Mi película de Tomás Gutiérrez Alea
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Por ÁLVARO CASTILLO
Ilustración de Juliana Arango
Para ti, Yamila Peñalver, maravillosa y hermosa
—¿Y esas historias tú las has escrito, Álvaro?
—Algunas, Yamila… Estoy escribiendo un libro sobre mis experiencias en Cuba desde el año 1995. Se llama Mi Cuba. Ya casi llevo cuatrocientas páginas…
—¡Un tocho! Tendrás que podarlo…
—Sí, lo sé. El problema es ese. “Acá uno se muere echando cuentos”, como dice mi amigo Omar. Mientras tanto voy a contarte mi película de Tomás Gutiérrez Alea. Te prometo que esta sí es la última. Ya debes estar cansada de tanta muela.
No dijo nada. Solamente me miró con esos ojos negros que atrapan el mundo y me sonrió, como si encendiera una vela, para iluminar ese lugar un poco oscuro del Café Escorial donde nos refugiamos para huir de unos musicuchos de “Hasta siempre”.
—Desde el momento en que la vi me puse para ella. Así de simple: la vi y caí. Llevaba un traje rojo y un marpacífico rojo en el pelo.
—¿Una flor roja? Jejejeje…
—Sí…, ¿por qué te ríes?
—Por la forma en que lo cuentas y mueves las manos mientras lo haces.
—Bueno. Estaba toda vestida de rojo. Era una mujer blanca, delgada, con un pelo negro azabache, espeso, que le llegaba a la mitad de la espalda. Era la especialista (que es un oficio que existe acá que nunca he tenido muy claro para qué sirve o qué es) encargada de la sala donde se iba a presentar (entre otras cosas) mi libro Julio Cortázar: una lectura permutante del Capítulo 7 de Rayuela. Lo publicó la editorial Capiro en una edición de cien ejemplares que se regaló ese día. Los que se empeñaron en que se publicara fueron Rebeca y Lorenzo. Gracias a ellos y a Fidelito es que salió. Es el ensayo con mi “descubrimiento” cortazariano del que te hablé el otro día.
—Sí, me acuerdo.
—La cosa fue que, como corresponde, unas horas antes todavía el libro no estaba listo. En Cuba me han tocado lanzamientos de libros sin presentador, libro o autor. Cosa más grande… Fui con ella a la imprenta donde, a paso redoblado, los compañeros terminaban de armar mi libro. El problema es que lleva unos sueltos. Unas, llamémoslas así, tarjetas. Ilustradas por Janley, para demostrar mi tesis de que el capítulo 7 de Rayuela puede leerse como un poema permutante. El sol era pavoroso. Ella se protegía con una sombrilla.
—¿Roja?
—Por supuesto. Como debe ser. Regresamos con los libros en una caja de Habana Club. El libro lo presentó Rebeca. La sala estaba llena, Yamila, para donde mirara veía a un amigo. Como pensaba que ese encuentro con la belleza iba a finalizar ahí le pedí a Leonardo, creo, que me tomara una foto con ella. Sacó dos. Ya no lo tengo claro si fue al día siguiente, o cuándo, que nos encontramos a la entrada o salida de una presentación. Los tímidos somos suicidas. Si nos ponemos a pensar demasiado o a planear nos quedamos sin actuar. Por eso, cuando llegamos al abismo, nos arrojamos de una: ¡fuá! Y ya. Al todo o nada. En este caso, menos mal, me dijo que sí, podíamos salir a tomar algo. La cita era a las ocho de la noche, frente a la catedral. Llegué unos minutos antes, como el casi puntual inglés que soy. Ocho y diez, ocho y media, diez para las nueve… Frente a mí, unos policías ya empezaban a mirarme con una extraña rareza desatando una galopante paranoia en mí. Regresé a la casa de los gordos bastante encabronado y decepcionado. Recordé que ella me había contado que Rubén le había propuesto tomarle unas fotos desnuda. Ella iba a ir a ver su trabajo en la tarde. Lo llamé. Cuando terminé de contarle me dijo: “Lo que pasa es que tú no tienes enganche con las mujeres”. “Ajá. Claro”. Me hice el sueco con lo que me dijo. Sabía que no era algo bueno pero preferí dejarlo pasar. ¿Pa qué?
Al otro día, como a las siete de la mañana, sonó el teléfono. Era ella para explicarme lo que había pasado. Resulta que, no sé por qué motivo, el reloj de la casa donde se estaba quedando no tenía la hora bien puesta… Era una pareja de viejitos que ella cuidaba. Por esa razón, cuando salió, no llegó a las ocho sino a las nueve. Y bueno… “Pero yo quiero verte, Álvaro”. “El problema es que yo me voy mañana…”, respondí con la seguridad del que sabe que ahora tiene el balón en su campo. “Bueno, si quieres podemos vernos hoy en el mismo lugar, a la misma hora. Pero solo te espero diez minutos…”. Llegó a las 8:09. Primero fuimos a comprar una cajetilla de H. Upmann. Después nos fuimos a sentar en el malecón sin agua de Santa Clara. Me contó que había leído mi libro. Que le había gustado mucho y encantado leer el capítulo 7 en las tarjetas. Que, por más que las barajara, siempre resultaba el texto bien. “Esa es la cosa”, le respondí sonriendo y mirándola toda sin poder creer que estuviéramos ahí. Lo mismo que me pasó cuando vi por primera vez desnuda, ante mí y para mí, a Yanelis, mi meñique oriental: “¿Y todo esto es pa mí?”, “Sí, pa ti…”.
En ese momento, un silencio de Bécquer se instaló entre nosotros y solo podíamos irnos a un beso. Y allá nos fuimos. A un beso hasta lo más hondo. Nos levantamos, tomados de la mano, y caminamos hasta el bulevar. “¿Vamos al Daiquirí a tomar algo?”, le pregunté. “Vamos”, me respondió apretando mi mano con más fuerza y acercándose más a mí. Nos tomamos, como debe ser, dos daiquirís sin ser abrumados por alguna música horrenda que amenazara con imponernos ser mudos y sordos. Salimos, tomados cada vez más de la mano, y volvimos al malecón sin agua a continuar besándonos. “¿Quieres que nos vayamos a otra parte?”, le pregunté al todo o nada. Si ya me había suicidado una vez no importaba volverlo a hacer. “Bueno, ¿para dónde?”. Ahí, Yamila, empezó la película de Tomás Gutiérrez Alea.
—¿Pero no había empezado?
—No, niña… Hasta ahora terminamos el preámbulo. Ahora es cuando, de verdad, empieza la cosa. “¿Para dónde?”, esa puede ser en algunas circunstancias, en Cuba, una pregunta trascendental sobre la definición del ser y estar del individuo. Una cuestión ontológica. Y más, si como se trataba en este caso, de una cubana con un extranjero. ¿A qué lugar podíamos ir sin que pensaran que se trataba de una jinetera con un yuma? Las posibilidades reales de un hotel donde no nos pidieran la documentación y quedara fichada para siempre eran nulas. Una posada, menos. A donde nuestros respectivos anfitriones, imposible. ¿A dónde, coño? “A la vuelta de la catedral hay una posada. Vamos ahí a ver”, me dijo con una seguridad pasmosa. Regresamos al punto de donde habíamos salido a descubrirnos. “Espérame en la esquina. Ya vengo”. Fue hasta la mitad de la cuadra y golpeó en una puerta. Yo, mientras tanto, miraba con desconfianza a los mismos dos policías de ayer que seguían conversando mirando al cielo sin importarles ni lo más mínimo nuestra presencia por ahí. “Yo no sabía que los policías ahora eran astrónomos”, recordé que dijo una vez Pedrito ante una situación policial similar solo que, en ese caso, era con fajazón y piñazos.
“Que no podemos”. “¿Y por qué?”. “Porque no traje el carné”. “¿Estás sin carné?”. “Sí, lo dejé en la casa…”. Ante la austeridad de su respuesta decidí dejar de preguntar porque ¿pa qué? Abrumado, ante este embate de la realidad contra el sueño, se me ocurrió una genialidad: “Tú sabes que a los yumas siempre nos están ofreciendo, en el Parque Vidal, cosas. Tabaco, ron, taxi, mujeres, lo que sea… Vamos y yo le pregunto a alguno de esos tipos si conoce alguna casa de alquiler a donde podamos ir. ¿Te parece?”, me miró algo asombrada. “Sí, vamos”.
Y fuimos. Ella me esperó, sentada, en un banco del parque mientras yo miraba a mi alrededor y descubría a dos jóvenes, vacilando en una esquina, con cara de resolvedores de todo. “Buenas noches…, miren…, les quiero hacer una pregunta…”. “Claro, mi hermano, dime”, respondió uno de ellos de manera bastante elocuente. “Estoy buscando un lugar para ir con una muchacha”. “¿Estás buscando una muchacha?”.
—Jajajaja… ¡Pero si a la muchacha ya la tenías!
—Así es Yamila, ¡y no me iba a cobrar! “No, la muchacha ya la tengo. Lo que pasa es que no sabemos a dónde ir… Ah… Y además solo tengo diez pesos…”. “¿Solo diez?”, me respondió el otro de manera bastante decepcionada. “Sí, no tengo más”. “Espérate un momento”. Se alejaron un poco para conferenciar. A todas estas, ella, sentada en su banca, decidió transformarse también en astrónoma. Después de una deliberación al parecer no tan ardua volvieron. “Mira, mi hermano. Te vamos a llevar donde un amigo de nosotros, el Tigre, para que puedas estar con la muchacha. Los llevamos. Esperamos a que terminen y los volvemos a traer. Todo por diez pesos”. “¿Diez?”. “Sí, solo diez. Vamos”. Volví a la banca y le conté. “¿Pero tú los conoces a ellos?”. “Es la primera vez que los veo… Ni idea quiénes son”. “¿Será seguro?”. “Yo creo que sí”. “Bueno, vamos”.
Y fuimos con aquellos dos, que yo jamás había visto, hasta su máquina, un Lada creo de color terracota, y nos encaminamos a un ignoto lugar donde nos esperaba la casa del Tigre. Las manos tomadas y cerca, muy cerca, el uno del otro. El último punto que reconocí fue la oficina del libro y la librería Kokorioko, que siempre está cerrada. Llegamos a una casa, en algún lugar del mundo, y nos detuvimos. Se bajaron los dos y golpearon la puerta. Les abrió un negro gigantesco y gordo (“un negro Revé”, como me enseñó hace unos días Ela) con el que parlamentaron muy tranquilamente. Descendimos de la máquina y nos acercamos. “Mucho gusto”, me extendió la mano el dueño de la casa. Una mano gigantesca y oscura. “Sigan. Están en su casa”. Apenas entramos, ella, que hasta el momento había decidido permanecer muda, preguntó: “¿Y el baño tiene agua caliente?”. Los tres la miramos como diciendo: “¿Y a esta anormal qué le pasa?”. “No, no tiene”, respondió el Tigre (que más se asemejaba a una pantera negra obesa). Entramos al cuarto (una cama, un sillón y un televisor en blanco y negro) y fuimos hasta el baño que, como es obvio, estaba en candela. “Aquí no”, fue lo único que me dijo inaudiblemente mientras me jalaba hacia la puerta. Los tres nos miramos asombrados.
Cojones… ¿Y entonces ahora qué?, ¿qué les voy a decir a estos hombres?, me pregunté mientras salíamos de la casa. ¿Y si el Tigre se ofende y encabrona que yo hago? ¿Y los otros dos? Van a terminar insultándonos, pidiéndome los diez pesos y, uno nunca sabe, queriendo cobrar la ofensa de alguna manera, no precisamente grata…, pensé con mi paranoia habitual a mil. Me acerqué a los dos resolvedores y les expliqué la situación. “Tú sabes, mi hermano, que las mujeres joden por cualquier cosa…”. “No te preocupes, chico. Nosotros le explicamos”. Se acercaron a él. “No hay problema, mi hermano”, me dijo el Tigre con una voz suave y pausada. Y agregó: “A la vuelta del Parque del Carmen hay una posada, vayan a ver allí. El dueño se llama Fernando”. ¡De madre!, me grité. ¿De manera que a la vuelta de la casa de los gordos, a la vuelta de la casa donde me estoy quedando y no puedo ir, hay una posada? Esto no es fácil… “Vamos p’allá”, les dije.
Y regresamos, rumbo al Parque del Carmen, preguntándome qué íbamos a hacer ahora porque, como es obvio, tenía que darles los diez pesos a nuestros conductores. Llegamos. Miré el segundo piso de la casa de los gordos, donde aún estaba la luz encendida a pesar de ser casi ya las once de la noche, y pregunté con voz segura: “¿Y entonces cuánto les debemos?”. “Mi hermano… danos tres pesos…”. Sin poder creer lo que estaba sucediendo ante esta aparición de la solidaridad sin límites que, como todo en exceso, pueden tener los cubanos, les extendí mi único billete de diez. Y me dieron el cambio en divisas, para que tú veas, sin lucha ni tragedia alguna. Nos tomamos de la mano y emprendimos el camino para la posada de Fernando, bajando por la calle de Los Atrevidos.
—¿Y tú de verdad te acuerdas de todos los nombres, Álvaro? Porque vaya…
—Generalmente no, Yamila. Para nada. Algunos se me graban y otros los invento. Los llamo de alguna manera y ya. Nos detuvimos antes de llegar. Ella subió los tres o cuatro escalones hasta la puerta. Golpeó. Le abrió un gordo sin camiseta. Sudoroso. No oí lo que le dijo aunque me lo puedo imaginar. La cosa fue que ella entró y, mirándome a mí, dijo: “Sigue chico, sigue…”. Subimos al segundo piso. Era un cuarto amplio con una cama doble, espejo grande de pared, aire acondicionado, ventilador y baño. Todo muy aseado y confortable. “¿Y el baño tiene agua caliente?”, volvió a preguntar ella. ¡Cojones con la calentura!, le grité silenciosamente mientras mi mirada le decía: “Oye, bájale a la apretadera”. “No, no tiene agua caliente pero la ducha está muy bien”. La miramos. Efectivamente estaba muy bien. Amplia y con las losas blancas impecables. “Nos quedamos”, dijo ella. “¿Y cuánto cuesta?”, le pregunté dolorosamente sabiendo que en mi cartera solamente quedaban siete desamparados pesos. “¿Cuánto tiempo van a estar?”. “Hasta mañana”, respondí, dueño del mundo y de la situación. “Siete pesos, chico. En el refrigerador hay cerveza fría, por si quieren. Están incluidas”. Cerramos la puerta sin poder creer, ninguno de los dos, lo que estábamos viviendo, la aventura en que nos habíamos embarcado para poder encontrar un lugar para estar juntos y dejar que los besos fueran hasta donde tenían que llegar.
—¿Es en serio lo que me estás contando?
—Sí, en serio… No estoy inventando nada. ¿Viste por qué te dije que era una película de Tomás Gutiérrez Alea?
—De madre… ¿Y la muchacha cómo se llama?
—Me acuerdo, como diría Rafael Alcides, pero un caballero no tiene memoria.
—¿Y cómo era?
—Ella era tan hermosa como un antílope, un impala…, vaya…, como una gacela… Sí, como una gacela…