Tres devastaciones
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De “Las Devastaciones”, Lina Alonso. Editorial Matera, 2024.
ONCE DE DICIEMBRE
Con la cara todavía llena de noche
y los ojos violentos por la borrachera
me veo en el espejo con el apellido y la cicatriz intactos.
Tengo el omoplato afuera y una mano quebrada,
tiesa en una férula negra que me deja los dedos
paralizados, inútiles,
me da rabia que no sea una lesión memorable,
así que me retiro de mi propia vista.
Recuerdo de ayer las voces fieras de mis amigos
cantando rancheras, boleros y vallenatos
y me reconcilio un poco con el mundo.
En el baile sudamos los litros de ron y aguardiente que
nos empacamos toda la tarde.
Juré en silencio seguir honrando nuestras conversaciones
aunque nos ignoremos
con alevosía durante años enteros, no importa,
al fin y al cabo siempre nos encontramos en
la humillación imperdonable
de la excesiva intimidad.
Acaricio a mi gata vieja y nos encontramos roñosas,
disparejas, con las motas del sueño aún pegadas.
Reparo en la cara de las mujeres que me evitaron ayer,
me alegro de haber brindado sin rencores.
Después de leer los pergaminos de la ofensa, pensé en
irme un rato del mundo,
silenciar mi interferencia y mi hambre grosera,
borrar un rato mi historia e irme a contemplar
el derrumbe, allá en la región transparente del
error y los jardines de colillas y perros flacos,
volver al Sur, irme a otra ciudad, velar el sueño del
Popocatépetl o solo seguir durmiendo.
Se me entró el rojo y el frío muy fuerte en este
guayabo generoso ahora que paso saliva como
lava.
Mejor echo a andar mientras repito el préstamo:
Otro día perdido
y la eternidad intacta.
BOGOTÁ 6 A.M.
Hay veces que el mundo sucede de un golpe,
una sola afirmación, un solo cabrillazo,
un solo tacazo, seco, sin advertencia,
un golpe seco en la mitad de la garganta,
una realidad aún más irreal que la de siempre.
Y hay gentes que van así, sin poder todavía
descargar el costal de lágrimas acumuladas,
siguen por la calle y dan los buenos días,
aún con el mundo sucedido entre los ojos y la espalda.
CARTA A LA CARRERA DÉCIMA
Hay algo en los perros callejeros que me
conmueve.
Son como niños. Los mandan a la tienda a
comprar el pan: dan pequeños brinquitos por
el camino, miran para todo lado y juegan con
la bolsa y juegan con las monedas en la mano,
es decir, dan coletazos al aire como abanican-
do el ocio y jadean porque sí o porque ven en
su paseo una aventura o algo emocionante que
merece brinquitos, que merece jadeos.
Siempre que veo perros solos en un camino
pienso que son como estos niños, pero no hay
tienda y mucho menos hay pan, buscan un
bocado que no siempre existe; los perros calle-
jeros no tienen padres que los pongan a hacer
mandados, son hijos de nadie y son padres de
muchos, sólo son hijos de sí mismos; van por
los caminos esperando el mandado de la luna,
del hambre, del frío.
Vagabundos, verdaderos vagabundos del
camino.