Con un ambiente de lluvia que se aleja en la dirección opuesta me despido de Cáceres y el posto. En los postos de Pará y Mato Grosso he acampado seguramente por casi dos meses. Nadie tiene en su mapa mental a Mato Grosso cuando visita Brasil. Mi viaje por estas tierras es solitario, no hay encuentros con otros cicloviajeros ni mochileros. En cada pueblo y pequeña ciudad soy un animal extraño, raras veces visto.
Cubro los cien kilómetros que me separan de la divisa con Bolivia en apenas unas horas. El terreno es llano, la carretera tranquila y hace fresco. En el camino hay nuevos cantos, aves que no reconozco de antes. A lado y lado de la vía la llanura aparece anegada y los bosques anfibios, menudos y densos, se extienden por largos tramos. A veces una hacienda ganadera solitaria y de nuevo el mangle efervescente de vida. Almuerzo a un lado del camino. Repito la dosis del día anterior, sardinas con fariña de mandioca, añado zanahorias y de remate un par de bananos. De regreso a la ruta los avisos que indican la inminencia del país vecino se suceden cada tanto.
Una tiendita con un aviso de “hay gasolina”, un taxi Toyota Corolla de los noventa y Bolivia se deja venir de repente. Leo todo, los nombres de los políticos y las consignas en viejos afiches y murales de campaña, el aviso de una fiesta regional que ya fue. Así es mi reencuentro con el español. Antes he pasado frente a un batallón del ejército brasilero, muy despacio y sin ver un alma, y en una garita del ejército boliviano dos jóvenes soldados me miran pasar sin decir palabra. En este punto ya estoy avanzando por el camino de chau del que me han advertido y el tamaño de los árboles, las nubes de mosquitos y el ambiente húmedo me hacen sentir de nuevo en la Amazonía.
El camino hasta San Matías aparece decorado con frecuentes taxis Toyota Corolla que van y vienen con pesadas cargas sobre los techos, y bolivianos y bolivianas que miran con curiosidad por las ventanas. Las motos son ruidosas, de marcas chinas que no conocía y los camiones viejos acostumbrados a la mala vida avanzan dando tumbos entre los charcos. Hay marranos sueltos y perros flacos que me miran con pereza desde el borde del camino. Todo me divierte. Pronto estoy en zona urbana y hay intercambio de saludos amistosos con algunos locales. Una tiendita insiste en llamarse conveniencia y veo por ahí un par de avisos de Vendese Peixe y Queijo.
De San Matías me dirán muchas cosas después, nido de asesinos y ladrones, guarida de narcos. Junto a otro Corolla convertido en puesto de comidas ambulante me quedo un buen rato mirando a los colegiales que salen en tropel y al gentío desordenado y colorido, las motos ruidosas y los perros, montones y montones de perros callejeros que se mueven ágilmente entre las motos y los carros. Las Hilux brasileras son frecuentes y los granjeros cowboys de Mato Grosso van y vienen como por su casa. Soy feliz. Perros con heridas de lucha, cojos, se me acercan y comparto mi comida barata con ellos. Siempre que hay un callejero a mi lado me siento seguro. Nada puede pasarme.
El dueño del Corolla y de los vasos de chicha a un peso, que no es oriundo de San Matías sino del norte del país, del departamento de La Paz, me mostrará fotos en Google de la colombiana San Andrés. El mar de los siete colores en imágenes saturadas, espectaculares. Me cuenta que planea ir a la isla con su familia a fin de año. Es un sueño que tiene con su esposa desde que se casaron. En otro pueblo de la región de Chiquitania, un par de semanas después, una viuda me mostrará las mismas fotos y me hablará del mismo sueño que frustró la muerte de su marido. Luego leeré la larga historia de los mares que arrebataron a Bolivia y recordaré a ambos soñadores. En una historia distinta, donde ni Chile ni Argentina bloquean la salida al mar a este país que cumple un siglo acorralado, las gentes de Bolivia disfrutan en sus propias playas y quizás son más amigables y espontáneas, más abiertas.
Acampo tranquilamente en la plaza principal del pueblo, me despierto de madrugada y doblo y enrollo todo acosado por implacables zancudos que penetran mangas y medias. En el comedor de la feria de mercado descubro la sopa de maní, blanca, grasosa, con fideos flotando y mucha cebolla. Cinco maravillosos pesos bolivianos. Pido dos platos que consumo ávidamente mientras mi teléfono gana un poco de carga y luego me quedo un rato bajo el alto techo de madera del salón mientras me aprovisiono de agua y ajusto un par de cosas en mi bicicleta. En las mesas de cemento donde las cocineras sirven con dedos que se hunden entre los platos soy interpelado por un vendedor itinerante de electrodomésticos y baratijas que me presume sus novias en todo Bolivia. Agradece a Evo por su combi Toyota que me muestra estacionada al otro lado de la calle. Ahora hay más plata y los bolivianos tienen carros y combis como la suya. ¿Por qué no tengo una novia? Si pienso ir a Sucre y Potosí va a hacer frío y con una mujer al lado es mejor. Hace el gesto de estar abrazando a una mujer dentro de una carpa y mueve su cadera. Se ríe y yo me río también. Con una mujercita es mejor, continúa. Si él fuera yo conseguiría una novia en San Matías. ¿Por qué no me quedo?
Dos kilómetros adelante del pueblo, sobre la vía que lleva a Las Petas, encuentro un cristalino arroyo donde me doy un refrescante baño y aprovecho para lavar algunas prendas. Los carros pasan despacio sobre el estrecho puente de madera y escucho “gringo” y “ese es uruguayo”. Hago los diez kilómetros siguientes a buen paso. Me siento confiado. Voy bordeando charcos y bancos de arena húmeda. Un bus de la empresa Trans Bioceánico aparece enterrado a un lado de la vía. Sus pasajeros se arrinconan en la sombra reducida que ofrece la manigua mientras las llantas del viejo bus patinan en el barro inútilmente. Alguien levanta una mano y saluda. Motos con pescadores y sus varas van y vienen cada tanto. Camionetas Hilux pasan a toda velocidad.
Me distraigo con tantísimas aves que me miran desde árboles y postes de cercas. Me meto a un bache y a otro, es necesario parar. La percepción de un lugar así es visual en alguna medida, pero su comprensión pasa por oídos, olfato, el cuerpo todo. Mis ojos se pierden en el reflejo de las aguas donde algo nada entre rayos de luz donde algo vuela, donde algo vive en perpetua animalidad. Las formas del bosque anfibio contienen las formas secretas de una constelación de vida. Los minutos pasan conmigo parado a un lado del camino, asombrado, seducido.

De repente ya no hay más buses ni motos y en el camino abundan los ires y venires de la vida secreta. Criaturas esquivas, a veces curiosas me miran desde un arbusto, una orilla. Sorprendo un ave de largas patas que no sabe si escapar o mirarme. Los pescadores me sorprenden también, a veces agazapados entre aguas quietas salpicadas de luz donde dan pequeños pasos inaudibles. La tarde comienza a caer. En otro puente de madera otro pescador calcula que estoy a medio camino de Las Petas, su compañero, que masca un bolo de coca tan grande que deforma su rostro, lo duda. El GPS de mi teléfono ha dejado de funcionar y vengo haciendo cálculos inexactos desde hace un rato. Pregunto con un hilo de esperanza por un lugar donde acampar. Una casa, o una hacienda quizás. Los hombres se miran y no lo piensan mucho. Las Petas, solo hasta Las Petas. Un pescador mayor advierte que el bosque se hace más denso adelante y menciona aquel nombre que de tanto en tanto llega a mis oídos. Estoy entrando a los dominios del tigre. Un pescador más joven parece seguro de que llegaré a Las Petas antes de las siete. El chico hace cálculos de moto y no creo en su pronóstico. Me apresuro.
Me divido entre el camino y la concentración que me exige moverme entre los charcos y la arena y pequeñas distracciones, las mantis que aparecen a un lado de la vía y que evito pisar, las orugas, las flores que arrastra el agua que corre bajo los puentes. Pronto la luz del sol abandona el camino y continúo pedaleando en un crepúsculo sin ruido de motores. A veces una moto o un camión quejumbroso que no se apresura en llegar a ninguna parte. Respiro con tranquilidad pero una veta de preocupación se fortalece. La oscuridad es inminente y estoy empecinado en seguir.
El coro de aves que me ha acompañado a lo largo de los últimos kilómetros se desvanece de a pocos y otro coro toma su lugar, el de las ranas que aúllan, cantan, arrean, vocean, gimen. Según oscurece, este coro va alimentándose de incontables individuos y en un punto el efecto se hace sobrecogedor. Nunca antes he escuchado algo como esto.
Con las últimas luces del día me doy una pequeña merienda que debo apresurar porque atraigo una multitud de pequeños insectos exploradores y chupasangres de diverso linaje. Sé lo que viene y me tomo un momento para aclarar las cosas en mi mente. Debo confiar, debo guardar la calma. Me repito esto mientras reviso llantas, inflo un poco la delantera que ha perdido presión, guardo las prendas que lavé en el río y que traigo amarradas al equipaje y con una correa de seguridad me las arreglo para fijar la pata de la bicicleta, que anda un poco floja y ha estado pegando contra la llanta trasera. Tengo agua, comida y no más de una hora de linterna. La dejo apagada, decido que voy a usarla en las horas más oscuras. Me cubro cabeza y rostro con doble licra. La oscuridad se cierra sobre el camino. Respiro hondo una, dos veces y retomo la marcha.
Antes he viajado de noche solo en un par de ocasiones y por no más de una hora. Me he apresurado y exigido físicamente hasta el límite para no hacerlo. Viajar de noche es otra cosa y en un camino como el del Pantanal ya no es tanto un viaje como una situación de riesgo. Aprovecho los últimos rastros de claridad y avanzo un despacioso kilómetro, quizá dos. Las sombras sobre el camino se multiplican, las veo moverse junto a mis llantas, aves nocturnas, roedores. Grandes alas de murciélagos pasan zumbando frente a mi rostro. El infinito coro anfibio es el mundo en el que flotan mis pensamientos. Me meto en charcos y baches que ya no puedo ver. Prendo la linterna, un kilómetro más, y la apago. Las luces de un vehículo que asoma desde lo lejos me muestran retazos del camino.
En la negrura total decido parar y revisar el equipaje. Enciendo la luz trasera de mi casco, roja y menos atractiva para los insectos y reviso que todo esté bien. El GPS ha vuelto a vivir. Veinte kilómetros me separan de Las Petas.
Apago la luz, guardo el teléfono. El mundo es una gran laguna donde un billón de anfibios canta al universo y yo estoy metido en este mundo sin saberlo.
Levanto la cabeza. El firmamento preñado de astros, uno por cada criatura que canta en la negra noche del Pantanal boliviano.
Poco después puedo ver mi sombra claramente proyectada en el camino. A mis espaldas la luna ascendiendo sobre el horizonte selvático es un verdadero amanecer. Avanzo sobre un río de plata y son destellos los charcos. En esa claridad prodigiosa de sombras y rincones mis miedos, que he mantenido a raya en la oscuridad, ascienden sin restricción.
No, no es el tigre del que me hablaron ancianas y pescadores. Es un arbusto.
No, no es el jaguar ni la pantera que me vieron pasar y dejaron que siguiera mi camino. Es la rama del árbol que me protegería bajo el sol ardiente y que ahora mi miedo confunde.
La luz roja, intermitente, de una antena, me anuncia que me aproximo a Las Petas. Es casi media noche y me siento exhausto, adolorido. Un puente de madera más y veo la luz de una garita del ejército. Me acerco y les hablo a dos jóvenes soldados con voz reducida, ahogada. Uno de ellos mira hacia la noche de la que he salido y me dice que puedo acampar junto a la garita, bajo el árbol de mango. Me siento sobre una plancha de cemento y el peso del cansancio se deja caer sobre mí. Recibo un plato de sopa que uno de los chicos trae desde el puesto de control, al otro lado del camino, y la bebo mientras un par de ellos me miran por encima de sus teléfonos. A veces levanto la cara y los miro y quiero explicarles lo que escuché, quiero hablarles de las ranas y de la luna y de ese mundo en el que estuve.
Me las arreglo para hacer campamento bajo el árbol junto a la garita y duermo profundamente sobre una colchoneta que no llego a inflar del todo. Llueve en la madrugada y yo sueño con amigos de la infancia, un partido de fútbol en un potrero con caballos, una exnovia.
En Las Petas me quedaré un par de días, descansando y esperando el momento oportuno para seguir el camino de chau hasta San Ignacio y luego a Santa Cruz. Se me preguntará de dónde vengo y hacia dónde voy muchas veces más. Es la pregunta obligada y uno termina por acostumbrarse a ella.