Festivales de humo
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Por ESTEFANÍA CARVAJAL
Fotografías de Juan Fernando Ospina
Afuera, colgando del balcón, está el pendón del evento: 2022, febrero 10 al 13, 7º Edición Festival Internacional de Cine de Medellín.
Estamos en el barrio París, en Bello, a un par de cuadras de la Maruchenga. Es viernes 25 de febrero a las dos de la tarde. Afuera hay tres personas que supongo vienen para el festival porque hablan entre ellos como esperando algo. Les pregunto dónde es: la casa tiene tres pisos, pero ninguno resalta entre los otros. Nos señalan el segundo y dicen: “Bien puedan”, como si fuera su casa.
Arriba, nos recibe una mujer delgada, crespa, de cabeza chiquita y acento venezolano.
Sonriente, nos pregunta si somos de la prensa.
Juan le dice que sí.
Nos dice que sigamos, que ya casi empieza, que están esperando a que lleguen los directores.
¿Confirmaron muchos?, pregunto.
Dice que cinco. Que ayer mismito hablaron con ella. Y no sé por qué, a pesar de lo que ya sé, elijo creerle.
Le diremos Marta.
A ella le encargaron desde Chile la organización del festival. Es la segunda vez que lo hace.
En 2021, la proyección fue en La Casa Centro Cultural, por ahí por el Coltejer, dice.
Asistieron, según las fotos que publicaron en la web, unas seis personas que vieron los cortos desperdigadas por una sala llena de sillas vacías.
Juan David Belalcázar, el director de La Casa, les alquiló el espacio y presentó las películas con nombre y director, tal como le pidieron. Fueron dos jornadas de tres horas, sábado y domingo. Al final del segundo día, los asistentes recibieron un certificado de participación, a una mujer le dieron un trofeo y posaron todos para la cámara con el tapabocas puesto.
Este año no se pudo allá, dice Marta. Hubo problemas de producción y el festival se retrasó quince días. Pero hasta mejor, piensa. Así la gente del barrio puede venir más fácil y no tiene que bajar hasta el Centro.
Los tales problemas de producción empezaron la semana del 7 de febrero, cuando el director etíope-americano Negash Abdurahman aterrizó en el aeropuerto José María Córdova de Rionegro esperando encontrar a algún delegado del séptimo Festival Internacional de Cine de Medellín, Festmedallo, donde su película Cuba en África había sido seleccionada para competir por el galardón a mejor corto documental.
Antes de que su corto llegara a Colombia lo habían presentado en el Teatro Nacional de Etiopía en un evento al que asistieron “cubanos residentes, miembros de la Misión Estatal cubana en Addis Abeba y personalidades de la política y la cultura”, según dijo la embajada de Cuba en Etiopía.
El corto también había sido proyectado en Nueva York —entre los asistentes estuvo el representante permanente de Cuba ante las Naciones Unidas, Pedro L. Pedroso Cuesta—, en el Festival International du Film PanAfricain Cannes —donde recibió una mención especial del jurado y el premio Dikalo por la Paz— y en otros quince festivales en los que, dice Abdurahman, “todo fue muy agradable”.
En Medellín esperaba algo así, y sus expectativas no eran infundadas: Fest-medallo le había dicho que el evento se celebraría del 10 al 13 de febrero y que su corto estaba programado para el último día de proyección: “Cortometrajes, largometrajes, videoclips, público, cineastas y distribuidoras… en la ciudad de la eterna primavera”, era la promesa.
Tan pronto como llegó a Medellín, Abdurahman trató de ponerse en contacto con los organizadores del festival, pero nadie le respondió. Unos conocidos suyos del sector audiovisual lo recogieron en el aeropuerto y lo instalaron en un hotel por la 70. A ninguno le sonó el nombre del festival y nadie recordó que hubiera un evento cinematográfico en Medellín en la primera mitad del año.
El rumor empezó a correr por los grupos de WhatsApp de los cineastas y les llegó, casi al mismo tiempo, a Mario Viana y a Juan David Orozco.
Mario Viana es productor y miembro de la junta directiva de la Asociación Nacional de Festivales, Muestras y Eventos Cinematográficos y Audiovisuales de Colombia, Anafe.
Juan David Orozco es comisionado fílmico de la Alcaldía de Medellín.
Viana no encontró al festival en las bases de datos de la Anafe ni la razón social en la Cámara de Comercio. En cambio, encontró el sitio web de Festmedallo —una página construida en Wix y sin dominio propio—, y allí vio que estaba indexado en varias plataformas que sirven como intermediarias para la postulación de películas a miles de festivales en todo el mundo.
Una de esas, FilmFreeway, permite a cualquier usuario crear el perfil de un festival de cine que cobra equis suma de dinero por la inscripción. Pero como los requisitos no son muchos y los festivales ni siquiera están obligados a demostrar encuentros físicos, pronto empezaron a aparecer eventos y premios que solo existen en la ficción de internet.
La fórmula es simple: escribes el nombre de una ciudad famosa seguida por Gold Awards o Film Festival, y ahí tienes el nombre. Haces —o copias— un sitio web, un logo, un reglamento, y creas perfiles falsos para que te pongan cinco estrellas en todos los parámetros de calificación. Entregas premios cada mes, o cada dos meses, y dices hacer cada vez una proyección de dos horas con algunas de las películas seleccionadas en tus más de veinte categorías. Montas fotos del teatro vacío donde supuestamente haces las proyecciones y pones una dirección de Google Maps.
Ofreces, además, servicios complementarios. Vendes reseñas de tus críticos de cine y entrevistas a los directores, cada una por $150. Y si te pagan $300, también les vendes el trofeo. En todo caso, si son seleccionados les mandas el PNG del sello para que ellos lo exhiban, orgullosos, en el póster de su película.
Laureles a la carta y a domicilio
En FilmFreeway, Festmedallo está etiquetado como un festival de categoría Gold que promete ser un espacio “para la proyección y difusión de películas de todo el mundo”, “una plataforma para patrocinadores de la industria cinematográfica mundial” y “una vitrina donde se dan cita personalidades del cine latinoamericano”. “Para la tercera edición esperamos tener una audiencia de siete mil espectadores”, dicen.
Exhibe dieciséis comentarios escritos en inglés y en español de perfiles con nombres alemanes, indios y hasta árabes que califican al festival con cinco estrellas y aseguran que es un “evento maravilloso” y que se sienten honrados de haber participado en el “prestigioso certamen”.
El costo de la inscripción no es reembolsable y cuesta entre once y diecisiete dólares en cada una de sus trece categorías.
Sin embargo, las cuentas de redes sociales de Festmedallo no son las de un festival con siete versiones y siete mil asistentes. En Twitter tiene 42 seguidores, solo publica contenido una vez al año, por los lados de febrero, usa fotografías de otros eventos de la ciudad que hace pasar como propias y las únicas pruebas de que hubo alguna vez una proyección son unas fotos publicadas en febrero de 2021, que también están colgadas en el perfil de FilmFreeway y en su sitio web.
Viana sospechó que Festmedallo pudiera ser un festival fantasma y se puso en contacto con la Comisión Fílmica de la Alcaldía, donde encontró a Juan David Orozco muy enterado y con más detalles del presunto festival fraudulento.
Hacía dos años, cuando Orozco recién llegaba a la cabeza de la Comisión Fílmica de Medellín, un italiano de esposa paisa había viajado desde Europa a ver su película en el mismo festival, pero esa vez, Festmedallo ni siquiera se tomó la molestia de organizar una proyección.
La Comisión Fílmica de Medellín denunció al festival ante las plataformas de distribución y logró que una de ellas eliminara el perfil. El sitio web y las redes fueron temporalmente suspendidas por sus propios administradores, que al año siguiente volvieron a activarlas como si nada hubiera ocurrido.
En 2022, Orozco escuchó de nuevo del fantasma por algunos cineastas colombianos que habían sido seleccionados en el festival. A diferencia de las versiones anteriores, este año Festmedallo anunció con antelación que el evento sería en La Casa Centro Cultural. Enviaron correos con la dirección a los directores participantes e incluso usaron el logo de la organización en sus piezas de redes sociales. La Comisión Fílmica decidió esperar a que pasara la fecha del evento para alertar al sector sobre el posible fraude, más que nada para evitar señalamientos de censura por parte de sus organizadores.
Pero la llegada de Negash Abdurahman adelantó los planes.
Juan David Balalcázar, que era la única persona conocida que podía darles noticias del festival, les dijo que una mujer iba a La Casa el jueves antes del evento a entregar las películas. Allá la esperaron: Viana, Orozco, Belalcázar y otra funcionaria de la Comisión Fílmica.
Y allá llegó: una mujer delgada, crespa, de cabeza chiquita y acento venezolano que parecía no saber nada de cine, pero que sonreía con la mejor disposición. Marta les dijo, como me diría después en París, que ella era una simple intermediaria y que el director del festival estaba por fuera de la ciudad. Eduard Mendoza, dijo. “Como está en la página web”.
Ellos insistieron en que querían hablar con él.
Ella marcó desde su teléfono y lo puso en altavoz, con cuidado, dice Viana, de que nadie pudiera ver el número de contacto. El hombre que contestó se identificó como Argenis Herrera Sánchez y dijo ser el director de programación del festival. Hablaron por dos horas y media. Belalcázar describe la llamada como un “ejercicio de confrontación” y a Herrera Sánchez como un “completo culebrero”. Orozco usó la misma expresión para referirse a él. Viana dijo, en tono irónico, que el señor “habla maravilloso”. Y los tres contaron que sacó mil excusas ante los cuestionamientos, pero que en resumen dijo que estaba aprendiendo y que tomaría nota de las recomendaciones para hacer de Festmedallo un mejor festival.
Una búsqueda en Google sobre Argenis Herrera Sánchez arroja los siguientes resultados: es un director venezolano radicado en Chile que ha escrito y dirigido tres cortometrajes: dos de sesenta segundos y uno de trece minutos —Memorias en tres colores— que estrenó en 2021. También ha dirigido dos festivales de cine, además de Festmedallo: el Festival Internacional de Cortometrajes Independientes el Día se Hace Corto (Findecoin), en Anzoátegui, Venezuela, y el Festival Cinematográfico de Mérida (Fecime), en la península mexicana de Yucatán.
Según pudo comprobar el portal mexicano Haz Ruido en febrero de 2020, el festival de Mérida llevaba seis años cobrando inscripciones de entre doce y quince dólares a cineastas de todo el mundo: “Supuestamente hace una selección en diversas categorías y promete que las ganadoras serán exhibidas ante el público, expertos en cine, casas productoras y distribuidoras en la capital yucateca. Pero en realidad, nunca han proyectado esas películas y muchas de las supuestas sedes del evento no existen en la ciudad”.
El festival mexicano usaba también un perfil en FilmFreeway para cobrar las inscripciones y tenía un sitio web hecho en Wix que guarda parecidos razonables —en estructura y estética— con Findecoin y Festmedallo. Tres fantasmas hermanados por su presunto creador: Argenis Herrera Sánchez.
Con las evidencias puestas sobre la mesa, Belalcázar decidió no alquilar La Casa a Festmedallo para la proyección de las películas, a pesar de que ya había un contrato firmado entre las partes.
Festmedallo, entonces, envió un correo a los directores seleccionados en el que aseguraban que llevaban “semanas organizando la proyección del festival”, pero que, por la falta de apoyo de la Asociación Nacional de Festivales (Anafe) y por la decisión de La Casa Centro Cultural, se veían en la necesidad de posponer el evento.
A su vez, la Comisión Fílmica de Medellín, La Casa Centro Cultural y otras organizaciones del sector cinematográfico firmaron un comunicado en el que explican, punto por punto, las dudas que recaen sobre Festmedallo y en el que invitan a “abstenerse de inscribirse en festivales que no cuenten con algún aval institucional o en su defecto, a ampliar la información con las instituciones del sector que validen la organización y seriedad de estos, especialmente cuando la inscripción tenga cobro”.
Una semana después, cuando ya el director etíope había regresado a Nueva York con la certeza de haber sido engañado, llegó la nueva invitación al correo de los cineastas seleccionados. Los organizadores no hicieron bulla en sus redes ni publicaron en su web la nueva fecha, pero sí colgaron un pendón en el que, si miras de cerca, se puede ver el logo del festival con el fondo de la Fuente de la vida de Rodrigo Arenas Betancur —la que queda por Suramericana—.
Son las dos de la tarde y hace bochorno sin sol en Bello.
Noches de París fue alguna vez una casa con muchas paredes que después tumbaron para formar los arcos de un salón social. Del techo cuelgan telas y decoraciones de fiestas anteriores, y en una esquina, al lado de una lona blanca de metro y medio de ancho, hay una Torre Eiffel de icopor tan alta como un basquetbolista.
Tres personas están sentadas en las sillas Rimax, mirando la pantalla: dos mujeres y un hombre de unos sesenta años. Mientras Juan y yo nos acomodamos en las sillas de atrás, otra espectadora entra en el salón. Camina lento, paso a paso, mientras nos saluda a cada uno con la bendición. No tiene hebra negra en el pelo. Además de Marta, otras dos mujeres hacen parte de la logística. Una se encarga de acomodar a los asistentes, y la otra, la más joven, de presentar los cortos. También son venezolanas. Después de un rato de espera sin que llegue nadie más, la muchacha prende el micrófono.
La primera película empieza sin que mencionen el nombre del director. Es un corto canadiense, con voces en francés y subtítulos en inglés, sobre unos niños que tienen un conflicto en su escuela.
De alguna manera, la escena es solemne. La luz de afuera se cuela a través de la película porque colgaron la lona justo encima de una ventana. La bulla del barrio es más inteligible que las voces de los personajes. Atrás, en la misma casa, alguien llena un balde en una poceta. Y aun así, todos los espectadores están quietos y concentrados en la pantalla, como si fueran el público más profesional del mundo. En la mitad del primer corto, una señora entra y se sienta detrás de mí. La que está adelante saca una bola de lana azul rey y empieza a tejer con agujas de maya. La de atrás me pregunta de qué se trata la película. No le sé decir. Ella se queja de que no esté en español, pero no se va.
Cuando se acaba el primer corto, le pregunto por qué vino. Quién la invitó. Cómo llegó aquí. Vive en el barrio, responde. Todos los jueves juega bingo en este mismo salón social con un grupo de la tercera edad, y ayer los invitaron.
El segundo corto es de España y esta vez sí dicen el nombre del director. La película empieza con un matrimonio que pelea en la calle porque el esposo quiere hacerse la vasectomía. Luego sigue una escena en el baño de un gimnasio en el que hay un hombre desnudo y después otros empiezan a bajarse los pantalones.
La señora de las canas se tapa el rostro con las dos manos, se santigua con la derecha y se para indignada, lista para irse, pero antes nos reparte a todos los asistentes su tarjeta de negocios: “María Elvia Castaño Galvis. Compositora y cantante. Sígueme en YouTube y Spotify”. Y abajo, su número de WhatsApp.
La puesta en escena es tan precaria, que resulta tierna. Hay algo de belleza en la farsa que se toma a sí misma muy en serio: aquí en Noches de París un grupo de la tercera edad viendo cortos europeos, y allá, en algún país lejano, un director presumiendo el laurel que se ganó en el Festival Internacional de Cine de Medellín.