantasía del plomero raudo que te empala sobre el comedor y, de paso, arregla la gotera.

La ansiedad va más allá. He llegado a fantasear a lo lejos, hasta casi la erección, con espaldas, tobillos, caderas, cabellos de quienes resultaron ser sesentonas juvenilmente vestidas. Y si me apuran hablo de las cortinas que entrecerrando los ojos se vuelven polleras, o de los maniquíes voluptuosos que me sonríen en la cuadra del frente.

Pero todo esto es solo una paja alambicada para presentarme como un heterosexual fastidioso (o un paqui, como les gusta decir a los de mi generación) y prologar así la anécdota de cómo me culeó un dealer de tusi en una piecita del barrio Lourdes. En realidad, el asunto resultó tan sencillo como volver a decirlo: un dealer rubio teñido (¿ibaguereño?) me abrió el culo en una piecita de pensión sin ventanas —tenía una lámpara de lava (hay que decirlo, por amor a la verdad)— en el barrio Lourdes de Bogotá.

Nunca me gustaron las historias de despertares sexuales y menos mal esta no es una de ellas. Decir que ninguna categoría ontológica se me movió, ninguna identidad afloró de mi desfloración, y en cambio todo resultó de ahí en adelante más natural que la naturaleza.

Esa noche me había rechazado Camila. O, más que rechazarme, me había postergado. Me dio un beso divino. Pero era un beso de despedida. Ante mi insistencia de que se quedara otro rato, corrió hacia su Uber y me dejó solo —embadurnado en glitter— en esa discoteca queer que nos habían recomendado.

Ahora bien, volviendo a la moza (que se parece a Camila): la menciono solo por verla, justo ahora, mientras escribo sobre el dealer de Lourdes. La menciono, deseo e invoco, aquí, en la mesa más retirada del Bar de Cao, en Buenos Aires —a 6800 km de Bogotá—, solo para constatar la ductilidad clasista de mi objeto de deseo. La moza es ronca y culona y un poco fea, y se descascara con los dientes el esmalte barato de las uñas. Es perfecta.

Estoy bastante seguro de que ya me acosté con más mujeres que mi padre (asumiendo que ha sido devotamente fiel a mi mamá). Quizás también con más mujeres que mi tío, a pesar de su soltería. Sin embargo, todavía mucho menos de lo que la generación de ellos desvivió y amó. “Tenés que sacarte la leche”, escuché decir a mi roomie por teléfono, aconsejando a un amigo suyo que tenía el corazón roto. Me falta una asiática, una negra. De las argentinas ya me hice una idea, pero aún no he tenido chances de salir con una chica del Conurbano. Solo por fonética, me encantaría culearme a alguien de Berazategui, de Banfield o de Hurlingham.

De todas maneras, si lo pienso por oficios, me muero por conocer, por ejemplo, a una costurera. Una costurera de Merlo que me dé un soplo de su franco, entre las doce y quince horas que trabaja, hacinada y reventada, cosiendo camisetas de la selección Argentina. O una empleada de papelería en Avellaneda, bien piernona (monotributista, por supuesto), que diseñe logos de quioscos y collages de baby showers. Acaso una fiambrera de Quilmes, una celadora de Tigre, una vendedora de zapatillas de Lanús. Cualquiera de ellas, por favor, cualquiera, fuera de la General Paz.

El paladar en el que me enebro es tambaleante; pero vibra. Creo que un narrador con este nerviosismo sexual será la solución despersonalizada y momentánea de mi propio nerviosismo. Como dice Camus en una entrada de su diario de 1945:

“Me ha costado diez años conquistar lo que hoy me parece inapreciable: un corazón sin amargura. Y como tantas veces ocurre, una vez superada la amargura, la he encerrado en uno o dos libros. Así, siempre seré juzgado por esta amargura que ya no es nada para mí. Pero es justo. Es el precio que hay que pagar”.

En mi caso, lo que dejaré aquí, no sin oprobio, será nada menos que mi nerviosismo sexual. Seré recordado por él, así haya alcanzado ya una felicidad célibe. Cuánto querría, en fin, dar con una voz insoportable: del tipo machista queer, digna de Kerouac. Una voz despreciable y, no obstante, impune: una voz a la que no le entren las balas, pues juega a un juego de reglas indiscernibles, oscuras, crispadas (la literatura misma).

Un juego de esos retomaría así el cauce del relato: estaba, entonces, siendo cortejado en un amanecedero gay de Chapinero por el mismísimo dealer de la fiesta. Cortejar es solo una forma de decir que, en su casería nocturna —que, más que a una lanza, se asemejaba a una red de pesca (probar este método en ambientes heterosexuales)—, el dealer eligió mi esquina para lanzarla y tantear suerte con un cardumen taciturno. Luego de preguntarme mi nombre me pidió un beso. O al revés. Y yo le di ambos.

Era un tipo hegemónico (como les gusta decir a los de mi generación). Y ni tanto. Hegemónico, en fin, a la luz de la bola de discoteca. Aprendí que los habitués de las drogas —del tusi y del perico, en particular— llevan su propia cucharita para aspirar. El dealer me dio a probar, gratis, de su propia cosecha con una cucharita dorada que en el mango tenía tallada a Jessica Rabbit. Mi curiosidad fue tal que le pedí a todo el mundo que me mostrara su cucharita. Yo era el único que no tenía. El dealer me prometió que me iba a comprar una cuando descubriera mi animal espiritual.

Llevaba en su riñonera una cantidad ilimitada de sobres con cocaína rosa. En sus largos dedos, de pianista, sostenía simultáneamente la droga y el dinero sin que se tocaran. Durante unas cuatro o cinco horas, fui su princeso. Me ofreció trago, me presentó a sus clientes. Hasta brindó por todos mis proyectos. El momento decisivo, sin embargo, fue cuando estábamos bailando, bebiendo, aspirando, y en la cúspide de un estribillo de pop centelleante, o de un bit de techno a punto de estallar por los aires (no me acuerdo), el dealer me levantó desde las rodillas y me hizo tocar la bola de espejos más gorda de la discoteca. Ahí decidí que quería que me culeara.

Antes de eso, peregrinamos por Chapinero. Atravesé la avenida Caracas al despuntar el amanecer, bajo la custodia del ángel exterminador de los amanecederos bogotanos, cuyo gabán abombado y terrible ahuyentaba a todos los gamines a su paso. Me mostró el circuito secreto de barras libres, terrazas sudorosas, abismos de la guaracha. También me llevó a un lugar que vendía pollo y ron las veinticuatro horas. De ahí, amodorrados, y a punto de que la melancolía de la bajada nos paralizara, fuimos en taxi hasta su pensión.

Jamás militaré a la comunidad. Jamás militaré un carajo de nada, nunca. Pero sí he de decir, por escrito, que el ano es un viaje de ida, y que considero pobres de espíritu a los hombres que ni remotamente han curioseado ese placer.

Hay una escritora TERF (como les gusta decir a los de mi generación) a la que le aprendí el ensañarse en metáforas y en hacer de eso un sistema narrativo. En este caso, no hay mucho de dónde significar hasta el agotamiento. “Tú sí, tusi” habría podido decirle, para elegirlo a él, y a su droga. Pero esa solo sería una invención literaria; bastante simple, por lo demás.

Esta idea, no obstante (no así, pero algo similar), sí la pensé antes de irme con él: “La belleza pertenece a quien la merece y la merece quien la reconoce”. No me refiero a la belleza del dealer, sino a la belleza de los acontecimientos, al engranaje del melodrama. Soy un apasionado del romance: de sus objetos y escenarios. Soy capaz de decir “te amo” solo porque la situación —y no los sentimientos— lo exige como imperativo estético.

No le dije al dealer que lo amaba, pero sí le pedí leche como un carnero abandonado. También me dejé abrazar, cucharear, cobijarme. A mí, que los azulejos del baño me han soportado tanto y tan triste semen, preferí que esa tristeza se derramara sobre un Otro cualquiera.

A la mañana me mostró su laboratorio portátil. En un mismo maletín de cuero le cabían centenares de las bolsitas de plástico, una balanza digital de miligramos, cortadores, picadores, y la propia materia prima. Me explicó que el tusi se elabora principalmente con LSD, ketamina y MDMA, además de un pequeño cóctel de fenacetina y perico. Algunos le mezclan cafeína, paracetamol (hasta talco), pero el tusi de él jamás: era “el más puro de Chapinero”. Para las once a. m., su celular ya estaba saturado de mensajes, no solo de clientes, sino también de inversores. Un tipo le había transferido un millón de pesos para la compra de materiales (el dealer a la noche le daría doscientos cincuenta mil de comisión).

Después, nos bañamos juntos; nos comparamos los penes. Me gustó saber que lo teníamos de un tamaño parecido. No tanto por el común fisgoneo —el que uno por imbécil hace en los orinales—, sino por una idea más romántica de acoplamiento y correspondencia; como si fuésemos de una misma especie y lo antinatural de la sodomía resultara, finalmente, natural.

Yo me quedé un rato más bajo el agua caliente porque hacía muchísimo frío y había que atravesar un largo pasillo desde el baño a su piecita. Me sentía saciado, hasta divertido. Su verga, pensé, tendría un vitral privilegiado en el caleidoscopio de cuerpos que forjo en la ducha. Sin embargo, prevalecía el sinsabor de la previsibilidad del encuentro. Por muy exótico que sonara, al dealer lo había conocido en una discoteca (esa no es una historia). Una discoteca gay, por lo demás, cuya inherente precocidad contaminaba al polvo de un facilismo vulgar.

Cuando volví de la ducha, él se estaba terminando de vestir. Me pidió que le amarrara un delantal a la cintura, con un nudo fuerte pero que pudiera desamarrarse fácil. Para mi sorpresa, el dealer llevaba puesto un uniforme. Un uniforme de Il Forno —restaurante mediopelo, “italiano”, pensado para la clase media colombiana más perezosa que no distingue un sorrentino de un raviol—. Le pregunté lo obvio. Me confirmó que era mesero.

—Pero ¿no vives de vender tusi y perico?

Dijo que sí, pero que no podía decirle eso a su mamá. Además, le gustaba aprender de los chefs. Lo miré con otros ojos, esos con los que, alguna vez, miraré a mi novia conurbana. No era ideal, pero se le acercaba muchísimo. Yo seguía empapado y tiritando. El dealer me secó. Sacudió mi cabello, se inclinó abajo mío y, con toda la delicadeza del planeta, capturó con la toalla las últimas gotas de mis vellos. Supuse que él ya estaba llegando tarde al trabajo, pero no me apuró y dejó que me vistiera lento, recobrando la temperatura al lado del calefactor. Luego me pidió un Uber. Atravesamos en silencio el pasillo de la pensión. Bajamos las escaleras. Me abrió la puerta y me abrió la reja. Dijo que ya estaba pago; no me aceptó la plata en efectivo. Fue ahí, antes de despedirnos (o, mejor, como la despedida misma), que le pregunté:

—¿Me hubieras dado tu teléfono si te lo pedía en un portavaso de Il Forno?

Y el dealer (ahora mesero, en mi corazón) asintió. Me besó. Yo me regocijé y di así por conquistada mi mayor fantasía.