Quienes pedalean solos son seres extraños. Huyen siguiendo una cadencia propia, se detienen por causas distintas a la fatiga, avanzan sin meta. Muto, el protagonista y narrador de este viaje, tomó hace seis meses la vía que va a Choachí desde Bogotá, a la espalda de Monserrate, terminó río abajo, en el Amazonas, en Brasil, en el sur del sur. Y sigue pedaleando.
Pedaleando el chau
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Por MUTO
Fotografías por el autor
Cáceres es la última de las ciudades del estado de Mato Grosso y la última ciudad brasilera que pisaré antes de ir a la frontera con Bolivia. Hay parques y plazas públicas con viejas iglesias donde la gente envejece tranquilamente y en sus orillas las aguas pigmentadas del Pantanal hacen pequeños remansos con pequeños bosques transitados por garzas y patos. La pesca es tradicional y hombres y mujeres van por ahí con el agua hasta las rodillas y sus cañas arqueándose entre flores de loto y arbustos anfibios. Cerca de la salida a Cuiabá, en una tiendita en la que me he detenido a tomar café mientras espero que mi teléfono vuelva a la vida, se ha armado una discusión entre un grupo de jubilados. En el centro de todas las miradas reposa la máquina a la que tres mil kilómetros de viaje han convertido en una hermosa, aparatosa y mugrienta bicicleta.
Yo estoy a la espera de que el supermercado que hay al otro lado de la calle abra sus puertas. He decidido quedarme en Cáceres, contrario a mis deseos, y ese supermercado es una de las razones. Uno de los viejos se acerca y me pregunta con gesto histriónico, lata de cerveza en mano, qué cosa terrible he hecho. He de ser un penitente, alguien con un secreto terrible. El viejo habla entre falsetes de los que saco en claro más o menos lo siguiente: que alguien que vaya por ahí pedaleando ochenta y cien kilómetros al día, durmiendo en el piso y alimentándose a base de fariña de mandioca y castañas, tiene que estar pagando una penitencia. Si no es eso no entiende. ¡Desde Colombia!
Hay dos ancianos más bien ajenos al chiste a los que les interesa sobre todo el aspecto mecánico de mi bicicleta. Uno de ellos, un camionero retirado con el que ya he cruzado palabra y que sabe que mi destino más inmediato es San Matías, toca aquí y allá, mueve una cosa y verifica, asiente satisfecho o me mira como preguntando. Su dedo índice se desliza reprobatoriamente sobre el caucho un poco gastado de mi llanta delantera.
Yo me encojo de hombros y trato de explicarle, en mi desarticulado portugués de carretera, que no puedo cambiarla, que pagar por una llanta nueva en Brasil sería como pagar por tres o cuatro llantas nuevas en Colombia. La misma proporción para casi todo: un almuerzo, un cepillo de dientes, un par de medias. No puedo hacerlo. Y concluyo que a esa llanta aún le quedan todavía unos mil kilómetros de vida. Digo esto y miro la llanta que tendría que haber cambiado y me esfuerzo por creer en lo que estoy diciendo.
El viejo de la cerveza y los otros siguen atentos a los eventos del noticiero, los crímenes en Sao Paulo, las lluvias devastadoras en Curitiba… Yo estoy peleando con mi teléfono, un Xiaomi de segunda mano con pantalla trincada que traigo desde Santarém, la ciudad en el estado de Pará donde el río Amazonas y el Tapajoux se encuentran sin mezclarse.
La pantalla trincada se ilumina de repente, cinco segundos y a negro.
El viejo camionero ya ha hecho sus cuentas y me entrega un rápido esquema del recorrido que me espera. Lo explica todo con largos y certeros brazos.
Primero saldré por el puesto de control de la policía rodoviaria, a unos tres km del puente sobre el río Paraguay, luego, en el kilómetro nueve, encontraré una rotonda. Esto es importante: debo tomar el camino que se desprende hacia la izquierda, ninguno que no sea ese, y por ese camino tendré que hacer unos ochenta kilómetros hasta la frontera, y unos siete más hasta el boliviano San Matías. Todo tranquilo, pocos camiones. Pausa.
A partir de San Matías me esperan cuatrocientos kilómetros de chau hasta San Ignacio.
Chau, tierra. O trocha, como se acostumbra a decir en Colombia.
En días anteriores, en otras conversaciones y pueblos, se me ha advertido sobre ese tramo sin pavimentar así que no estoy sorprendido. Sin embargo, no he considerado esta condición del viaje tanto como debiera y de hecho parece que lo evito. Son cuatrocientos kilómetros de tierra. Pongo el dedo en la llaga.
—Cuál e condicion de estrada? Muito feia?
El viejo guarda silencio y como que se devuelve a sus andanzas de camionero por el Pantanal mientras mira la bicicleta y continúa con sus pequeñas inspecciones. Una mano suya desprende algunos bloquecitos de barro de uno de los extremos del manubrio. Su mirada regresa y parece darse cuenta de mi preocupación. Asiente despacio, describe el terreno sin detenerse mucho en detalles, me imagina superando el barro y los bancos de arena con habilidad y su brazo se extiende una vez más, un gesto de ánimo y resolución que llega hasta San Matías, cruza la trocha y continúa intacto hasta la mismísima Santa Cruz.
Una hora después estoy yendo y viniendo entre parques y plazas públicas buscando un poco de sombra. No hay muchos árboles en Cáceres y en un día caluroso como este la temperatura puede alcanzar los cuarenta grados. Pido un friísimo suco de copoazú, la fruta que he aprendido a amar desde mi paso por la Amazonía. Hilux y Rangers en parqueaderos. Todo me da la impresión de ser grande, nuevo.
Me alejo del centro envuelto en licras que me protegen de un sol que pega inclemente desde lo alto de las palmeras y visito un par de supermercados más. De pie, frente a puertas corredizas y parqueaderos, a un lado mi bicicleta, el sobre de fotos en una mano, el rostro agobiado. Intento en un par de ocasiones acercarme a la gente que sale con carros de mercado y paquetes, pero es una calamidad cada segundo bajo aquel sol y renuncio con resuelta facilidad. Es cierto que soy mejor vendedor en carretera, con el sudor en la cara y las piernas todavía hirviendo de actividad. Desecho Cáceres como plaza de negocios y olvido que no he vendido una sola postal en cientos de kilómetros.
En la carretera que lleva a Cuiabá, la capital del estado, doy un repaso a las tres o cuatro estaciones de servicio, postos, que hay en el curso de unos pocos kilómetros de perímetro urbano. Entro a cada una de ellas pedaleando despacito, dejándome ver, doy una vuelta por los patios, chequeo la iluminación, la seguridad, me interesan los baños y mejor que tengan duchas, identifico lugares cubiertos donde podría instalarme, y aunque hay un par de buenos prospectos, tengo mis reservas y enfilo hacia el muelle de pesca y el parque ecológico que señalan letreritos de madera pensados para el visitante.
En Cáceres el río Paraguay hace un par de curvas y corre perezosamente formando lagunas y remansos antes de seguir hacia el sur y hacia el Paraná. Frente a un I LOVE CACERES que sirve de fondo para el retrato de una pareja de enamorados, me doy un chapuzón que se mezcla con baño impúdico. Bañarse en aguas pandas requiere habilidad y cierto dominio del arte del engaño. Me restriego aquí y allá mientras el enorme gabán, con su pico serio y su collar rojo, alza el vuelo sobre sobre un grupo de pescadores y sobre la playa donde algunos adolescentes intentan sincronizar una coreografía. Es el mismo gabán que exalta un colorido mural en unos de los edificios oficiales que flanquea el parque y del que se hacen réplicas de fibra que lo exhiben al mundo como símbolo y orgullo de la ciudad.
En su increíble vuelo, el gabán, tan pesado y aparatoso, no se desploma ni pierde altura, sigue más allá de los árboles con alas tan grandes que casi pueden escucharse y entonces desaparece.
Un rato después aún no decido si acamparé en las controladas arenas del Paraguay, al amparo de la vigilancia nocturna del parque, o en alguno de los postos que he inspeccionado durante la mañana. Es pasado mediodía, y estoy en eso de sopesar mis opciones cuando tres chicos, dos hombres y una mujer, se acercan por uno de los senderos. Caminan juntos, los dos chicos con gorras muy caladas sobre los ojos, la chica con el pelo trenzado sobre la cabeza. Los miro sonriendo porque conozco bien esa cadencia, esos brazos pegados al cuerpo, esas miradas de reojo.
El que lleva puesta la camisa del Atlético Nacional me saluda sonriendo también y se acerca.
—¿De dónde?
—Colombia.
Suelta una risita seca, alegre.
—¿De qué parte?
—Bogotá.
—Ah, qué rechimba, yo soy de Madrid y mis panas también.
Sus panas de Madrid, el municipio integrado al área metropolitana de Bogotá, saludan con mínimo movimiento de rostros y continúan la marcha.
Hablamos un rato. El chico me cuenta que lleva un mes en Brasil, que va a ver al verde jugar en Sao Paulo, que los están hospedando a él y sus panas en una casa que parece como de servicio social, que los brasileros son maquias, regalados con la comida, sin asco, coja más, coja más, y que están haciendo luca en los semáforos para ir a Río a trabajar, que allá en Río los están esperando otros panas que son los que los van a poner a trabajar. Que los federales son bien pero que en carnavales en Cuiabá los encendieron a pata. Me muestra una herida en el párpado. Dice que todo bien, que los patearon fue por culpa del panita que estaba borracho y se puso cansón.
Le pregunto cuándo va a regresar a Colombia.
No sabe. En diez años o algo así.
Le pregunto por qué tanto.
Porque no puede. Un enredo con la ley. Está pedido. No puede regresar. Diez años y regresa con luca y monta algo.
Le digo que su camisa me gusta mucho.
Se pone feliz y acto seguido recuerda que a eso iba con sus panas, a lavarla en la fuente de agua que hay en una plaza cerca. Se le manchó comiendo helado y los baños del parque están cerrados. Me muestra la mancha marrón en una de las franjas blancas y le da risa y rabia.
Son las cinco y ya comienza a estar mejor. En un parquecito con niños y parejas de enamorados estoy rompiendo castañas en el suelo y mirando a la gente pasar. Junto a la fuente con chorritos en la que juegan sus dos hijos, un padre de familia que ha estado observando hace una señal y me pregunta si quiero helado. Me levanto sonriendo y me acerco al carrito mientras soy observado por esposa y abuelo. Saludo feliz, tan feliz como la perspectiva de un helado en una tarde tropical puede hacer feliz a alguien, y mientras mis ojos repasan el surtido en busca de cualquier cosa que diga copoazú, comenzamos a hablar.
El padre admira a los viajeros de bicicleta, sigue algunos en Youtube y me pregunta si tengo canal. Mi negativa no lo desanima. Me pregunta si vengo de Perú. No, le explico que entré directamente desde Colombia por Cocuí, por Sao Gabriel de Cachoeira. Se quedan callados. Ninguno parece haber escuchado en su vida de Sao Gabriel de Cachoeira, el pueblo amazónico sobre el Río Negro en el que cientos de miembros de una comunidad indígena acampan permanentemente sobre rocas enormes en medio del río en las que tienen ranchos y tienen hijos y hacen todo lo que tienen que hacer. El mismo pueblo en el que olvidé por ahí mi cédula de ciudadanía, mi tarjeta de banco y algunos miles de pesos colombianos.
Los niños se nos han unido y estamos junto a mi bicicleta. Los niños quieren tocar, pero la madre les advierte. El padre tiene curiosidad sobre mi ruta. ¿Todo mi viaje ha sido en bicicleta? No, comienzo a explicarle que a partir de Puerto Carreño hubo varias jornadas por agua y menciono tiempos y lugares haciendo uso de una fórmula a la que por hábito me he acostumbrado, y se me ocurre que sería buena idea ilustrarles lo que digo en mi mapa de Brasil del 94.
Mi mapa de Brasil del 94 perecerá un mes después en Santa Cruz, en absurdas circunstancias, pero en las frescas seis de la tarde en Cáceres, en un día a finales de febrero, está muy seguro entre una alforja, plegado entre un computador portátil y la maleta de mi cámara. Lo saco y comienzo a desplegarlo con ayuda del abuelo que sostiene una de sus esquinas, pero el mapa enorme se sacude con el viento y con alguna dificultad logramos extenderlo sobre el suelo. Les cuento que ha sido obsequio de un checo enorme que conocí en Manaos, que el checo lo había comprado en el año 94 con la ilusión de venir y que lo había conservado durante los treinta años que habían transcurrido hasta que el sueño de conocer Brasil se había hecho realidad. Pero al checo le había parecido ridículo viajar con un mapa tan grande mientras que en su teléfono lo tenía todo y por eso me lo había dado.
Mi dedo se mueve sobre el mapa buscando la frontera con Colombia, y un poco más arriba, el punto donde comienza mi travesía. Pero en el mapa Colombia es apenas una fracción que corta en ángulo recto en algún lugar en las inmediaciones de Tunja y mi dedo debe abandonar el papel y un poco más arriba, sobre el asfalto, señalo el lugar en el que tendría que estar Bogotá. De ahí, también sobre el asfalto, mi dedo desciende a Villavicencio y los Llanos Orientales y se va un poco en línea oblicua hasta Puerto Carreño y de Carreño hacia el sur por entre el Guainía y la selva hasta entrar de nuevo al mapa y llegar a Cocuí, en la triple frontera con Brasil y Venezuela. Todos estamos agachados junto al mapa, hay quien se detiene a mirar mientras yo ando y desando con un dedo varios miles de kilómetros y una vez más Brasil me parece inabarcable e insignificante la línea que traza mi viaje a través de los estados de Amazonas, Pará y Mato Grosso. Con qué facilidad recorro las inmensidades del Río Negro en su viaje desde la selva colombiana hasta la brasilera Santarém, los largos días que pueden hacerse semanas en pasillos y proas de barcos mirando el infinito de las aguas, el misterio de lo intocado.
Nos despedimos y el padre con alguna vergüenza saca un billete de su billetera y poniéndolo en mi mano con discreción dice que es su pequeño aporte para mi viaje. Agradezco con una mano en el pecho y los veo irse, cada uno sosteniendo un pedazo del otro mientras caminan hasta el lugar donde los espera una bonita camioneta. Buena gente de Mato Grosso, honrada, generosa, trabajadora. He visto rostros como esos en camionetas como esa a lo largo de todo el estado. Viven sus vidas tranquilas en ciudades limpias y organizadas, en casas con jardines desde las que han visto el horizonte ir un poco más allá y un poco más allá, como una cerca que se corre por las noches. Han fundado fazendas de leyenda que son despensa del mundo y en desiertos de soya y de maíz que una vez fueron selvas han amasado una civilización de maquinarias titánicas. Duermen, hacen nuevos caminos, plantan un pie allá donde corre el manantial secreto y una vez más el horizonte se ensancha.
Ya es de noche y estoy pedaleando rumbo al posto más al extremo sur de la ciudad. Durante mi inspección mañanera he visto que la planta de los baños hace esquina con una bodega y, aunque no hay techo, hay dos o tres árboles en forma de sombrilla que serán de ayuda en caso de lluvia. Me interesan las esquinas y rincones, protegen del viento y de las miradas curiosas.
En mi rincón del posto la noche transcurre tranquilamente. Como es costumbre, he puesto mi cicla contra una de las paredes, cubierta por una lona de plástico, y mi carpa adelante, casi tocándose. En el transcurso de la noche mi mano se estira para tocar una rueda o una alforja varias veces a través del mosquitero y del impermeable. Me despierto varias veces, saco mi cabeza a la fresca noche y reviso que todo esté bien. Sueño intensamente con personas y lugares que he conocido a lo largo de toda mi vida. Sueño así desde la Amazonía.
Con un ambiente de lluvia que se aleja en la dirección opuesta me despido de Cáceres y el posto. En los postos de Pará y Mato Grosso he acampado seguramente por casi dos meses. Nadie tiene en su mapa mental a Mato Grosso cuando visita Brasil. Mi viaje por estas tierras es solitario, no hay encuentros con otros cicloviajeros ni mochileros. En cada pueblo y pequeña ciudad soy un animal extraño, raras veces visto.
Cubro los cien kilómetros que me separan de la divisa con Bolivia en apenas unas horas. El terreno es llano, la carretera tranquila y hace fresco. En el camino hay nuevos cantos, aves que no reconozco de antes. A lado y lado de la vía la llanura aparece anegada y los bosques anfibios, menudos y densos, se extienden por largos tramos. A veces una hacienda ganadera solitaria y de nuevo el mangle efervescente de vida. Almuerzo a un lado del camino. Repito la dosis del día anterior, sardinas con fariña de mandioca, añado zanahorias y de remate un par de bananos. De regreso a la ruta los avisos que indican la inminencia del país vecino se suceden cada tanto.
Una tiendita con un aviso de “hay gasolina”, un taxi Toyota Corolla de los noventa y Bolivia se deja venir de repente. Leo todo, los nombres de los políticos y las consignas en viejos afiches y murales de campaña, el aviso de una fiesta regional que ya fue. Así es mi reencuentro con el español. Antes he pasado frente a un batallón del ejército brasilero, muy despacio y sin ver un alma, y en una garita del ejército boliviano dos jóvenes soldados me miran pasar sin decir palabra. En este punto ya estoy avanzando por el camino de chau del que me han advertido y el tamaño de los árboles, las nubes de mosquitos y el ambiente húmedo me hacen sentir de nuevo en la Amazonía.
El camino hasta San Matías aparece decorado con frecuentes taxis Toyota Corolla que van y vienen con pesadas cargas sobre los techos, y bolivianos y bolivianas que miran con curiosidad por las ventanas. Las motos son ruidosas, de marcas chinas que no conocía y los camiones viejos acostumbrados a la mala vida avanzan dando tumbos entre los charcos. Hay marranos sueltos y perros flacos que me miran con pereza desde el borde del camino. Todo me divierte. Pronto estoy en zona urbana y hay intercambio de saludos amistosos con algunos locales. Una tiendita insiste en llamarse conveniencia y veo por ahí un par de avisos de Vendese Peixe y Queijo.
De San Matías me dirán muchas cosas después, nido de asesinos y ladrones, guarida de narcos. Junto a otro Corolla convertido en puesto de comidas ambulante me quedo un buen rato mirando a los colegiales que salen en tropel y al gentío desordenado y colorido, las motos ruidosas y los perros, montones y montones de perros callejeros que se mueven ágilmente entre las motos y los carros. Las Hilux brasileras son frecuentes y los granjeros cowboys de Mato Grosso van y vienen como por su casa. Soy feliz. Perros con heridas de lucha, cojos, se me acercan y comparto mi comida barata con ellos. Siempre que hay un callejero a mi lado me siento seguro. Nada puede pasarme.
El dueño del Corolla y de los vasos de chicha a un peso, que no es oriundo de San Matías sino del norte del país, del departamento de La Paz, me mostrará fotos en Google de la colombiana San Andrés. El mar de los siete colores en imágenes saturadas, espectaculares. Me cuenta que planea ir a la isla con su familia a fin de año. Es un sueño que tiene con su esposa desde que se casaron. En otro pueblo de la región de Chiquitania, un par de semanas después, una viuda me mostrará las mismas fotos y me hablará del mismo sueño que frustró la muerte de su marido. Luego leeré la larga historia de los mares que arrebataron a Bolivia y recordaré a ambos soñadores. En una historia distinta, donde ni Chile ni Argentina bloquean la salida al mar a este país que cumple un siglo acorralado, las gentes de Bolivia disfrutan en sus propias playas y quizás son más amigables y espontáneas, más abiertas.
Acampo tranquilamente en la plaza principal del pueblo, me despierto de madrugada y doblo y enrollo todo acosado por implacables zancudos que penetran mangas y medias. En el comedor de la feria de mercado descubro la sopa de maní, blanca, grasosa, con fideos flotando y mucha cebolla. Cinco maravillosos pesos bolivianos. Pido dos platos que consumo ávidamente mientras mi teléfono gana un poco de carga y luego me quedo un rato bajo el alto techo de madera del salón mientras me aprovisiono de agua y ajusto un par de cosas en mi bicicleta. En las mesas de cemento donde las cocineras sirven con dedos que se hunden entre los platos soy interpelado por un vendedor itinerante de electrodomésticos y baratijas que me presume sus novias en todo Bolivia. Agradece a Evo por su combi Toyota que me muestra estacionada al otro lado de la calle. Ahora hay más plata y los bolivianos tienen carros y combis como la suya. ¿Por qué no tengo una novia? Si pienso ir a Sucre y Potosí va a hacer frío y con una mujer al lado es mejor. Hace el gesto de estar abrazando a una mujer dentro de una carpa y mueve su cadera. Se ríe y yo me río también. Con una mujercita es mejor, continúa. Si él fuera yo conseguiría una novia en San Matías. ¿Por qué no me quedo?
Dos kilómetros adelante del pueblo, sobre la vía que lleva a Las Petas, encuentro un cristalino arroyo donde me doy un refrescante baño y aprovecho para lavar algunas prendas. Los carros pasan despacio sobre el estrecho puente de madera y escucho “gringo” y “ese es uruguayo”. Hago los diez kilómetros siguientes a buen paso. Me siento confiado. Voy bordeando charcos y bancos de arena húmeda. Un bus de la empresa Trans Bioceánico aparece enterrado a un lado de la vía. Sus pasajeros se arrinconan en la sombra reducida que ofrece la manigua mientras las llantas del viejo bus patinan en el barro inútilmente. Alguien levanta una mano y saluda. Motos con pescadores y sus varas van y vienen cada tanto. Camionetas Hilux pasan a toda velocidad.
Me distraigo con tantísimas aves que me miran desde árboles y postes de cercas. Me meto a un bache y a otro, es necesario parar. La percepción de un lugar así es visual en alguna medida, pero su comprensión pasa por oídos, olfato, el cuerpo todo. Mis ojos se pierden en el reflejo de las aguas donde algo nada entre rayos de luz donde algo vuela, donde algo vive en perpetua animalidad. Las formas del bosque anfibio contienen las formas secretas de una constelación de vida. Los minutos pasan conmigo parado a un lado del camino, asombrado, seducido.
De repente ya no hay más buses ni motos y en el camino abundan los ires y venires de la vida secreta. Criaturas esquivas, a veces curiosas me miran desde un arbusto, una orilla. Sorprendo un ave de largas patas que no sabe si escapar o mirarme. Los pescadores me sorprenden también, a veces agazapados entre aguas quietas salpicadas de luz donde dan pequeños pasos inaudibles. La tarde comienza a caer. En otro puente de madera otro pescador calcula que estoy a medio camino de Las Petas, su compañero, que masca un bolo de coca tan grande que deforma su rostro, lo duda. El GPS de mi teléfono ha dejado de funcionar y vengo haciendo cálculos inexactos desde hace un rato. Pregunto con un hilo de esperanza por un lugar donde acampar. Una casa, o una hacienda quizás. Los hombres se miran y no lo piensan mucho. Las Petas, solo hasta Las Petas. Un pescador mayor advierte que el bosque se hace más denso adelante y menciona aquel nombre que de tanto en tanto llega a mis oídos. Estoy entrando a los dominios del tigre. Un pescador más joven parece seguro de que llegaré a Las Petas antes de las siete. El chico hace cálculos de moto y no creo en su pronóstico. Me apresuro.
Me divido entre el camino y la concentración que me exige moverme entre los charcos y la arena y pequeñas distracciones, las mantis que aparecen a un lado de la vía y que evito pisar, las orugas, las flores que arrastra el agua que corre bajo los puentes. Pronto la luz del sol abandona el camino y continúo pedaleando en un crepúsculo sin ruido de motores. A veces una moto o un camión quejumbroso que no se apresura en llegar a ninguna parte. Respiro con tranquilidad pero una veta de preocupación se fortalece. La oscuridad es inminente y estoy empecinado en seguir.
El coro de aves que me ha acompañado a lo largo de los últimos kilómetros se desvanece de a pocos y otro coro toma su lugar, el de las ranas que aúllan, cantan, arrean, vocean, gimen. Según oscurece, este coro va alimentándose de incontables individuos y en un punto el efecto se hace sobrecogedor. Nunca antes he escuchado algo como esto.
Con las últimas luces del día me doy una pequeña merienda que debo apresurar porque atraigo una multitud de pequeños insectos exploradores y chupasangres de diverso linaje. Sé lo que viene y me tomo un momento para aclarar las cosas en mi mente. Debo confiar, debo guardar la calma. Me repito esto mientras reviso llantas, inflo un poco la delantera que ha perdido presión, guardo las prendas que lavé en el río y que traigo amarradas al equipaje y con una correa de seguridad me las arreglo para fijar la pata de la bicicleta, que anda un poco floja y ha estado pegando contra la llanta trasera. Tengo agua, comida y no más de una hora de linterna. La dejo apagada, decido que voy a usarla en las horas más oscuras. Me cubro cabeza y rostro con doble licra. La oscuridad se cierra sobre el camino. Respiro hondo una, dos veces y retomo la marcha.
Antes he viajado de noche solo en un par de ocasiones y por no más de una hora. Me he apresurado y exigido físicamente hasta el límite para no hacerlo. Viajar de noche es otra cosa y en un camino como el del Pantanal ya no es tanto un viaje como una situación de riesgo. Aprovecho los últimos rastros de claridad y avanzo un despacioso kilómetro, quizá dos. Las sombras sobre el camino se multiplican, las veo moverse junto a mis llantas, aves nocturnas, roedores. Grandes alas de murciélagos pasan zumbando frente a mi rostro. El infinito coro anfibio es el mundo en el que flotan mis pensamientos. Me meto en charcos y baches que ya no puedo ver. Prendo la linterna, un kilómetro más, y la apago. Las luces de un vehículo que asoma desde lo lejos me muestran retazos del camino.
En la negrura total decido parar y revisar el equipaje. Enciendo la luz trasera de mi casco, roja y menos atractiva para los insectos y reviso que todo esté bien. El GPS ha vuelto a vivir. Veinte kilómetros me separan de Las Petas.
Apago la luz, guardo el teléfono. El mundo es una gran laguna donde un billón de anfibios canta al universo y yo estoy metido en este mundo sin saberlo.
Levanto la cabeza. El firmamento preñado de astros, uno por cada criatura que canta en la negra noche del Pantanal boliviano.
Poco después puedo ver mi sombra claramente proyectada en el camino. A mis espaldas la luna ascendiendo sobre el horizonte selvático es un verdadero amanecer. Avanzo sobre un río de plata y son destellos los charcos. En esa claridad prodigiosa de sombras y rincones mis miedos, que he mantenido a raya en la oscuridad, ascienden sin restricción.
No, no es el tigre del que me hablaron ancianas y pescadores. Es un arbusto.
No, no es el jaguar ni la pantera que me vieron pasar y dejaron que siguiera mi camino. Es la rama del árbol que me protegería bajo el sol ardiente y que ahora mi miedo confunde.
La luz roja, intermitente, de una antena, me anuncia que me aproximo a Las Petas. Es casi media noche y me siento exhausto, adolorido. Un puente de madera más y veo la luz de una garita del ejército. Me acerco y les hablo a dos jóvenes soldados con voz reducida, ahogada. Uno de ellos mira hacia la noche de la que he salido y me dice que puedo acampar junto a la garita, bajo el árbol de mango. Me siento sobre una plancha de cemento y el peso del cansancio se deja caer sobre mí. Recibo un plato de sopa que uno de los chicos trae desde el puesto de control, al otro lado del camino, y la bebo mientras un par de ellos me miran por encima de sus teléfonos. A veces levanto la cara y los miro y quiero explicarles lo que escuché, quiero hablarles de las ranas y de la luna y de ese mundo en el que estuve.
Me las arreglo para hacer campamento bajo el árbol junto a la garita y duermo profundamente sobre una colchoneta que no llego a inflar del todo. Llueve en la madrugada y yo sueño con amigos de la infancia, un partido de fútbol en un potrero con caballos, una exnovia.
En Las Petas me quedaré un par de días, descansando y esperando el momento oportuno para seguir el camino de chau hasta San Ignacio y luego a Santa Cruz. Se me preguntará de dónde vengo y hacia dónde voy muchas veces más. Es la pregunta obligada y uno termina por acostumbrarse a ella.