La monja
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Por JUAN FERNANDO RAMÍREZ ARANGO
Si el jueves 15 de octubre de 1981 hubiéramos ido a nuestro quiosco de confianza, nos hubiéramos topado con los siguientes titulares que se robaban las portadas de los periódicos: El Mundo: “Incinerada religiosa; clausurada la U. de A.”. El Colombiano: “Asesinada una religiosa en atentado terrorista”. El Espectador: “Carbonizada una monja en Medellín”. El Tiempo: “Monja lisiada fue asesinada con bomba molotov por terroristas en Medellín”. Titulares que, en ese par de diarios capitalinos, desplazaban a los que informaban que ya había un anteproyecto de ruta madre para el eterno Metro de Bogotá, consistente en nueve puentes y 23 estaciones a lo largo de 21 kilómetros, con un costo de $ 44 mil millones y una tarifa inicial por pasajero de $ 7.10 para el año 1986: “La construcción podrá comenzar a mediados de 1982”.
¿Cómo ocurrió el hecho que dio lugar a esos cuatro titulares, acontecido en la misma fecha en la que, paradójicamente, otorgaron el premio Nobel de Paz, al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados?
Esa mañana del miércoles 14 de octubre de 1981, la noticia que estremecía a Medellín era la explosión de diez bombas y la desactivación de otras ocho la noche anterior: tres estallaron en el Almacén Kromados, ubicado en San Juan con la 72, y siete junto a las oficinas centrales de Avianca, “a menos de cien metros de la alcaldía municipal”. Seis, por su parte, fueron desactivadas en las instalaciones de Coca Cola, “que, de haber explotado, habrían derribado la edificación”. Otra en la residencia del director de El Colombiano, Juan Zuleta Ferrer, y una última en el pasaje comercial Veracruz, “situado a una cuadra de la gobernación de Antioquia”. ¿A qué se debió esa “oleada de atentados terroristas” cerrando un martes trece? Según El Espectador, “estuvo motivada por la presencia del vicepresidente de los Estados Unidos, George Bush, en el país”. Vicepresidente que, un día antes, había dejado este titular en la página 2A de El Tiempo: “Incidentes durante la llegada de Bush a República Dominicana”. Allí, había comenzado una mini gira por tres países de la Cuenca del Caribe, que continuaría en Colombia durante 72 horas, provocando esa estela de explosiones en Medellín en las primeras 24, y exceso de paranoia en su esquema de seguridad, como demuestra esta noticia del principal diario bogotano: “Guardaespaldas de George Bush: ¡Buscaban bombas por todas partes…!”.
Mientras los guardaespaldas de Bush buscaban bombas por todas partes en Bogotá, por ejemplo, dentro de las alcantarillas de la Plaza de Bolívar; en Medellín, en la Universidad de Antioquia, se estaba preparando “un mitin para exigirle a las autoridades nacionales la salida del país del vicepresidente de los Estados Unidos”: desde las 8:30 de la mañana de ese miércoles 14 de octubre de 1981, “varios grupos de personas, aparentemente ajenos a la Alma Máter”, según El Colombiano, empezaron a merodear la ciudad universitaria, hecho que sería denunciado de inmediato por algunos profesores a las directivas, que harían caso omiso. Además, agregaría el mismo diario, “se pudo comprobar que otros sujetos venían obstruyendo la vía a los carros que transitaban por la calle 67, Barranquilla, pero lo hacían en forma disimulada para no llamar la atención de la fuerza pública que se encontraba por esos contornos”. La fuerza pública, de acuerdo con un comunicado de la IV Brigada, tenía apostadas dos unidades militares y de policía “en las rampas y orejas que dan acceso a la calle 67, sector suroriental de la Universidad de Antioquia, y sobre la calle 62, frente a la misma institución”. Estaban allí, “desde tempranas horas de la madrugada”, para controlar un paro cívico de transportes a celebrarse ese día.
¿Qué pasó después? Ningún periódico registraría lo ocurrido entre las 8:30 y las once de la mañana, lapso de tensa calma en las afueras de la Alma Máter. Sin embargo, en un artículo titulado “En torno a la amnistía de 1982”, publicado en julio de 1983, en la edición 20 de la revista Nuevo Foro Penal, se recoge el testimonio de Juan José Mejía, uno de los porteros de la Universidad de Antioquia que prestaba servicio en la calle Barranquilla, en el que revela a grandes rasgos lo que sucedió puertas adentro entre las nueve y las once: “Siendo por ahí las nueve de la mañana llegó el compañero de trabajo Roberto Eduardo Restrepo, venía de desayunar de los lados del museo, y me dijo, allí, en la plazuela Barrientos, pusieron un muñeco de Reagan, el presidente de Estados Unidos, me asomé y vi el muñeco de lejos. Luego, a eso de las once, hicieron un mitin dentro de la Universidad, unas cincuenta o sesenta personas. A las 11:20 se dirigieron hacía la portería, venían con el muñeco para afuera. Antes de llegar a la portería se encapucharon, con capuchas, buzos, pañuelos, camisas, trapos, de varios colores… Dos o tres minutos después, observé que, a unos treinta metros, se levantó una llamarada de un vehículo…”.
Ese vehículo, según El Mundo y El Tiempo, había salido alrededor de las nueve de la mañana desde la Escuela de Trabajo San José, una correccional de menores del sector de Machado, regentada por la Congregación de Religiosos Terciarios Capuchinos, rumbo a una casa del barrio Pedregal, ubicada en la calle 103C # 68A-93. En el vehículo iban el chofer Celedonio de Jesús Giraldo y el sacerdote Luis Ovidio Cañaveral. Se dirigían a esa dirección para recoger a Sor Carmen Cañaveral López, prima del segundo, quien necesitaba hacer una doble diligencia: “comprar un par de zapatos con mil pesos que le había dado su hermano Miguel, y llevarle una carta que traía de Bogotá a una amiga suya, que trabaja en el hospital Universitario San Vicente de Paul, situado en las cercanías de la Universidad de Antioquia”. La monja había llegado a Medellín, proveniente de la capital, cuatro días antes, el sábado 10 de octubre de 1981, para visitar a una tía, Ana Cañaveral, de 77 años, que se encontraba grave de salud, “afectada de dolencias cardiacas y de la presión”. La tía era “considerada como una segunda madre”, ya que la monja había perdido a su progenitora a los siete años, mientras esta daba a luz a Mercedes, la hija menor.
Minutos antes de que la recogieran, la monja bañó a la tía y le preparó el desayuno. Luego planchó el hábito. ¿El blanco o el negro? La respuesta se encuentra en un aparte publicado en El Mundo bajo el título “Último adiós”, inmediatamente después de una línea que dice que la monja se despidió de la tía estampándole un beso en la frente: “Hasta ese día no se había puesto el hábito blanco sino el de color negro que usualmente utiliza en clima frío. Estaba radiante de alegría, lista para esperar a su primo, el fraile capuchino Luis Ovidio Cañaveral”. Ese aparte termina diez líneas más abajo con el siguiente diálogo que justifica el mencionado título: “Un pariente les dijo al salir: ‘Adiós, vayan con cuidado para que no se accidenten’. Y Fray Luis respondió la broma así: ‘Tranquilo, que si nos estrellamos nos morimos los dos’…”.
Cuando salieron, eran “más o menos las diez de la mañana”, iban para el centro de Medellín, a comprar los zapatos. Los compraron y siguieron hacia el San Vicente de Paul. Sin embargo, en el camino barajaron la posibilidad de volver directamente a la casa de la tía sin detenerse en ese hospital: “El vehículo iba a tomar el puente Horacio Toro Ochoa en busca de la Glorieta de Carabineros y luego la carrera 65, sin necesidad de pasar por la Universidad de Antioquia ni tomar la calle Barranquilla”. Pero la monja, a semejanza de Urías en la Biblia o Belerofonte en la Ilíada, insistió que tenía que entregar la carta, generando con esa decisión este titular publicado dos días más tarde en El Mundo: “Una carta la condujo a la muerte”.
La monja entregó la carta y se pusieron otra vez en marcha: “Aproximadamente a las once de la mañana se enrutaron de nuevo hacia el barrio Pedregal”. Según El Tiempo, a esa hora ya los choferes de los buses presentían disturbios en la Universidad de Antioquia, y, por eso, “todos se habían desviado de su ruta tres cuadras antes de la ciudad universitaria”. En uno de los buses que acababa de desviarse, perteneciente a la ruta “Castilla-Las Brisas”, iba José Luis Cañaveral, de 17 años, sobrino de la monja, quien vio pasar el carro en el que se transportaba su tía, una camioneta Ford Ranger amarilla, modelo 1975, doble cabina, de placas oficiales OU-3510: “Sentí deseos de llamarlos, de gritarles que no se metieran por ahí”.
La camioneta siguió de largo por Barranquilla y, a la altura de la entrada principal de la Universidad de Antioquia, fue detenida por los encapuchados que, dos o tres minutos antes, había visto salir Juan José Mejía, el referido portero apostado en esa entrada. Detuvieron la camioneta, advirtieron que tenía placas oficiales y, acto seguido, la atacaron con bombas incendiarias, así, en plural, según El Colombiano, El Espectador y El Tiempo, únicamente El Mundo indicó que se trataba de una sola: “En ese momento aparecieron algunos encapuchados que arrojaron una bomba incendiaria al carro. Fray Luis y Sor Carmen iban en la segunda banca de la camioneta. El conductor salió de inmediato y lo propio hizo Fray Luis”. La monja, por su parte, no pudo hacerlo. ¿Por qué no pudo salir? Los periódicos de Medellín dieron dos versiones distintas: El Colombiano: “Seguramente se enredó en el hábito y quedó imposibilitada”. El Mundo: “al parecer herida por el impacto, no pudo reponerse rápidamente”. El Espectador y El Tiempo, en cambio, coincidieron en el motivo: “Se supo que la monja era inválida, por lo que seguramente no pudo abandonar el vehículo”. A esas tres versiones se suma el testimonio de Fray Luis, quien, al ver que la monja no podía salir del carro, procuró ayudarla, “pero los estudiantes lo halaron y lo alejaron… pese a los angustiosos gritos de la religiosa que suplicaba que la sacaran de allí”. Eso apuntó El Mundo, en la misma línea de El Tiempo: “Cuando el sacerdote se bajó, intentó sacar a su prima, pero los encapuchados se lo impidieron y cerraron la puerta que él había abierto”.
¿Qué pasó después? Los encapuchados tiraron sobre la parte delantera de la camioneta el muñeco que el portero había identificado como el trasunto de Reagan, pero que, en realidad, era el de Bush, “y ahí se incendió más el carro”. El cual, de acuerdo con El Tiempo, “estalló en llamas”. Estallido que dio inicio a una batalla campal, entre los encapuchados y fuerzas combinadas del ejército y la policía, que no permitió que la máquina número diez del Cuerpo de Bomberos apagara la conflagración: “No dejaron arrimar a los bomberos a punta de piedra y artefactos”. La batalla duraría más de media hora, “al cabo de la cual la situación fue dominada y el ejército ocupó la universidad”, dejando un saldo de 121 estudiantes retenidos y tres heridos de bala. 92, sin embargo, serían liberados al día siguiente: “Los 29 restantes, se presume, son los que están más implicados en los graves disturbios”.
Una vez controlada la situación por parte de las autoridades, “aproximadamente a las 12:20”, pudo entrar al “área de candela” el inspector Juan Ángel Correa, para diligenciar el levantamiento del cadáver de la monja, topándose con lo que El Colombiano denominó “Cuadro macabro”: “Estaba completamente carbonizada. El fuego había consumido parte de los pies y las manos. Había exposición de vísceras y se encontraba sobre los resortes de lo que antes fue el cojín trasero del vehículo”. Un cuadro tan macabro que parecía una escena perdida de Holocausto Caníbal, aquel polémico falso documental de terror estrenado en Bogotá dos días antes de la muerte de la monja, el lunes 12 de octubre de 1981, en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán, el cual tenía en el afiche promocional de prensa a una mujer empalada envuelta en llamas, seguida por esta leyenda: “La más trágica y violenta aventura jamás vivida por el hombre”, y por esta advertencia: “Muy importante: muchas escenas de la película pueden afectar su sensibilidad…”. Por eso, para no herir más susceptibilidades, Holocausto Caníbal solo se estrenaría en Medellín un mes y medio después, el 25 de noviembre de 1981.
Precisamente dos días antes de su muerte, coincidiendo con el estreno en Bogotá de Holocausto Caníbal, la monja, según El Mundo, le había dicho esto a sus seis hermanos, cinco de los cuales habían vestido hábitos religiosos: “Presiento que voy a morir joven. Y no me asusto. Por el contrario, me alegro, porque esa es la voluntad del Señor”. Tenía 41 años.
Posdata 1: Frente a la muerte de la monja, la Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia, encabezada por Héctor Abad Gómez, diría lo siguiente: “La acción vandálica de unos cuantos encapuchados en las afueras de la Universidad, avergüenza a todos los estamentos universitarios, y solo puede explicarse por la demencia y la barbarie de unos pocos alucinados, a quienes los 800 profesores asociados y los 20 mil estudiantes de la Universidad unánimemente reprueban y condenan con profunda indignación”. La Unión Nacional de Estudiantes Universitarios, por su parte, tildaría a los encapuchados de “elementos provocadores y anarquistas, que buscan desmovilizar al estudiantado y sabotear el paro cívico nacional que algunas centrales obreras preparan para el 21 de octubre”. Y también acusaría al ejército de entrar disparando indiscriminadamente a la ciudad universitaria. Doce horas después de esos acontecimientos, el Consejo Superior Universitario tomaría la decisión de cerrar la U. de A. de manera indefinida: “A partir de la fecha y hasta nueva instrucción se suspenden las actividades en la Universidad”. Una posible reapertura solo sería estudiada tras la realización de dicho paro. El cual dejaría otra historia trágica en Medellín: la muerte de la niña Sandra Patricia Vélez Montoya, de tres años, en el barrio Toscana, por una bala perdida de la policía mientras intentaba controlar un motín que se extendía por lo “barrios obreros del norte de la ciudad”. La niña estaba en el balcón de la casa. Ese 21 de octubre de 1981, circularía en la prensa del mundo la noticia de una jugosa recompensa ofrecida por el alcalde de Nueva York a quien indicara el paradero de un hombre que, en East Harlem, había violado a una monja tras hacerle 27 cruces en el cuerpo con una navaja. Noticia que, por asociación de ideas, trasladando los ejes a Medellín, llevaría a la opinión pública a pensar que la mejor forma de dar con los responsables de la muerte de la monja incinerada sería ofreciendo una recompensa, ya que el gobernador de Antioquia, Iván Duque, sí, el padre del actual presidente, había dicho que los nombres de los autores se conocerían en menos de 72 horas y ya había transcurrido una semana.
Posdata 2: Doce días después del paro, el 2 de noviembre de 1981, el juez 108 de Instrucción Penal Militar, en el marco del Estatuto de Seguridad de Turbay, dictaría auto de detención sin beneficio de excarcelación a nueve sospechosos de participar en la muerte de la monja. Los nombres no serían divulgados por la prensa, que sí anunciaría lo siguiente: “Los presuntos culpables serán llamados en los próximos días a una corte marcial”. Cumplidos tres meses exactos del hecho, el 14 de enero de 1982, serían juzgados en consejo de guerra. El cual se prolongaría hasta el 11 de febrero de ese año, encontrando culpables de la incineración de la monja a Fernando Nicolás Montes Zuluaga y Juan Guillermo Benjumea Garro, estudiantes de la Universidad de Antioquia, el primero de medicina y el segundo de comunicación social. Ambos condenados a 24 años de prisión. A los demás se les culpó de alteración del orden público y les dictaron penas de uno a 80 días.
Posdata 3: Un mes después, el 4 de marzo de 1982, el gobernador de Antioquia, Iván Duque, y los jefes militares de ese departamento, declararían en estado de emergencia a Medellín. Declaratoria que, tres días más tarde, el 7 de marzo de 1982, sería celebrada por Ayatollah, el alter ego reaccionario de Rafael Santos Calderón, en una columna de opinión de El Tiempo titulada “Medellín: lástima, pero ¡por fin!”: “La declaratoria de emergencia de la ciudad de Medellín es el fondo del abismo. Las autoridades que aguantaron absurdamente hasta más no poder por no dañar sus imágenes personales e institucionales y dar la impresión de que la situación de Medellín era normal, tuvieron el jueves pasado que meter con vergüenza la cabeza entre los hombros y, ya cuando los muertos no cabían en las morgues, cuando la desfachatez de un hampa crecida llegaba a los extremos de acribillar a un humilde profesor frente a la mirada desconcertada de 30 niños, aceptar que Medellín ya no era la misma, que los que gobernaban no eran ellos y que en algún momento tenía que tomarse la decisión de rescatar a cualquier precio a una ciudad absolutamente perdida”. Columna de opinión que, cuatro párrafos más abajo, mencionaría la muerte de la monja: “Porque los casos de sangre más espeluznantes, los más crueles e insólitos, han sido plato del día de todos los antioqueños. No hace mucho tiempo fue la incineración de una monja lisiada a manos de un grupo de delincuentes que, amparados por los claustros de la Universidad de Antioquia, prendieron fuego a una vieja camioneta y asesinaron a la religiosa que inútilmente trató de abandonar el vehículo en llamas”.
Posdata 4: Exactamente nueve meses después, el 4 de diciembre de 1982, El Tiempo, en una noticia titulada “Libres por amnistía dos sindicados por muerte de religiosa en Medellín”, informaría que los estudiantes Fernando Nicolás Montes Zuluaga y Juan Guillermo Benjumea Garro habían sido dejados en libertad el día anterior gracias a la nueva ley de amnistía, decretada por el gobierno de Belisario Betancur para abrirle la puerta al proceso de paz con las Farc, el ELN, el EPL y el M19. Tres días después, el 7 de diciembre de 1982, ante la polémica nacional que había provocado la libertad de Montes y Benjumea, el editorial de El Tiempo, titulado “Los verdaderos culpables”, explicaría la razón por la cual el Tribunal Superior de Medellín había aplicado bien la nueva ley de amnistía: “Quienes causaron la muerte de la religiosa, indefensa y débil mujer, actuaron dentro de una asonada provocada por los acusados para protestar por la llegada del vicepresidente de los Estados Unidos. Los exaltados estudiantes, según el concepto de los miembros del Tribunal, ignoraban la presencia de la religiosa. El crimen, en estricto Derecho, no puede calificarse como homicidio intencional sino culposo. Viene entonces la pregunta: ¿por qué no actuaron los jueces más en conciencia? No podían hacerlo. A ellos les toca simplemente interpretar la ley. Y, según ese criterio, la asonada está comprendida exactamente dentro de la definición de delito político”. Posteriormente, el fiscal segundo de dicha corporación apelaría el fallo ante la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia, pero ese recurso no prosperaría.
Posdata 5: ¿Qué ha pasado con la historia de la monja en estos cuarenta años? Según un artículo publicado en enero de 2015, en la edición 34 de Folios, revista de la Facultad de Comunicaciones, titulado “Las revueltas, la monja y el infortunio”, el hecho empezaría a ser conocido poco después como el de “Sorprendida”, sí, en alusión a este chiste viejo: “Se abre el telón y aparece una monja en llamas. Se cierra el telón. ¿Cómo se llama la película? Sorprendida”. En ese artículo, que narra principalmente el drama vivido por uno de los nueve capturados, desde las torturas a las que fue sometido en la IV Brigada hasta su reclusión en Bellavista, también se recoge el testimonio de María Altagracia Orrego Suescún, quien era vecina de la tía de la monja, en el que asegura que, a diferencia de lo dicho por la prensa en 1981, la monja no era lisiada: “Ella no tenía ningún problema físico, era muy linda y muy entregada a su vocación, a la gente, porque tenía el don para ello”. Tres años antes, en 2012, en un artículo publicado en la edición 44 de la revista Mirador del suroeste, titulado “La monja incinerada”, se dice que, en treinta años, alrededor del caso de Sorprendida se habían tejido dos leyendas urbanas: 1) Que la monja no había existido. Y 2) Que, cuando se demostró su existencia, se “echó a volar otra conseja, según la cual, la susodicha había muerto varios años atrás en Quito o en Bogotá, y que el acta de levantamiento y la necropsia eran falsas”. El autor del artículo, Orlando Betancur Restrepo, comprobaría la existencia de Sorprendida en los archivos de la parroquia de Betania: “Su nombre de pila era el de Fabiola del Carmen Cañaveral López, nacida en Betania el 7 de agosto de 1940, en la vereda La Ladera; hija de Miguel y Mercedes según consta en su partida de bautismo. Fueron sus padrinos don Horacio Sánchez y doña Ana Palacio, personajes ampliamente conocidos en la población”. Treinta años antes, el 16 de octubre de 1981, como si la monja hubiera sido dos personas, El Mundo había señalado lo siguiente: “Su nombre de pila era Magnolia, el cual cambió por el de Carmen al convertirse en monja”.