Brighton Beach, Brighton, Inglaterra.
Exilio voluntario
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Por J.D.R. ORTIZ
Fotografía por el autor
Le dije a Yunior Elías que nos veríamos a las once en el Starbucks en el centro de Newcastle. Me había permitido el lujo de llegar tarde porque no tenía muchas esperanzas en que él apareciera. El día era del tipo habitual en el noreste británico: nubes grises, calles y edificios empapados en lluvia y un frío glacial; supuestamente ya estábamos en primavera. A diferencia del sur, el calor aún se demoraría en llegar unos meses más aquí en el norte. Mis iniciales sospechas, no obstante, las abatió su presencia en el café cuando ingresé.
Le hice un gesto con la mano para indicarle que iba por un café, y mientras estaba en la fila, me encontré saboreando la increíblemente anodina existencia de Yunior Elías, pues era una persona extremadamente normal. Quítale la sal a una Saltín, y ese sería él: soso, incoloro, casi sin vida; llevaba unos jeans azules combinados con una chaqueta negra de North Face desgastada y unas botas marrones viejas; traía el cabello corto y desaliñado, la barba corta y descuidada; su expresión era incómodamente inexpresiva y caída hacia los lados, como si su cara fuera la de un oso perezoso deprimido, y su aspecto mustio sugería que estaba a la vez incómodo e incluso avergonzado de estar vivo.
Todo lo anterior no es para ridiculizarlo o insultarlo, sino para contextualizar la razón por la cual había decidido reunirme con él. Me trasladé al Reino Unido en 2022 y, después de terminar mis estudios de maestría, decidí escribir sobre la experiencia colombiana en estas tierras inglesas. Tuve muchos intentos de escribir desde mi propio punto de vista, pero detesté profundamente cada cosa que redactaba. Decidí, más bien, buscar a alguien con quien pudiese charlar sobre su experiencia viviendo en el Reino Unido y convertirla en un artículo. A través de Facebook encontré un grupo llamado “Colombianos en Inglaterra”, y decidí unirme para ver si había alguien que cumpliese con lo que yo buscaba. Pasaron semanas y no obtenía ningún resultado en mi búsqueda. Estaba a punto de rendirme cuando llegó una notificación a través de mi teléfono “Yunior Elías publicó un comentario en el grupo Colombianos en Inglaterra”, que decía: “No soporto más este exilio voluntario”. Me puse en contacto con él al ver tan atrevida afirmación y, para mi sorpresa, vivía en la misma ciudad que yo y aceptó mi invitación para charlar sobre lo que había dicho, con la esperanza que de dicha charla naciese un artículo digno para publicación.
Sabiendo lo que sé ahora sobre Yunior Elías y su existencia, me resultaba aún más chocante pensar que hubiese comentado algo así. Pensarlo, sí, claro, pero no decirlo. Parecía el tipo de persona que seguiría la corriente de la vida por turbulenta que fuera, con una sonrisa de labios apretados, ojos imperturbables y cero quejas.
“Qué más hombre, ¿hace mucho que estás aquí?”, le pregunté mientras tomaba asiento frente a él.
“No, no, está bien”, respondió con voz suave y pálida, lo que no me sorprendió en absoluto.
“El tráfico no me colaboró mucho, y este clima, ¿sí o qué? Justo cuando pensábamos que por fin empezaba la primavera…
“Sí, terrible”, respondió mientras miraba por la ventana.
Saqué mi pequeño cuaderno Leuchtturm1917, un bolígrafo, di un sorbo a mi café para entrar en calor y rápidamente busqué la forma de iniciar la conversación con naturalidad.
“Entonces, ¿dónde vivís otra vez? Sé que me lo mencionaste, pero se me olvidó”.
“En Arthur’s Hill, como a veinte minutos a pie del centro de la ciudad”.
“Ya, ¿es… una casa? ¿Un apartamento o…?”.
“Es, umm… Una casa pequeña encajonada entre muchas más casas”.
“Ok. ¿Es bonita el área? ¿Te gusta?”.
“Qué te dijera… No es nada del otro mundo. Cumple su función”.
“¿Cuánto hace que vives allá?”.
“No mucho tiempo. Creo que dos meses o tres. No estoy seguro”.
“¿Dónde vivías antes?”.
“Vivía más al norte, en Blyth, con mi papá”, contestó apretando los labios. Me pareció que pensaba que había revelado demasiado. Mantenía la mirada afuera, evadiendo contacto visual conmigo.
“Ve, ¿tu papá también vive aquí en el Reino Unido?”.
“Sí”.
“¿Desde cuándo?”.
“Desde… 2003, o 2004. No me acuerdo bien”.
“Mucho tiempo ya. ¿Vos llevás lo mismo?”.
“No, no. Llegué aquí hace solo un par de años”.
“Eso me lleva a mi siguiente pregunta, ¿cuántos años tenés?”.
“Veintiocho”.
“¿Y llegaste aquí cuando tenías…?”.
“Veinticinco. Casi veintiséis”.
“Y antes vivías con tu padre, ¿verdad? ¿Qué pasó?”.
“Preferiría no hablar de eso, si no te molesta”, me dijo amablemente.
Me extrañó el misterio innecesario sobre su pasado. Su actitud, sin embargo, me hizo comprender por qué prefería guardarse ciertas cosas. En su interior parecía haber una tensión que le hacía estar completamente rígido, como si todo lo que le rodeaba le oprimiera. En su defensa, tengo que admitir que el Reino Unido tiene ese efecto cuando no eres de aquí. El clima, los edificios de ladrillo gris y blanquecino empapados por la lluvia junto con la actitud indiferente de los ingleses, hacen que este lugar sea especialmente duro para los que venimos de un país más soleado y colorido. Yunior Elías, pensé, se aferraba con fuerza a cierta información para no dejar que factores exteriores le arrancaran lo último sobre lo que tenía control.
“En fin, ¿en qué trabajas?”, le pregunté, volviendo mi mirada a la de él, que seguía afuera.
“Yo… Umm… Tengo un trabajo muy estereotipado: lavo platos en el restaurante de un hotel”.
“Entiendo. Podría ser peor, supongo”.
“Tampoco es que sea muy bueno”, respondió, dejando escapar un largo suspiro, “el restaurante del hotel para el que trabajo está a una hora en autobús, y luego tengo que andar otros treinta minutos a pie hasta llegar al hotel, que está en medio de la nada”.
“Lo bueno es que… una vez que terminas, terminas, ¿verdad? Te vas a casa”.
“A veces. Si hace mal tiempo [casi siempre aquí arriba] tengo que quedarme a dormir en el hotel, lo que significa que a veces estoy allí más de veinticuatro horas. Cuando tengo la oportunidad de volver a casa, lo hago solo para dormir y repito ese mismo proceso cinco veces por semana”.
“Ya entiendo el por qué decís que no es ideal. ¿También trabajabas en la industria de servicio al cliente en Colombia?”.
“No. En Colombia fui profesor. Profesor de colegio. Tampoco era un gran trabajo, pero sin duda es mejor que lo que estoy haciendo ahora. Cuando pienso en ello, y puede que sea la nostalgia la que habla, realmente creo que tuve una buena vida allí, y me costó salir de mi país contra mi voluntad para darme cuenta de ello”.
“Bueno… No fue contra tu voluntad. No te obligaron. Por lo que deduzco, seguía siendo una elección…”, le respondí.
“No. No fue una elección. No tuve elección. Es difícil de explicar, pero no fue una elección”, respondió.
“¿De ahí viene la expresión exilio voluntario?”.
“Sí”.
“Y… ¿Qué significa exactamente?”.
“No sé… Es difícil de explicar, pero… Sentía que todo y todos me empujaban a irme, a salir del país. No es que estuviera en peligro, ni que hubiese hecho algo ilegal de lo cual tuviese que huir. Era solo que… La gente que me rodeaba era incesante con la idea de que tenía que irme, que necesitaba encontrar una vida mejor en otro lugar. Cada vez que me veían, me decían: ‘Tu papá vive por allá, andá, deberías irte, allá tendrás muchas más oportunidades’; mis amigos decían o publicaban en sus perfiles de las redes sociales: ‘Qué desperdicio nacer en Latinoamérica’, ‘mi único problema es ser latinoamericano. Ojalá pudiera irme’; a mi alrededor existía esa mentalidad generalizada; lo veías por todas partes y te bombardeaban constantemente con esa idea. Lo que me sigue resultando extraño era que me parecía que iba dirigida solo a mí. Nadie más estaba pasando por la misma situación, ni las personas que me decían que me fuera hacían algo por su propia situación. Me miraban a la cara, me decían que me fuera y que buscara una vida mejor, y luego seguían, felices, viviendo sus propias vidas dentro del país”.
“Ahora entiendo… Y cediste…”.
“Lo hice. Suena mal. Suena como si fuera débil. Dios sabe que no quería, pero lo hice. Una mañana me desperté y la decisión se había tomado por mí, y acepté. El papeleo estaba listo. Me compraron las maletas y me empacaron la ropa. Me apresuraron a salir por la puerta y meterme en el coche, sin dejarme tiempo para decir que no o para despedirme adecuadamente. Tal vez podría haber dicho que no. Debí haber dicho que no. Me quedé callado mientras me tiraban a la curva en el aeropuerto”.
Yunior Elías había cobrado vida. Aunque seguía con los ojos clavados en el exterior, observando a los peatones que paseaban por la calle principal. Las respuestas cortas y bruscas se tornaron largas y elaboradas. Era fácil darse cuenta de que hablaba desde la herida que le había dejado la salida de Colombia. Al principio de nuestra charla había conseguido mantenerla cerrada, pero ahora sangraba profusamente, sin que se le viera la intención de cerrarla. Necesitaba sangrar, y me eligió a mí para verlo y escucharlo mientras sucedía.
“¿Así que no fue una elección…?”.
“No. Nunca lo fue. Y aunque lo hubiese sido, no me dieron espacio o tiempo para hablar en contra o elegir otra cosa. Todos querían que me fuera. Era fácil para ellos hacerme creer que era yo el que escapaba de Colombia, pero en realidad, me temo que eran ellos los que intentaban escapar de mí”.
“¿Y cómo fue esa experiencia al llegar?”.
“Al principio fue muy extraño. Debo admitir que tenía una ventaja: ya conocía el idioma, así que no había ninguna barrera de comunicación. Todo me parecía hermoso. Tenía la visión de vivir aquí, de hacerme un lugar, encontrar un buen trabajo, tener una casa bonita, en ese sentido me ilusionó mi padre, y me permití el lujo de tener esperanzas, o más bien me engañé pensando que iba a haber oportunidades de ese tipo porque, al fin y al cabo, eso es lo que siempre dicen que pasará en este lugar con ‘mejores oportunidades’. Realmente pensé que iba a encontrar algo, pero este país y su gente se encargaron de destruir mi esperanza lenta pero inexorablemente”.
“¿Cómo es eso?”.
“Para empezar, estuve meses sin encontrar trabajo. Busqué trabajo como profesor, que es donde están todas mis cualificaciones, pero me cansé de que me rechazaran, y ni siquiera me rechazaban profesionalmente, simplemente nunca se pusieron en contacto conmigo. Tuve que ir rebajando mis expectativas hasta que encontré el trabajo en el que estoy ahora. Socialmente hablando, hacer amigos es muy difícil, la gente aquí es muy cerrada; son amables, pero hay una línea invisible que no les gusta que cruces. Románticamente es aún peor. Nunca había sentido el rechazo de tantas maneras. A la final decidí desistir de encontrar amigos o novia”.
“Ya veo…” Murmuré, sin saber exactamente qué más decir.
“Para ser sincero, no tengo mucha vida fuera de mi trabajo. Y uno pensaría que, al menos, a falta de lo anterior, podría ahorrar algo de dinero, pero eso es otra imposibilidad. La vida en este país es muy cara. El otro día escuché a alguien decir que el gobierno nos va a subir el sueldo, lo cual suena muy bien, pero la realidad es que también ha subido el precio de todo lo demás, así que no hay ahorro real, solo apariencia de ahorro. Entonces, ¿qué hago? Ir a trabajar, volver a casa, poner una comida congelada en el microondas y sentarme a navegar sin parar en mi teléfono, viendo cómo mis amigos y familiares tienen una vida mejor que la mía, mientras pienso que ahí podría estar yo también”.
“¿Cree que es igual para todos los que migran del país de la forma en la que lo hiciste vos?”.
“No. Creo que los muy ricos y los muy ignorantes y voluntariamente estúpidos se salvan de la crudeza de la experiencia; los primeros pueden comprar la felicidad, y los segundos son demasiado tontos para percibir el sufrimiento. El resto de nosotros, que somos susceptibles a la cruda realidad de la experiencia, sabemos que no hay ‘retórica del primer mundo’ por la que merezca la pena perder tu país, tus amigos y tu familia, aunque ellos no te quisieran allí en primer lugar… Y sabes… A veces me llama un familiar que está en Colombia, y me pregunta ‘cómo va todo’ y eso… Cuando menciono que no va bien, que estoy solo, esto y lo otro, de repente se convierte en culpa mía. No es el país, no es la dureza del clima, la gente que aborrece mi existencia por ser inmigrante… No. Soy yo. Es culpa mía. Mediante su presión me han puesto en una situación desventajosa, y bueno, yo asumo mi culpa por no haber sido lo suficientemente hombre como para haberme manifestado en contra, pero ahora es culpa mía que no funcione y que esté pasando por esta mala racha. ¿Cómo la ves?”. Soltó una leve risita, como si sus labios hubiesen captado el sabor agridulce de lo absurdo de su situación, lo que provocó una reacción jocosa a lo que acababa de decir.
“Bueno… Como dice mi madre, los humanos no somos árboles, siempre podemos movern…”.
“No puedo”, dijo interrumpiéndome y, por primera vez en nuestro encuentro, mirándome directamente a los ojos.
“¿Perdón?”.
“No puedo volver”, repitió.
“¿Y eso por qué?”.
“Bueno…, yo…”. Sus labios temblaron mientras intentaba hablar. Si tuviera que adivinar la razón por la que le resultaba difícil decirme el motivo, era porque en el momento en que lo dijese, lo volvería real, haciendo que el hecho fuera aún más cierto e innegable…
“Yo… Ummm… Vine aquí a través del plan de solicitantes de asilo… No puedo volver”.
Yunior Elías volvió los ojos a la calle y se sumió en un profundo silencio. Ahora todo tenía sentido, comprendí a qué se refería cuando dijo que era un exilio voluntario. El régimen de asilo se ha hecho muy popular en los últimos años, especialmente entre los jóvenes adultos que buscan huir y establecerse fuera de Colombia. De acuerdo con estadísticas consolidades de la Unión Europea, contenidas en su sitio Eurostat, sirios, afganos, turcos, venezolanos y colombianos fueron los que más solicitudes de asilo presentaron el año pasado: juntos, representaron casi la mitad (48,0 %) de todos los solicitantes de asilo por primera vez en los países de la UE, especialmente en Alemania, España, Francia e Italia. Con relación a nuestros nacionales, sus solicitudes se incrementaron: pasaron de 42 420 en 2022 a 62 015 en 2023.
Todo lo demás que había mencionado Yunior Elías me sonaba familiar, ya que yo también había experimentado la presión social de que te dijeran que abandonaras el país en busca de mejores oportunidades. Se podría argumentar que forma parte de nuestra mentalidad nacional pensar que el único recurso que uno tiene para tener una vida mejor es abandonar el lugar donde nació. ¿Por qué? Esa pregunta tiene infinidad de respuestas, y todas ellas son correctas y equivocadas al mismo tiempo. El otro fenómeno que menciona Yunior Elías, la sensación de que ese tipo de presión solo va dirigida a ti, también es cierto en el sentido de que, todos los que te animan a irte, no quieren irse ellos mismos, y podrían darte todo tipo de excusas de por qué no pueden, pero ninguna de esas excusas se aplica a ti. El caso de Yunior Elías, debo añadir, no es extraño, ya que me he encontrado con este escenario con otras personas que viven en Europa —España, Alemania, Francia—, pasaron por una situación similar y ahora están viviendo las consecuencias de haber sido presionados para tomar tal decisión. Vale la pena mencionar que, cuando tiene éxito la aplicación a asilo, el gobierno que proporciona ese estatus, le retira el pasaporte a la persona y hace que sea igual de difícil, si no más, que se le proporcione un nuevo documento que le permita viajar de vuelta a su país. No es un exilio literal, pero quienes pasan por él pueden sentirlo así. En algunos casos puede ser para siempre, y en otros, solo el tiempo suficiente para que cuando tengan la oportunidad de volver su idea del país natal haya desaparecido
Yunior Elías, aún en silencio, suturaba por dentro la herida por la que había estado sangrando durante la mayor parte de nuestra conversación. Su aspecto desaliñado adquirió un nuevo matiz de vergüenza, pues estoy seguro de que hablar de su situación —sabiendo que tenía razón y estaba en su derecho de hacerlo— le producía náuseas existenciales. Se despidió de mí, no sin antes hacerme saber que le gustaría seguir charlando en el futuro. No me negué, pues sentía que aquella realidad de Yunior Elías valía explorarla más. Por ahora, no obstante, debía conformarme con lo que me había contado.