Río Magdalena, 1986. León Ruiz.
Ellos son el río
Por MARÍA ALEJANDRA BUILES
Gestora Archivo Fotográfico BPP
Yo quiero el río, no tanto a esas aguas
sino a la gente que vive cerca de ellas,
los que trabajan aquí, los que luchan,
cantan, aman y se mueren aquí.
León Ruiz
León Ruiz era un niño cuando su abuela Leonor lo llevó a recorrer el río Magdalena. Por primera vez reconoció la inmensidad del agua en el vapor Medellín. Con la mirada tímida e ingenua de un infante, logró apasionarse por un mundo nuevo, un barco para él solo, un ser diminuto en un escenario hídrico nunca antes visto. Desde ese momento sus ojos quedaron cautivos por el paisaje, los pescadores y la cotidianidad a lo largo y ancho del río. Un viaje con la mujer de su vida, en el que descubrió las proezas de la navegación fluvial y las maravillas que emergen de un río colombiano cargado de historia.
Cuando León ya se había consolidado como uno de los grandes maestros de la fotografía análoga, quiso revivir la experiencia, ahora con la mirada de un hombre maduro de 53 años que quería redescubrir su gran recuerdo de infancia. Se lanzó a una aventura semejante a la de los expedicionarios conquistadores, quienes en el siglo XVI se abrían paso en las aguas de un río desconocido, que más adelante bautizaron con nombre de mujer: Magdalena. El mismo que abrió el corazón de León hacia un destino mágico, pero a la vez arriesgado.
En abril de 1986, con su cámara y un diario, desafió un momento álgido en el país, se embarcó hacia la experiencia más importante de su existencia como un inexperto marinero de agua dulce. La violencia y los desastres naturales habían dejado huella en noviembre de 1985: la toma del Palacio de Justicia y la avalancha que arrasó a Armero todavía resonaban con fuerza. Sin embargo, León se insertó en un entorno femenino, recorriendo el Magdalena en Leonor, una improvisada canoa que nombró en homenaje a su abuela; la embarcación fue construida de manera artesanal con catorce tablas de madera pegadas con clavos de seis pulgadas y calafateadas con estopa y brea, impulsada por un motor Suzuki de cinco caballos de fuerza. Un medio de transporte de dudosa seguridad para desafiar las corrientes voraces, pero que lentamente le permitió adentrarse a la fantástica profundidad de las regiones que cobijan el río.
El viaje comenzó subiendo el páramo de Las Papas hasta la laguna de La Magdalena donde nace el río, cruzó el estrecho, visitó San Agustín y un poco antes de llegar a Neiva se montó en Leonor. En medio del viaje lento y perturbador por los peligros que auguraban los forasteros del camino, se convirtió en un etnógrafo empírico que analizó los detalles más imperceptibles de la travesía. Su mirada aguzada registró la magnificencia de un río que da vida a quienes habitan en sus orillas, los rasgos de la gente de a pie, un variopinto universo visual que da luces de la historia del río y su gente.
Fue así como León configuró un diálogo visual con el río Magdalena, reflejando por medio de imágenes la pasión desmedida hacia un río que lo acogió con dureza, que le enseñó a ser temerario y a confiar en la bondad de los desconocidos. Mientras disparaba su cámara iba escribiendo, tejiendo un entramado de palabras e imágenes que lo convirtieron en un cronista versado en el alfabeto de lo simple. Entabló una conversación pausada y minuciosa con un río urgido por ser escuchado, reconoció en esas aguas el valor de la gente del común, quienes son un fragmento del río, un pedazo de su caudal. Porque como dice él mismo, “ellos son el río”, los que buscan el sustento en el agua, los mineros que lavan oro en las orillas despobladas, las familias que lo hospedaron en sus cambuches. Todos ellos son la historia viva de un río de amores y pesares.
En este diario narra las proezas, aciertos y sufrimientos de un trayecto desafiante. Describe con rigurosidad lo inadvertido, sumerge al lector en su viaje. Inquiere en el alma de las personas a través de palabras que trazan su paso de una región a otra. Otorga protagonismo a una lista interminable de personajes con los que formó vínculos, entre ellos, Moisés Duque, el piloto de Leonor. “Moisés es un hombre de veinticuatro años, mestizo, de tez morena, cabello lacio que se le desordena fácilmente, ojos pequeños de mirada penetrante, boca fina, nariz chica, bajo de estatura y delgado. Se ve musculoso y no tiene un gramo de grasa”. Así describió León a su compañero de aventura, un pescador andariego con quien naufragó y lo perdió todo en el espesor del río, posiblemente el personaje más memorable de su relato, porque con él vivió el viaje hasta el final.
Durante 36 años las palabras de León estuvieron en el anonimato, hasta que salió a la luz esa polifonía de voces y escenas que vivifican la esencia del río Magdalena en su máximo esplendor. Un documento mecanografiado que se convirtió en el libro Señas desde la orilla 1986, la ópera prima del naciente sello editorial Museo del río Magdalena, texto que dialoga con las más de 2500 fotografías que conserva el Archivo Fotográfico de la Biblioteca Pública Piloto, asociadas al recorrido de León Ruiz por el río Magdalena. Un encuentro entre la fotografía y la crónica de viaje que descubre el país en el río, en el valor histórico de sus palabras y en sus finas composiciones fotográficas. Evidenciando que el río Magdalena, además de ser patrimonio de la humanidad, es la gente que lo habita, lo recorre y lo abraza.
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