Sonrisa Pepsodent
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Por ISABEL BOTERO
Ilustración de Mariana Parra
Estaba en esa edad rara, bisagra y deforme en la que mis piernas se habían alargado sin esperar al tronco, usaba unos “acostumbradores” blancos de algodón hediondos, mi nariz comenzaba su fuga, tenía piojos y me empezaban a salir pelos por todas partes. Ya no quería jugar a las Barbies, ni a la secretaria, ni a la cocinita. Tampoco quería seguir yendo a los entrenamientos de patinaje, ni hacer las tareas, ni nada. No quería nada. Solo estar asomada en el balcón chupando paleta de mango biche con sal.
Una tarde, aburrida de no hacer nada, saqué la bicicleta y estuve dando vueltas por el barrio con Mile y San. Estuvimos para arriba y para abajo, sin destino ni ganas, hasta que vimos un camión de trasteos parquearse al frente de la casa abandonada que llevaba meses con letreros de Se vende pegados en las ventanas. Del camión sacaron sofás, muebles de cuero, lámparas, colchones, una bicicleta estática, una moto 4×4, un oso de peluche gigante, una mesa de billar y muchas cajas. Al rato, un carro rojo descapotable llegó y se aparcó a la entrada. Eran los nuevos vecinos: un señor de pelo negro engominado, chaqueta de cuero blanca y sudadera; una señora rubia teñida con gafas oscuras y ropa deportiva; un french poodle más grande de lo normal con un corte excéntrico y con unas manchas cafés debajo de los ojos; y una chica de piel trigueña de cámara bronceadora, pelo ondulado hasta la cintura, pestañas tan largas que tenían que ser postizas y labios rosados llenos de brillo. La Barbie humana nos vio paralizadas en la calle y nos lanzó una sonrisa de dientes tan perfectos y fosforescentes que dejó todo blanco, con chispitas brillantes flotando en el aire. Los tres caminaron contentos hacia su nueva casa y nosotras seguimos dando vueltas un rato más, como atontadas, sin confesarnos la impresión que nos habían causado.
Mis papás llegaron a casa por la noche. Se habían retrasado porque tuvieron que dar vueltas en el carro para que el bebé se quedara dormido. Era malgenio, mi hermanito bebé. Casi siempre me tocaba relevar a mi mamá en la labor de dormirlo porque era muy quisquilloso. Había descubierto un truco, pero no siempre funcionaba: ponía la almohada presionando su cuerpo para que creyera que era yo y me levantaba con la liviandad de una pluma, pero al más mínimo cambio en la presión del colchón se despertaba y había que volver a empezar. Para acabar de ajustar, a los adolescentes del barrio les había dado por sentarse justo en el muro que daba a la ventana de ese cuarto. A veces los observaba detrás de la cortina. Hablaban bobadas, coqueteaban, se reían, fumaban a escondidas, comían chicle y se daban besos. Mi mamá se asomaba y les decía: “Muchachos, ¿no pueden buscar otro muro?”. Entonces ellos torcían los ojos, hacían alguna broma tonta y se iban de mala gana. Al otro día, regresaban.
Una de esas noches, escuché unas carcajadas diferentes a las que ya conocía. Me levanté y el bebé comenzó a llorar. Le puse el chupo y me asomé escondida detrás de la cortina. Estaban los chicos de siempre con la nueva vecina de la sonrisa Pepsodent. Ella estaba pegada al muro entre las piernas de un chico y compartían un cigarrillo. Mi mamá abrió la puerta: “¿Ya se durmió?”. Le dije que no. “¿Cómo se va a dormir con ese ruido?”. Entonces se acercó a la ventana y otra vez: “Muchachos, por favor…”. Se fueron sin rechistar y me quedé con ganas de ver más.
El descubrimiento de la nueva vecina me tenía perturbada y lo único que se me ocurrió fue ponerme a fumar. Mi mamá guardaba cigarrillos en la mesa de noche, así que una tarde tomé uno, lo encendí y fui a botar el humo por la ventana, entonces vi a unos soldados en el puente peatonal. Eran unos soldaditos bachilleres, lindos y tusos, de uniforme y botas. Me quedé mirándolos fijamente, con ganas de que me vieran fumando, pero no me vieron. Entonces, me terminé el cigarro sin aspirar el humo, boté la colilla al sanitario y tiré la cadena. Se me ocurrió ir a la tienda a comprar cualquier cosa, así que me subí el uniforme más arriba de las rodillas, me bajé las medias y me solté el pelo. Cuando comencé a cruzar el puente, las piernas se me derritieron y quise devolverme, pero ya era demasiado tarde. Los soldaditos se hicieron a un lado para que pasara y caminé sin mirar atrás. En la tienda, compré una cartulina blanca y unos chicles Motitas de banano. De regreso, caí en la cuenta de que debía cruzar el puente de nuevo o caminar siete cuadras hasta la 78 y bajar por la canalización y dar la vuelta al bobo y así lo hice. Cuando llegué al edificio, los soldaditos seguían allí, como si nada.
Por esos días era Halloween. Unos meses atrás mi mamá me había comprado un disfraz de ángel en una promoción. Era una túnica de satín blanco barato, unas alas tiesas que salían de la espalda y una aureola dorada. No me gustaba disfrazarme o, mejor dicho, me daba igual. Lo hacía para llenar las bolsas de dulces y comer hasta que me doliera la barriga. No como Mile, que los contaba y los dividía por 365 para saber cuántos se podían comer hasta el próximo año. Tocaron el timbre. Mile apareció disfrazada de muñeca de trapo con unas trenzas de lana y San de mariquita con una trusa roja y pecas. En el camino nos encontramos con vampiros, supermanes, mujeres maravilla, astronautas, abejas, chapulines, piratas, enfermeras y chilindrinas. De repente, nos cruzamos con la nueva vecina. Estaba disfrazada de Madonna. Llevaba un minivestido de encaje blanco, guantes de cuero negro, medias de red y botines de charol. Se había hecho un copete monumental, tenía los ojos delineados de negro, los labios rojos y se había pintado el lunar. Sentí tanta vergüenza que no pude seguir. Me hice la enferma y regresé a casa con ganas de quemar el disfraz y, de paso, desaparecer de la faz de la Tierra para siempre.
Una noche más que mi hermanito no quería dormir. Mi mamá estaba cansada y nerviosa, entonces fui a relevarla. Volví a escuchar las voces en la ventana y me asomé. Estaban los chicos del muro con la nueva vecina. Mi mamá abrió la puerta de sorpresa y me descubrió espiando: “¿Otra vez?”. Le dije que sí y cerró la puerta. Al rato, entró mi papá, con la furia de las aguas mansas. Llevaba una cámara fotográfica en la mano. Se asomó a la ventana y comenzó a tomarles fotos. El flash iluminó la oscuridad una y otra vez: ¡Flash! ¡Flash! ¡Flash! Los chicos salieron corriendo. “¿Sí se va a poder ver algo?”, preguntó mi mamá. “No. Ni siquiera tiene rollo”.
Al otro día, salí a montar en bicicleta y me encontré a la nueva vecina paseando a su perro. Pasé por su lado e intercambiamos un par de medias sonrisas. Ella tenía unos shorts apretados y una ombliguera. Yo, el uniforme gris ratón de educación física. Di otra vuelta a la manzana y nos encontramos de frente. Frené la bicicleta en seco y le dije: “No tenía rollo”.
—¿Qué?
—La cámara de fotos. No tenía rollo.
—¿Cómo sabes?
—Es de mi papá.
Ella se sorprendió con mis palabras y yo también: lo había traicionado. Entonces me dijo: “¿Quieres una Cola-Cola?” y le respondí que bueno. Entramos, soltó la correa y el perro salió corriendo. La casa era enorme, llena de muebles blancos y aparatosos. Esculturas, cuadros y un bar con sillas giratorias. Sofás en ele y un equipo de sonido con bafles. Entramos a la cocina y le ordenó a la empleada que nos sirviera dos Coca-Colas con mucho hielo. La seguí por el corredor y llamó a un ascensor para subir del primer al segundo piso. Adentro, me llegó su olor a chicle de fresa.
Su cuarto tenía una cama gigantesca y estaba llena de cojines y peluches. Entre ellos, el oso. Las paredes estaban pintadas de colores con afiches de Madonna, Flans y otras bandas. Tenía un armario lleno de ropa y zapatos expuestos como en las tiendas y un tocador con espejo y cajones llenos de maquillaje. Cuando terminé de hacer la inspección, la empleada entró con una bandeja y dos vasos con unos pitillos largos y fluorescentes que daban vueltas en espiral. Abrió un cajón lleno de chocolatinas americanas, tomó una, me ofreció otra, encendió la televisión y pasó como cien canales. Cuando nos aburrimos, la apagó y me contó que se llamaba Nataly y que antes vivía en Miami y que hablaba inglés perfecto y me enseñó algunas groserías como sanababich, moderfoker y fokiu.
A partir de ese día, me convertí en su mascota. Estábamos en el mismo curso porque había perdido varios años, así que le hacía las tareas a cambio de sánduches de queso derretidos en waflera y Coca-Cola. Me maquillaba, me prestaba ropa, cantábamos y hacíamos coreografías. Mi canción favorita era:
No controles
mi forma de vestir
Porque es total
Y a todo el mundo gusto
No controles mi forma de pensar
Porque es total
Y a todos les encanta.
Mi mamá no estaba contenta con mi nueva amistad y menos cuando descubrió que me había afeitado las piernas. Me decía: “Es muy grande para ti. La vida tiene sus etapas, no quemes las tuyas tan rápido”. Ese argumento no logró convencerme, entonces probó con otros, hasta que un día me dijo: “Es mejor estar lejos de ciertas personas. No conocemos nada de esa niña, ni de su familia. No te dejes deslumbrar”.
Era verdad que su mamá era muy discreta y casi nadie la había visto. Entraba en su carro directo al garaje y nunca se asomaba a la calle. En la casa se la pasaba en el gimnasio o encerrada en su pieza hablando por teléfono. El papá sí era más vistoso. Todos los domingos salía a lavar y a encerar el descapotable y ponía salsa en un equipo de sonido potente. Iba sin camisa, con la barriga afuera, chanclas de caucho y bermudas caídas que le dejaban ver la ranura de las nalgas y la culata del revólver.
Yo solo quería dejar de ser una niña. Me había distanciado de Mile y San y sentía que había ascendido a otro nivel. Sí. Estaba deslumbrada. Un día, mi mamá descubrió el filtro del cigarrillo flotando en el agua del sanitario y me castigó todo un mes sin salir ni a la esquina. En ese tiempo todo siguió más o menos igual de aburrido: los soldaditos siguieron en el puente, a un epiléptico le dio un ataque en la esquina y mi hermanito seguía sin dormir, hasta que una tarde el portero me entregó una tarjeta. Era de una cartulina rosada y mi nombre estaba escrito con una letra antigua en tinta dorada. Al abrirla, cayó una rosa disecada. La invitación decía: “Te invito a celebrar mis 15 años donde floreceré…”. O una cursilería parecida. La firmaba Nataly. El castigo estaba a punto de vencerse, pero mis papás hicieron unas cuentas raras y no me dejaron ir. Esa noche, por primera vez en mi vida, los enfrenté. Los recuerdo recostados orgullosos en su cama doble, que era pichurria en comparación a la de Nataly, como en el trono de un rey y una reina de un país en ruinas. Y yo, al frente, diminuta y roja de la ira, era una samurái dispuesta a morir por honor. No sirvió de nada.
A los días, la mamá de Nataly apareció por la casa con una torta y habló en susurros con mi mamá en la sala. Cuando se fue, me enteré de que me levantaban el castigo y que podía ir a los quince, pero con una condición: iría con mis papás. La fiesta fue un viernes en un club social. Ramos de rosas frescas decoraban las mesas y había pétalos regados por todo el mantel. Conocía a algunas chicas y chicos del barrio, pero eran de la otra barra y los del muro, así que me quedé en la mesa con mis papás, que pidieron ron y comieron pasabocas de lo lindo. De repente, todo se oscureció. Un par de hombres vestidos de negro entraron al salón cargando algo pesado hasta la mitad de la pista. Unas luces tenues se encendieron y pudimos ver que se trataba de un capullo con unos enormes pétalos rosados, llenos de purpurina y gotas de rocío, hechas de silicona. Unas campanillas comenzaron a sonar y los pétalos se fueron abriendo con lentitud hasta quedar como un loto. Nataly estaba en la mitad, acurrucada, y se fue levantando en cámara lenta, despertando de un sueño profundo. Tenía un vestido strapless rosa pálido de tul brillante y llevaba el pelo lleno de bucles y perlitas. Su padre apareció vestido como un pingüino y caminó hacia ella sosteniendo un cojín satinado donde exhibía unos taconcitos como los de la Cenicienta. Al llegar a la altura de la flor, se arrodilló y le ofreció los tacones a su hija. Ella sacó un pie de entre el vestido y se calzó. Luego, el otro. Una orquesta escondida en la oscuridad se iluminó y comenzó a sonar un vals solemne y a salir humo de todas las esquinas. El padre le estiró la mano a su hija y comenzaron a dar vueltas por toda la pista en medio de la humareda, mientras un reflector de luz los seguía con rayos de colores. Un muchacho que nunca había visto, apareció y le pidió la mano al papá, y bailaron un poco más coordinados. El vals terminó, se besaron y la gente aplaudió conmovida. El papá se secó las lágrimas y los mocos con un pañuelo que sacó del traje y dio un discurso lleno de emoción por haber perdido a su niña, pero haber ganado a una mujer. Luego, la mamá nos dio las gracias a todos los invitados y en ese momento comenzaron a llover rosas disecadas del techo. La orquesta arrancó con un vallenato bien sentido y la fiesta se prendió. Por obvias razones, nadie me sacó a bailar.
El domingo estaba viendo televisión en la pieza de mis papás cuando escuchamos unos disparos, llantas de carro en el pavimento, como relinchos de caballo, seguidos de una gritería y, a lo lejos, un lamento. Mi papá nos ordenó quedarnos en la cama y se fue al balcón. Cuando todo se calmó, mi mamá y yo nos asomamos. El papá de Nataly estaba tirado en la calle al lado del carro bien enjabonado, rodeado de un charco de sangre, en bermudas, sin camisa, con el revólver en la mano. Nataly estaba arrodillada a su lado, con su piyama de osos panda, rodeada de una multitud de conocidos y desconocidos. Estaba pálida, ojihinchada y desgreñada. Era como si hubiera aterrizado en el reino de los mortales a la fuerza. La mamá logró levantarla con todas sus fuerzas y la sacó de allí.
Algunas tardes, después del colegio, estuve tocando el timbre, pero nadie volvió a abrir la puerta y en las ventanas volvieron a aparecer los carteles de Se vende. Nunca más la volví a ver y no pude devolverle su walkman con el casete de Flans que cantábamos a todo pulmón.
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