Lección de anatomía del Dr. Willem van der Meer. Pieter van Mierevelt y Michiel Jansz. 1617.
Terapias de caverna
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Por ÓSCAR MARÍN
Vi la película Boy erased. Logré verla pero tengo que confesar que tuve que hacer varias pausas. El horror que vi, la tortura que vi, la necesidad frenética de todos por borrar la identidad de un chigo gay, hijo de un pastor, me hacía sentir sin aire, solo, abusado, melancólico. Fue una mezcla de sentimientos que no podía controlar, se parecen mucho a la que siento mientras escribo estas líneas. Fue la primera vez que intenté hacer conciencia de lo que pasé al acudir a “terapias de conversión” para abandonar la homosexualidad. Fue la primera vez, luego de muchos años, que me detuve un poco a pensar, en qué momento y cómo tomé esa decisión equivocada.
Luego de un rompimiento —la tusa lleva a cometer errores— emprendí mi regreso a una iglesia evangélica. Ya lo había hecho en la adolescencia. Estuve allí unos meses, disfrutando lo que en ese momento era un bálsamo que aliviaba el dolor. Un día el pastor se acercó a decirme que habláramos. Apartamos un espacio de consejería y asistí a ella. Subimos al segundo piso, nos sentamos en sillas Rimax, uno frente al otro en un salón amplio y polvoriento. Me dijo que había tenido una revelación de Dios, que él le había hablado de mi homosexualidad… Rompí en llanto, estaba allí, expuesto, con un secreto a voces, atento a lo que Dios podría decir frente a esto que experimentaba. Me dijo que si quería cambiar había una posibilidad a través de un grupo de personas que hacían cursos especiales para abandonar este pecado que el faro moral del conservatismo, Roberto Gerlein, llamó sucio y excremental.
Dije que sí a la invitación. Lo que escuché entre 1996 y 1999, primer periodo de asistencia a esa iglesia, lo que decía la sociedad y mi madre cuando le conté que era marica, me hacían concluir que esto era una enfermedad que se había enquistado en mi cuerpo y que debía ser removida para por fin ser feliz y sentirme pleno.
El pastor hizo una cita con el líder del grupo y nos reunimos en un lugar en el Centro, cerca del Parque del Periodista. Era una oficina en la que escasamente cabíamos los tres, un poco desordenada, con papeles por todos lados y un poco fría. Conté por lo que pasaba, me escucharon de manera atenta. Luego escuché lo que decía el hombre, había abandonado la homosexualidad hacía ya varios años y se sentía a gusto cumpliendo con el mandato de Dios por ser y sentirse heterosexual. Me convenció lo que dijo.
Vi en esta experiencia la posibilidad de dejar un pecado que seguramente me llevaría a la condenación eterna. Creí que tomaba la decisión de manera libre, convencido de que lo correcto era enamorarme de una mujer, casarme con ella y tener hijos: “Por tanto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Gén. 2:24).
Me anoté al curso, no tenía dinero para pagarlo, pero la iglesia se encargó de ello. De ahí en adelante pasaron muchas cosas, vergonzosas según la mirada que hoy tengo, pero correctas para mi asustada visión a los veinticuatro años. Me dijeron que era culpa mía, que debía renunciar a las veces que me uní sexualmente con otros hombres: tuve que decir sus nombres, pedirles perdón y romper ataduras que los encuentros generaron. Todo ello de manera simbólica, delante de otras personas, lo cual atenta contra la intimidad. Me sentía en la caverna de Platón, una en la que, atado a pies y manos, solo puedo ver un muro en el que se refleja la única verdad posible de ver, sentir el único miedo posible, escuchar las voces autorizadas que te medican, buscando la sanidad de la enfermedad. Una caverna que me inmovilizaba, que me impedía ser.
Intenté elaborar un árbol genealógico de pecados en mi familia para identificar las suciedades que había heredado. Decían que debía romper con esas herencias, pues ellas habían logrado llegar hasta mí en forma de homosexualidad y por ello estaba enfermo.
Le echaron la culpa a la falta de un padre, una figura masculina que me enseñara de alguna forma a ser un hombre de verdad, y no el remedo que era en ese momento. Culpabilizaron a mi madre por no darme los cuidados necesarios, o por sobrepasarse en ellos y quizás haber logrado feminizarme.
La culpa siempre estuvo presente, propia, por las decisiones que tomé y las veces que me acerqué a otras personas con este pecado infectocontagioso, o la culpa de alguien más, alguien más que me empujó, que me abusó, que me mintió, que me malcrió. Era, como relata Rafael Cadenas en su poema Mi pequeño gimnasio, la culpa como apuesta constante por ejercitarme para “hacer de mí un hombre racional, que viva con precisión y burle los laberintos”. Un hombre de verdad, sin miedo, capaz de apropiarse de la rudeza y abandonar lo pecaminoso. Unos ejercicios que “en clave, persiguen mi transformación en Hombre Número Tal”, sin identidad propia, sino la dada por el deber ser heteronormativo. Dejando por tanto “de ser absurdo”.
Buscamos posibles abusos infantiles, relaciones con la meditación, con haberme hecho leer las cartas o el cigarrillo alguna vez, con hacerme leer el horóscopo de Salomón, el teléfono sabio de El Colombiano. Quizás abrió alguna puerta la lectura de la clara del huevo que le hacían sagradamente cada primero de enero a mi mamá, en la búsqueda casi frenética de un futuro mejor, uno que ninguno en la familia esperaba atado al miedo, al terror que producía saberse condenado eternamente al infierno, sufriendo más de lo que ya habíamos sufrido por años, viviendo en Lovaina, sin casa propia, sin empleo digno, sin educación de calidad…
Todo era absurdo, pero no me daba por enterado. Los amigos me lo decían, pero dejé de escucharlos por recomendación de mis “tutores”, pues ellos podrían contaminarme y hacerme caer de nuevo en esta enfermedad terminal para el alma. Era como matarlos cuando en esa caverna me invitaban a abrir los ojos, a mirar hacia otro lugar, a ascender a la luz.
Como sociedad hemos construido una forma correcta de ver el mundo, de construir relaciones. La heterosexualidad ha sido una de esas construcciones que hemos considerado correctas, el deber ser. Entiendo la heterosexualidad a partir de los aportes de Adrienne Rich y de la francesa Monique Wittig, quienes señalaron que es una institución y un régimen político que atraviesa las relaciones sociales, y que afecta la vida de las personas, pero en mayor proporción la de los cuerpos feminizados: cuerpos de mujeres cisgénero, de mujeres trans, de mujeres lesbianas y de hombres homosexuales (sean o no afeminados). La heterosexualidad como el deber ser, como lo correcto, como la forma establecida para relacionarse y complementarse.
La heterosexualidad no es una simple práctica sexual dentro de una amplia gama, sino de una compleja y muy estructurada institución obligatoria, desde la propuesta de Rich, o un régimen político, desde lo que apunta Wittig. Ambas las viví, tenía que ser, ver, sentir, hablar y relacionarme como un heterosexual creíble, para evitar la condena eterna. Tenía que casarme con una mujer y tener hijos, porque era lo que esperaba la sociedad. Ambas situaciones para no ser visto como raro, como diferente, como enfermo y pecador. Debía ser y parecer.
El deber ser masculino-heterosexual representa el patrón culturalmente dominante y aceptado de ser hombre en nuestra cultura occidental: el mismo genera un patrón de otredades, a modo de herramienta que permite visibilizar las desviaciones del ideal masculino. Genera alarmas para evidenciar a quienes se salen de la fila recta y definida.
Identificar las desviaciones, señalarlas, hacer que las personas se sientan culpables y a la vez enfermas es la estrategia de este tipo de grupos, sean o no religiosos. La manipulación mental, emocional y espiritual es la constante, no dejan una parte de las personas sin ser conquistada por el discurso de la heterosexualidad obligatoria. Cualquier resquicio cuenta para fortalecer el control que se ejerce sobre el cuerpo, los pensamientos, los deseos, las relaciones… Lo que veía en la televisión y lo que escuchaba en la radio era controlado, por el temor a que fuera contaminado.
Ninguna de las personas que aplicaban “terapia” tenía formación en psicología o psiquiatría, ninguno estaba en capacidad para contener una posible situación emocional que se saliera de control. Sabíamos orar, sabíamos cantar, sabíamos imponer las manos, sabíamos leer el manual y seguir paso a paso lo que allí se indicaba. Si un recuerdo o una confesión desencadenaba una inestabilidad emocional o mental no teníamos cómo afrontarla, más allá de creer que quizás era un demonio que se manifestaba.
Esos “médicos” de un dios implacable siguen intentando recetar salidas a lo que consideran una enfermedad…, el lugar cerca del Parque del Periodista sigue en pie, ellos siguen creyendo que sanan a las personas, les siguen mintiendo a gente de todas las edades, diciéndoles que la homosexualidad es un mal que debe ser borrado de sus cuerpos, de sus deseos. Siguen sometiendo a las personas a la vergüenza, a la ignominia.
Allí están, amparados en la libertad de culto, contraviniendo lo que reza la Constitución de 1991, que no solo reconoció a un país laico, sino que dejó claro que el derecho al libre desarrollo de la personalidad es fundamental y que no hay pie a negociaciones frente a este.
No pasó un día sin que me sintiera sucio, sin que me sintiera culpable y viera que fracasaba en ser lo que no podía ser. Sin embargo, me repetía constantemente, como un mantra que alejaría las tentaciones: “¿O no sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No os dejéis engañar: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los difamadores, ni los estafadores heredarán el reino de Dios” (1 Cor. 6:9-10).
Cuando deserté sentí mucho miedo, esperaba un rayo que fulminara este cuerpo pecador y contradictor de tantas voluntades, pero estaba seguro de la propia. Me alejé de lo religioso, de los discursos que señalan a las personas como no aptas para recibir lo que predican como un regalo. No me interesa estar en lugares, ni hacer parte de discursos que vulneren la identidad de otros.
Quisiera decir sus nombres, los nombres de las organizaciones, las direcciones, pero para qué, para qué exponerlos al escarnio, para qué llevarlos a que sigan ejerciendo presión en las personas con mayor clandestinidad. Quiero soñar con que la posibilidad de libertad, de ser quienes queremos ser, confiar en que el proyecto de ley que radicó el representante a la Cámara Mauricio Toro surta trámite, se apruebe, se concilie y el próximo presidente lo sancione como ley. Así tendremos cómo castigar a quienes secuestran, torturan, borran y matan las identidades de género y las orientaciones sexuales de las personas. Solo así tendremos justicia quienes pasamos por esas prácticas aberrantes.
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